CAPÍTULO
LXXXVIII
El brazo y la cabeza
La cena fue silenciosa, pero no triste, pues de vez en cuando animaba el rostro de D’Artagnan una de esas sonrisas de inteligencia que le eran habituales en los momentos de buen humor. Porthos no perdía ninguna, y cada vez que las veía prorrumpía con alguna exclamación que probaba a su amigo que si bien no le comprendía, no perdía de vista el pensamiento que en su cerebro se agitaba.
A los postres recostóse D’Artagnan en el respaldo de su silla, cruzó las piernas y se contoneó con todas las apariencias de un hombre satisfecho de sí mismo.
Porthos apoyó la barba sobre las palmas de las manos, puso los codos sobre la mesa, y miró a D’Artagnan con la confianza a que debía aquel coloso su simpática expresión de benevolencia.
—Hablemos ahora —dijo D’Artagnan pasado un instante.
—Hablemos —repitió Porthos.
—Decíais antes, amigo mío…
—¿Yo? Nada.
—Sí tal; decíais que anhelabais salir de aquí.
—¡Oh! Es cierto: si no salgo no será por falta de deseos.
—Y añadíais que sólo se necesitaba para ello desquiciar una puerta o una pared.
—Es verdad que lo decía, y todavía lo digo.
—Y yo respondía, Porthos, que éste era mal medio y que no daríamos cien pasos sin que nos volvieran a coger y nos dejaran en el sitio, a no tener trajes con que disfrazarnos y armas con que defendernos.
—Es verdad, necesitaremos trajes y armas.
—Las tenemos —dijo D’Artagnan levantándose—, las tenemos, Porthos, y otra cosa mejor todavía.
—¡Oh! —exclamó Porthos mirando en torno suyo.
—No lo busquéis, es en vano: todo vendrá cuando haga falta. ¿A qué hora, poco más o menos, se pasearon ayer los guardias suizos?
—Me parece que una hora después de anochecer.
—De modo que si salen también hoy, no tardaremos un cuarto de hora en tener el gusto de verlos.
—Exactamente; un cuarto de hora cuando más.
—Supongo que esos brazos seguirán tan buenos como siempre. Porthos se desabrochó las mangas de la camisa, remangóse y miró con complacencia sus nervudos brazos, tan gruesos como el muslo de un hombre regular.
—Sí —contestó—, siguen bastante buenos.
—De manera que sin gran trabajo podríais hacer un arco de estas tenazas y un sacatapos de esta badila.
—Sí, en verdad —dijo Porthos.
—Veamos cómo —repuso D’Artagnan.
Cogió el gigante los dos objetos designados, y practicó con la mayor facilidad y sin ningún esfuerzo aparente las dos metamorfosis que su compañero apetecía.
—Vedlo —dijo.
—Magnífico —exclamó D’Artagnan—; ¡vive Dios que os ha favorecido la naturaleza, Porthos!
—He oído hablar —añadió éste—, de un tal Milon de Crotona que hacía cosas muy extraordinarias, como son apretarse la frente con una cuerda y romperla, matar un buey de un puñetazo y llevársele al hombro, parar un caballo a la carrera sujetándole por las piernas traseras, etc. Busqué quien me refiriese todas sus proezas allá en Pierrefonds y las hice todas, excepto la de romper la cuerda hinchando las venas de las sienes.
—Esto es porque no tenéis la fuerza en la cabeza, Porthos —dijo D’Artagnan.
—No, sino en los brazos y en los hombros —respondió ingenuamente Porthos.
—Ea, pues, acerquémonos a esta reja y empleadla en falsear un barrote. Aguardad a que apague la luz.
Acercóse Porthos a la ventana, cogió con las dos manos un barrote, tiró de él y lo dobló como un arco hasta que salieron sus dos puntas del alveolo de piedra en que permanecían fijas treinta años hacía.
—Ahí tenéis una cosa —dijo D’Artagnan—, que nunca hubiese hecho el cardenal con todo su genio.
—¿Hay que arrancar más? —preguntó Porthos.
—No, basta con ése; ya puede pasar un hombre.
Para cerciorarse de ello, Porthos sacó efectivamente todo el cuerpo.
—Sí —dijo.
—Efectivamente, no es mal boquete. Sacad ahora el brazo.
—¿Por dónde?
—Por ese hueco.
—¿A fin de qué?
—Ahora lo sabréis. Sacadle.
Obedeció Porthos con la docilidad de un soldado, y sacó el brazo por los hierros.
—Muy bien —dijo D’Artagnan.
