CAPÍTULO
LXXVII
Fatalidad
En efecto, no bien pronunció D’Artagnan estas palabras resonó un silbido en el falucho que ya empezaba a perderse entre la bruma y la oscuridad.
—Ya veis que algo quiere decir eso —dijo D’Artagnan.
En aquel momento se divisó la luz de un farol sobre cubierta, y tras ella se extendieron algunas sombras.
De pronto atravesó el espacio un grito terrible, un grito de desesperación, y como si a su sonido se desgarraran las nubes, se apartó el velo con que estaba encubierta la luna, y en el cielo plateado por su débil luz, se dibujaron el pardo velamen y la negra jarcia del falucho.
Corrían sobre él sombras frenéticas, y mil gritos terribles acompañaban sus desesperados ademanes.
En medio de estos gritos apareció Mordaunt sobre el castillo de popa llevando una antorcha en la mano.
Los que tan desesperadamente corrían sobre cubierta eran Groslow y sus marineros, a los cuales había reunido el primero a la hora prefijada por Mordaunt; mientras éste, después de aplicar el oído a la puerta de la cámara para ver si dormían los mosqueteros, bajaba a la cala tranquilizado por su silencio.
En efecto, ¿quién hubiera podido sospechar lo que pasaba?
Abrió, pues, Mordaunt la puerta y corrió a la mecha, a la cual prendió fuego con el ardor de un hombre sediento de venganza, con la confianza de aquellos a quienes el cielo ciega para castigar sus crímenes.
Entretanto reuniéronse a popa Groslow y los marineros.
—¡Hala! La cuerda —dijo Groslow—, y aproximad la lancha. Púsose un marinero montado sobre la borda, cogió el cable, tiró de él y éste cedió sin resistencia.
—Está cortado —dijo el marinero—, la lancha ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido? —dijo Groslow arrojándose al filarete—. Es imposible.
—Como lo digo —contestó el marinero—; miradlo vos; nada se ve en el mar y aquí está el cabo.
Entonces fue cuando lanzó Groslow aquel grito que oyeron los mosqueteros.
—¿Qué hay? —exclamó Mordaunt saliendo de la escotilla y precipitándose también a popa con la antorcha en la mano.
—Que nuestros adversarios se escapan, que han cortado el cable, que huyen con la lancha.
Mordaunt se puso de un salto a la puerta de la cámara y echóla abajo de un puntapié.
—¡Nadie! —exclamó—. ¡Ah, demonios!
—Perseguidlos —ordenó Groslow—, no pueden estar muy lejos; los pasaremos por ojo.
—Sí, pero ¿y el fuego? —gritó Mordaunt—. He prendido fuego.
—¿A qué?
—A la mecha.
—¡Mal rayo! —rugió Groslow corriendo hacia la escotilla—. Quizá sea tiempo todavía.
Sólo respondió Mordaunt con una terrible carcajada; descompuestas sus facciones aún más por el odio que por el temor, levantó al cielo los chispeantes ojos como lanzando la última blasfemia, tiró su antorcha al mar y se arrojó tras ella.
En el mismo instante, y al poner Groslow el pie en la escalera de la escotilla subió al cielo una llamarada acompañada de una explosión igual a la de cien cañonazos, y el aire se inflamó surcado por fragmentos abrasados. Pero pasó aquel horrible relámpago, cayeron uno tras otro al mar los restos del buque, chisporroteando en el abismo en que se iban apagando, y a no ser por la vibración del aire, nadie hubiera creído un momento después que tal cosa hubiese ocurrido.
Desapareció del todo el falucho de la superficie del mar, y ya no existían Groslow ni los tres marineros.
Todo lo vieron los cuatro compañeros; no se les escapó ningún detalle de aquel terrible drama. Inundados un momento por el brillante resplandor que iluminó el mar a más de una lengua en contorno, hubiéraseles podido ver en distintas actitudes revelando el terror que no podían menos de sentir a pesar de la firmeza de sus corazones. Poco a poco empezó a disminuir la inflamada lluvia, apagóse el volcán como ya hemos manifestado, y volvieron en fin a la oscuridad la flotante barquilla y el agitado océano.
Un momento permanecieron silenciosos y abatidos. Porthos y D’Artagnan, que habían tomado los remos, los sostenían maquinalmente sobre el agua cargando en ellos el peso de su cuerpo y apretándoles con crispadas manos.
—Lo que es ahora —gritó Aramis rompiendo aquel mortal silencio—, creo que todo se habrá acabado.
—¡A mí, milores!, ¡socorro!, ¡auxilio! —prorrumpió una lamentable voz, cuyos acentos llegaron a los oídos de los cuatro amigos como la de un espíritu marino.
Todos se miraron; el mismo Athos se puso a temblar.
—¡Es él!, ¡conozco su voz! —dijo.
Nadie respondió, porque los otros tres habían conocido como Athos aquella voz. Pero sus dilatadas pupilas se volvieron hacia el sitio que antes ocupaba el buque, haciendo inauditos esfuerzos a fin de atravesar la oscuridad.
Al cabo de un instante se distinguió a un hombre que se acercaba nadando con vigor.
Athos adelantó lentamente el brazo hacia él indicándole a sus compañeros.
—Sí, sí —dijo D’Artagnan—, ya le veo.
—¡Todavía! —exclamó Porthos respirando con la fuerza de un fuelle de fragua—. Es de hierro ese canalla.
—¡Dios mío! —murmuró Athos.
Aramis y D’Artagnan se hablaban al oído.
Adelantóse Mordaunt nadando, y sacando una mano del agua, dijo:
—¡Misericordia, señores! ¡Compasión en nombre del cielo!, ¡siento que me abandonan las fuerzas!, ¡voy a perecer!
Tan vibrante era su voz al implorar socorro, que llegó hasta el corazón de Athos y le causó lástima.
—¡Infeliz! —murmuró.
—Bien —dijo D’Artagnan—, no falta otra cosa sino que ahora le lloréis. Y parece que se dirige hacia aquí. ¿Si pensará que hemos de ayudarle? Remad, Porthos, remad.
Y dándose ejemplo, hundió D’Artagnan un remo en el mar, poniéndose de dos o tres empujes a veinte brazas de distancia.
—¡Oh! ¡No me abandonéis!, ¡no me dejéis morir así!, ¡no seáis tan despiadados! —gritó Mordaunt.
—¡Hola, amiguito! —le dijo Porthos—. Parece que al fin caísteis; para salir de ahí no os queda más puerta que la del infierno.
—¡Oh, Porthos! —exclamó el conde de la Fère.
—Dejadme en paz, Athos; ¡vaya que os vais haciendo ridículo con esa eterna generosidad! Si se aproxima a diez pies de distancia le rompo la cabeza con el remo.
—¡Oh! Perdón… no huyáis de mí, señores… ¡Piedad! Tened piedad de mí —gritó el joven, cuya sofocada respiración hacía a veces hervir las heladas ondas cuando desaparecía su cabeza entre el oleaje.
—Mejor será que os alejéis, señor mío. Es muy reciente vuestro arrepentimiento para que tengamos en él gran confianza; ved que aún humea dentro del agua el buque en que nos queríais hacer morir abrasados, y que la situación en que os encontráis es un lecho de rosas, comparada con la suerte que nos reservabais, y con la que habéis hecho correr a Groslow y sus compañeros.
—Caballeros —repuso Mordaunt con mayor desesperación—; os juro que mi arrepentimiento es verdadero. ¡Soy tan joven, señores! Apenas tengo veintitrés años. Señores, me arrastró un sentimiento muy natural; quise vengar a mi madre; todos hubieseis hecho lo mismo.
—¡Bah! —dijo D’Artagnan viendo que Athos se había enternecido—. Según y conforme.
Sólo faltábale a Mordaunt dar tres o cuatro avances para llegar a la lancha, pues la proximidad de la muerte le inspiraba una fuerza sobrenatural.
—¡Ay! —continuó—. ¡Voy a morir! ¡Vais a matar al hijo como matasteis a la madre! Sin embargo, yo no era culpable; un hijo debe vengar a su madre, según todas las leyes divinas y humanas. Y además —repuso juntando las manos—, si ha sido un crimen debéis perdonarme, puesto que me arrepiento, puesto que pido perdón.