—Parece que eso marcha.
—Como con ruedas, amigo.
—Bien. ¿Qué tengo que hacer ahora?
—Nada.
—¿Se ha terminado ya?
—Aún no.
—Mucho celebraría comprenderos —dijo Porthos.
—Pues oídme, y en dos palabras estaréis al corriente. Ya veis que se está abriendo la puerta del cuerpo de guardia.
—Sí, ya lo veo.
—Van a enviar a este patio, por donde pasa siempre Mazarino para ir al invernadero, a los dos guardias que le siguen.
—Ahí salen.
—¡Como vuelva a cerrar la puerta!… Muy bien; la han cerrado.
—¿Y ahora?
—Silencio, no nos escuchen.
—De modo que no puedo saber nada.
—Sí, conforme vayáis ejecutando comprenderéis.
—Sin embargo, yo hubiese preferido…
—Así tendréis el placer de la sorpresa.
—Es verdad —dijo Porthos.
—Chito.
Porthos se quedó silencioso e inmóvil.
En efecto, los dos soldados avanzaban en dirección a la ventana, restregándose las manos, pues, como ya hemos dicho, era en el mes de febrero y hacía frío.
En aquel instante se volvió a abrir la puerta del cuerpo de guardia y llamaron a uno de los soldados.
Separóse éste de su compañero y volvió atrás.
—¿Va esto marchando? —preguntó Porthos.
—Mejor que nunca —respondió D’Artagnan—. Oíd, ahora voy a llamar a ese soldado y hablar con él, como hice ayer con uno de sus camaradas, ¿os acordáis?
—Sí, mas no entendí palabra de lo que hablaba.
—Confieso que tenía un acento suizo bastante marcado. Pero no perdáis una tilde de lo que voy a manifestaros, porque todo consiste en la ejecución, Porthos.
—¡Bien! La ejecución es mi fuerte.
—¡Oh!, ya lo sé y por eso cuento con vos.
—Hablad.
—Voy a llamar al soldado para hablar con él.
—Ya lo habéis dicho.
—Me echaré a la izquierda para que él se encuentre a vuestra derecha cuando suba sobre el banco.
—¿Y si no sube?
—Subirá, perded cuidado. Cuando suba sobre el banco, alargaréis vuestro formidable brazo y le asiréis por el cuello. Alzándolo luego como Tobías levantó al pez por las aletas, le introduciréis en nuestro aposento, cuidado de apretarle bastante para que no grite.
—Sí, pero y ¿si le ahogo?
—En ese caso habrá un suizo menos, pero espero que no le ahoguéis. Le dejaréis con la mayor suavidad en el suelo y aquí le amordazaremos y le ataremos a cualquier parte. De modo que ya disponemos de un uniforme y con una espada.
—¡Magnífico! —dijo Porthos con admiración.
—¿Eh? —preguntó D’Artagnan.
—Sí —contestó Porthos volviendo de su entusiasmo—. Pero un uniforme y una espada no bastan para los dos.
—Ahí está su camarada.
—Es cierto —dijo Porthos.
—Con que cuando yo tosa, alargad el brazo, porque entonces habrá llegado el momento.
—¡Bien!
Colocáronse en su sitio ambos amigos. Porthos estaba enteramente oculto detrás de la ventana.
—Buenas noches, camarada —dijo D’Artagnan en el más agradable tono y mesurado diapasón.
—Buenas noches, caballero —respondió el soldado.
—No está muy agradable el tiempo para pasearse —dijo D’Artagnan.
—¡Brrrun! —respondió el soldado.
—Supongo que no os desagradaría un vasito de vino.
—¿Un vaso de vino? ¡Qué bien vendría!
—Ya pica el pez, ya pica el pez —dijo D’Artagnan a Porthos.
—Comprendo —dijo Porthos.
—Ahí tengo una botella —repuso D’Artagnan.
—¡Una botella!
—Sí.
—¿Llena?
—Completamente, y es vuestra si queréis beberla a mi salud.
—¡Vaya si quiero! —dijo el soldado acercándose.
—Pues venid por ella, amigo.
—Con sumo gusto, aquí hay un banco.
—Es verdad, parece que lo han puesto a propósito. Subid…, así, bien, eso es.
Y D’Artagnan tosió.
En el mismo momento apareció el brazo de Porthos; su acerada mano cogió, rápida como el relámpago y firme como una tenaza, el cuello del soldado, le levantó sofocándole, le metió por el hueco, a riesgo de desollarle vivo al pasar y dejóle en el suelo, donde D’Artagnan, sin darle más tiempo que el necesario para respirar, le amordazó con su banda, y empezó a desnudarle con la rapidez y destreza de un hombre que aprendió el oficio en los campos de batalla.