Y como si le faltaran las fuerzas y no pudiese sostenerse, pasó una ola por encima de su cabeza apagando su voz.
—¡Oh! Yo no puedo ver eso —dijo Athos.
Mas Mordaunt volvió a aparecer.
—Pues yo digo —respondió D’Artagnan—, que es necesario acabar de una vez. Señor asesino de vuestro tío, señor verdugo del rey Carlos, señor incendiario, os ruego que os vayáis a fondo, pues si os acercáis un poco más a la barca os abro la cabeza con este remo.
Mordaunt avanzó como un desesperado. D’Artagnan tomó el remo con ambas manos. Athos se levantó.
—¡D’Artagnan, D’Artagnan! —exclamó—. D’Artagnan, hijo mío, por Dios. Ese infeliz va a morir y es terrible dejar a un hombre que muera sin alargarle la mano, cuando sólo en darle la mano estriba su salvación. ¡Oh! Mi corazón no me lo permite; no puedo resistir; es preciso que viva.
—¡Diantre! —replicó D’Artagnan—. ¿Por qué no nos entregáis atados de pies y manos a ese miserable? Así concluiríamos más pronto; ¡ah, conde de la Fère! ¿Queréis perecer en sus manos? Pues bien: yo vuestro hijo, como decís, no deseo que perezcáis.
Era la primera vez que D’Artagnan se resistía a un ruego hecho por Athos llamándole hijo.
Aramis sacó la espada que había llevado a nado cogida con los dientes, y dijo:
—Si pone la mano en la lancha se la corto como a un regicida.
—Y yo… —dijo Porthos—. Aguardad.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Aramis.
—Echarme al agua y ahogarle.
—¡Oh, señores! —exclamó Athos con un irresistible arranque—. Seamos compasivos, seamos cristianos.
Lanzó D’Artagnan un triste suspiro, Aramis apartó la espada y Porthos se sentó.
—Mirad —prosiguió Athos—, mirad; la muerte se pinta en su rostro; están agotadas sus fuerzas; si pasa un minuto más se hunde en el abismo. ¡Ah! No me causéis este espantoso remordimiento, no me obliguéis a morir de vergüenza, amigos; concededme la vida de ese infeliz y os bendeciré…
—¡Yo muero! —murmuró Mordaunt—. ¡A mí! ¡A mí!
—Ganemos un minuto —repuso Aramis inclinándose a la izquierda y dirigiéndose a D’Artagnan—; remad —añadió volviéndose a la derecha, hacia Porthos.
No respondió D’Artagnan ni con ademanes ni con palabras, pues ya empezaban a contrastar su firmeza, tanto las súplicas de Athos, como el espectáculo que a la vista tenía; Porthos dio un golpe con el remo, pero como faltase otro que le contrapesara, la barca no hizo más que girar sobre sí misma, y este movimiento puso al moribundo más cerca de Athos.
—¡Señor conde de la Fère! —dijo Mordaunt—. ¡Señor conde de la Fére!, ¡a vos me dirijo, a vos imploro!, ¡tened compasión de mí!… ¿Dónde estáis, señor conde de la Fère?… ¡Ya no veo!…, ¡me muero!, ¡auxilio, socorro!
—Aquí estoy —respondió Athos inclinándose y enseñando el brazo hacia Mordaunt con la nobleza y dignidad que le eran habituales—; tomad mi mano y entrad en la embarcación.
—No quiero mirarle —dijo D’Artagnan—; semejante debilidad me repugna.
Y volvióse hacia los dos amigos, los cuales por su parte se agruparon en el fondo de la lancha, como si temieran tocar al que Athos no temía socorrer dándole la mano.
Mordaunt hizo el último esfuerzo, se levantó, tocó el punto de apoyo que se le presentaba, y se aferró a él con vehemencia.
—Bien —dijo Athos—, poned aquí la otra mano.
Y ofrecióle un hombro como segundo punto de apoyo; de suerte que su cabeza casi se tocaba con la de Mordaunt. Los dos enemigos mortales estaban abrazados como hermanos.