Agarrotado y amordazado de este modo, le trasladaron al hogar, que habían tenido la precaución de apagar antes.
—Ya tenemos una espada y un disfraz —dijo Porthos.
—Me apodero de ellos —respondió D’Artagnan—. Si queréis otros, volved a la jugada. Alerta; ya sale el otro soldado y viene hacia aquí.
—Me parece —dijo Porthos— que sería imprudente repetir la misma maniobra. Dicen que las cosas no se logran dos veces por los mismos medios. Si fallase ahora lo perderíamos todo. Bajaré, le cogeré descuidado, y os le presentaré con su mordaza.
—Mejor es —contestó el gascón.
—Estad alerta —dijo su camarada, deslizándose por el hueco. Todo pasó conforme lo había prometido Porthos. El gigante se escondió en el camino, y cuando pasó el soldado por delante de él, le asió por el pescuezo, le tapó la boca, metióle como una momia por entre los hierros de la ventana, y entró tras él.
Desnudaron entrambos al segundo cautivo como al primero, tendiéronle sobre la cama, le sujetaron con cordeles, y como aquélla era de encina maciza y éstos estaban dobles, quedaron tan tranquilos respecto a este soldado como respecto al primero.
—Muy bien —dijo D’Artagnan—. Todo va perfectamente. Probaos ahora el traje de ese hombre, Porthos. Dudo que os venga bien, pero no os apuréis aunque os venga estrecho; os bastará con el tahalí y el sombrero de plumas encarnadas.
Casualmente, el segundo soldado era un suizo gigantesco, de manera que todo quedó corriente, salvo algunas puntadas que saltaron en las costuras.
Por espacio de algún tiempo solamente se oyó el crujido de la ropa que Porthos y D’Artagnan se ponían a toda prisa.
—Ya está —dijeron los dos a la par—, y en cuanto a vosotros, compañeros —añadieron volviéndose a los dos soldados—, tener entendido que si os estáis quietos nada os sucederá; pero que sois muertos si os movéis.
Los soldados quedáronse inmóviles. Los puños de Porthos les habían convencido de que el asunto iba serio y que no era aquel el mejor momento para andarse en chanzas.
—Ahora —dijo D’Artagnan—, me parece que desearéis comprender todo esto; ¿no es verdad?
—Ya se ve que sí.
—Pues bien, vamos a bajar al patio.
—Perfectamente.
—Ocuparemos el sitio de esos dos hombres.
—Bien.
—Y nos pasearemos de arriba abajo.
—Y a nadie causará extrañeza, porque hace frío.
—Dentro de un instante, el ayuda de cámara llamará, como ayer y anteayer, a los soldados de servicio.
—¿Responderemos?
—No, todo lo contrario.
—Como gustéis. No tengo empeño en responder.
—No responderemos, mas nos encasquetaremos el sombrero y escoltaremos a Su Eminencia.
—¿Adónde?
—Adonde va, a la prisión de Athos. ¿Suponéis que el conde sentiría vernos?
—¡Oh! —exclamó Porthos—. ¡Oh! Ya entiendo.
—No os alborotéis todavía, Porthos, pues juro que aún no lo sabéis todo —dijo el gascón con chancero tono.
—¿Pues qué más va a suceder? —preguntó Porthos.
Y pasando por entre los hierros, se deslizó ligeramente al patio.
—Seguidme —contestó D’Artagnan—. Allá lo veremos.
Porthos le siguió por el mismo camino, aunque con menos facilidad y diligencia.
Oyóse tiritar de terror a los dos soldados maniatados en la habitación.
No bien pisaron el suelo D’Artagnan y Porthos, abrióse una puerta y dijo el ayuda de cámara:
—La escolta.
Al mismo tiempo se abrió también el cuerpo de guardia y dijo una voz:
—Marchad, La Bruyere y Du Barthois.
—Parece que me llamo La Bruyere —dijo D’Artagnan.
—Y yo, Du Barthois —repuso Porthos.
—¿Dónde estáis? —preguntó el ayuda de cámara, cuyos ojos, deslumbrados por la luz de adentro, no podían sin duda divisar a nuestros héroes en las sombras.
—Allá vamos —dijo D’Artagnan.
Y volviéndose a Porthos, añadió:
—¿Qué decís de esto, camarada?
—Digo que si el juego prosigue, no va mal, porque es muy lindo, por la vida mía.