Mordaunt apretó el cuello de la ropilla de Athos.
—Bueno —dijo el conde—, ya estáis salvado, tranquilizaos.
—¡Ah, madre querida! —gritó Mordaunt con flameantes ojos y acento cuya rencorosa expresión es imposible describir—; no puedo ofrecerte más que una víctima, pero al menos será la que tú hubieras escogido.
Y mientras que D’Artagnan daba un grito, que Porthos alzaba el remo, y Aramis buscaba un sitio donde herir a Mordaunt, una horrible sacudida hizo caer a Athos en el agua, en tanto que lanzando Mordaunt un alarido de triunfo, estrechaba la garganta de su víctima y se cruzaba de piernas con el conde, a fin de paralizar sus movimientos, como hubiera podido hacerlo una serpiente.
Sin exhalar un grito, sin pedir auxilio, procuró Athos por un instante sostenerse sobre la superficie del mar, pero pronto cedió al peso y desapareció poco a poco. Al cabo de un rato no se vieron más que sus largos y flotantes cabellos, y por fin se ocultó todo, quedando tan sólo un alborotado remolino que también se fue disipando, para indicar el sitio en que se habían hundido ambos cuerpos.
Mudos por el miedo, inmóviles, sofocados por la indignación y el espanto, estaban los tres amigos con la boca entreabierta, los ojos desencajados y los brazos echados adelante, y hubiesen parecido estatuas a no ser por los latidos de su corazón, que se oían a pesar de su inmovilidad. Porthos fue el primero que volvió en sí, y arrancándose los cabellos:
—¡Oh! —exclamó con un desgarrador sollozo, cuya amargura era mayor en un hombre de su temple—. ¡Oh! ¡Athos, Athos! ¡Corazón noble! Infelices, ¡desgraciados de nosotros que te hemos dejado perecer en manos de ese infame!
—¡Desgraciados, sí! —repitió D’Artagnan.
—¡Desdichados! —murmuró Aramis.
En aquel momento, y en medio del vasto círculo iluminado por los rayos de la luna, a cuatro o cinco brazas de la barca, se renovó el mismo remolino que precediese a la absorción de dos cuerpos. Viéronse salir unos cabellos, luego asomó un rostro pálido con los ojos abiertos, pero inanimados, y después un cuerpo que, después de enderezarse hasta el busto sobre el mar, se dejó caer de espaldas a merced de las olas.
El cadáver llevaba clavado en el pecho un puñal de resplandeciente empuñadura.
—¡Mordaunt! ¡Mordaunt! ¡Mordaunt! —gritaron los tres amigos—. ¡Es Mordaunt!
—¿Y Athos? —dijo D’Artagnan.
De pronto se torció la barca a la izquierda, cediendo a un nuevo e inesperado empuje, y Grimaud lanzó un grito de júbilo. Volviéronse todos y vieron a Athos apoyarse en el borde de la lancha, lívido el semblante, apagados los ojos y trémulas las manos. Cogiéronle al momento ocho nervudos brazos y le colocaron en la barca, donde no tardó Athos en sentirse reanimado, resucitando a fuerza de las caricias de sus amigos, llenos de alegría.
—Supongo que no estaréis herido —dijo D’Artagnan.
—No —respondió Athos.
—¿Y él? —preguntó Porthos.
—¡Oh! Esta vez queda bien muerto, gracias a Dios. Miradle.
Y obligando D’Artagnan a Athos a volver los ojos hacia donde le señalaba, le enseñó el cuerpo de Mordaunt, que todavía flotaba sobre las olas y que sumergiéndose y levantándose alternativamente, parecía perseguir aún a los cuatro amigos con su provocativa y rencorosa mirada.
Por fin se hundió. Los ojos de Athos demostraban aún tristeza y compasión al fijarse en el cadáver.
—¡Bravo, Athos! —gritó Aramis con una efusión muy rara en él.
—¡Buen golpe! —dijo Porthos.
—Tenía un hijo —respondió Athos—, y he deseado vivir.
—Al fin habló Dios —añadió el gascón.
—No soy yo quien le ha muerto, sino el destino —murmuró melancólicamente el conde de la Fère.