CAPÍTULO

LXXXVI

Precauciones

Cuando Mazarino se separó de Ana de Austria, encaminóse a Rueil, donde tenía situada su casa. En aquellos revueltos tiempos siempre llevaba el cardenal buena compañía, y a veces iba disfrazado. Ya hemos dicho que el traje de caballero le sentaba admirablemente.

Subió a su carruaje en el patio del antiguo castillo y atravesó por Chatou el Sena. El príncipe de Condé habíale dado cincuenta ligeros de a caballo por escolta, no tanto en verdad para guardarle como para demostrar a los diputados con cuánta facilidad disponían los generales de la reina de sus tropas, y las podían distribuir a su antojo.

Athos seguía al cardenal a caballo, sin espada, guardado por Comminges, y sin decir una palabra. Grimaud, a quien dejara su amo a la puerta del castillo, oyó la noticia de su arresto cuando Athos se lo dijo a Aramis, y obedeciendo a una seña del conde, se marchó sin chistar a colocarse junto a Herblay, cual si tal cosa no hubiese pasado.

Verdad es que Grimaud había visto a su amo salir de tantos apuros en los veintidós años que llevaba sirviéndole, que ya por nada se inquietaba.

Luego que concluyó su audiencia tomaron los diputados el camino de París, precediendo al cardenal unos quinientos pasos. Podía por consiguiente Athos, mirando, delante, ver la espada de Aramis, cuyo dorado cinturón y altanero porte fijaban sus miradas entre aquella multitud, tanto como la esperanza de libertarse que en él había puesto, la costumbre, al trato y la atracción que de toda amistad resulta.

Aramis, por el contrario, no se cuidaba al parecer en lo más mínimo de si le seguía o no Athos; sólo una vez volvió la cabeza; es verdad que fue al llegar al castillo. Suponía que Mazarino dejase quizá a su nuevo prisionero en el pequeño fuerte que defendía como un centinela el puente, y que tenía por gobernador a un capitán en nombre de la reina. Pero no sucedió así, y Athos pasó por Chatou en pos del cardenal.

En el puente en que se divide el camino de París a Rueil, miró Aramis atrás. Aquella vez no le habían engañado sus previsiones. Mazarino torció a la derecha y Aramis pudo ver al prisionero desaparecer por entre los árboles. En el mismo momento, y movido por un pensamiento idéntico, Athos volvió también la cabeza. Los dos amigos se hicieron tan sólo una seña, y Aramis se llevó un dedo al sombrero como saludando. Athos conoció que ya rondaba una idea en la cabeza de su compañero.

Diez minutos después entraba Mazarino con su comitiva en el parque del castillo que el cardenal, su predecesor, había ordenado disponer para él en Rueil.

En el momento de apearse en el peristilo, se le acercó Comminges y le preguntó:

—Señor, ¿dónde manda Vuestra Eminencia que alojemos al conde de la Fère?

—En el pabellón del invernadero, frente al que ocupa el cuerpo de guardia. Aunque el conde de la Fère sea prisionero de Su Majestad la reina, deseo tratarle con toda la consideración debida a su clase.

—Señor —repuso Comminges—, el conde pide el favor de que se le reúna con D’Artagnan, que ocupa, como previno Vuestra Eminencia, el pabellón de caza frente al del invernadero.

Mazarino quedóse silencioso. Comminges conoció que reflexionaba.

—Es un sitio muy fuerte —añadió—; le custodian cuarenta hombres seguros y acrisolados, casi todos alemanes, y que, por consiguiente, no tienen la menor relación con los frondistas ni el menor interés en favor de la Fronda.

—Si pusiéramos juntos a esos tres hombres, señor de Comminges —repuso Mazarino—, necesitaríamos doblar la guardia, y no somos tan ricos con defensores que podamos malgastarlos así.

Sonrióse Comminges. Notólo Mazarino, y le comprendió.

—Vos no los conocéis, señor de Comminges; pero yo sí tanto directamente como por tradición. Les encargué que fuesen a socorrer al rey Carlos, y por salvarle han hecho milagros, siendo forzosa toda la inflexibilidad del destino para que el monarca no se haya puesto a salvo entre nosotros.

—¿Pues si tan bien han servido a Vuestra Eminencia, por qué los ha puesto en prisión?

—¡En prisión! —dijo Mazarino—. ¿Y de cuándo acá es prisión el castillo de Rueil?

—Desde que encierra prisioneros —contestó Comminges.

—Esos caballeros no están en clase de prisioneros, Comminges —insistió Mazarino con maliciosa sonrisa—, sino de huéspedes; huéspedes tan preciosos, que he ordenado poner rejas en las ventanas y cerrojos en las puertas de los aposentos que habitan: ¡tanto miedo tengo de que se cansen de hacerme compañía! Pero lo cierto es que, por más que a primera vista parezca que es que deseo hacer una visita al conde de la Fère, y tener con él una conversación a solas. Para que no nos incomoden en ello le conduciréis, como ya os he manifestado al pabellón del invernadero; ya sabéis que suelo pasearme por allí; de camino entraré a verle y hablaremos. Suponen que es mi enemigo; pero me inspira simpatías; y si es prudente puede que nos arreglemos.

Inclinóse Comminges y volvió adonde estaba Athos esperando con aparente calma, mas con secreta inquietud, el resultado de la conferencia.

—¿Qué ha dicho? —preguntó al teniente de guardias.

—Caballero —contestó Comminges—, parece que es imposible.

—Señor de Comminges —repuso Athos—, toda mi vida he sido soldado y sé lo que es una consigna; pero sin quebrantarla, podéis hacerme un obsequio.

—Con mucho gusto lo haré, caballero —respondió Comminges—; sabedor de quien sois y de los servicios que en otro tiempo habéis prestado a Su Majestad; sabedor del interés que os inspira el joven que tan valerosamente me socorrió el día del arresto de ese tunante de Broussel, me declaro todo vuestro, salva, sin embargo, la consigna.

—Gracias, caballero; no deseo más y voy a solicitaros una cosa que no os compromete en modo alguno.

—Aunque me comprometa un poco —repuso Comminges sonriéndose—, no os detengáis en pedirla; Mazarino no me infunde mucho más cariño que vos; sirvo a la reina y naturalmente me veo obligado a servir al cardenal; pero a la una la sirvo con placer, y al otro contra todo mi gusto. Suplícoos, pues, que habléis; yo espero y escucho.

—Puesto que no hay inconveniente —dijo Athos—, en que yo sepa que D’Artagnan permanece aquí, tampoco lo habrá, según presumo, en que a él se le comunique mi presencia en este sitio.

—Relativamente a ese punto no he recibido instrucción ninguna, caballero.

—Pues bien, hacedme el obsequio de saludarle en mi nombre y decirle que soy vecino suyo. Le manifestaréis al mismo tiempo lo que a mí me estabais manifestando hace poco, es decir, que el señor Mazarino me ha alojado en el pabellón del invernadero para poder visitarme, y añadiréis, que me aprovecharé de la honra que Su Eminencia tiene a bien dispensarme, para obtener que se alivie en lo posible nuestro cautiverio.

—El cual no puede durar —repuso Comminges—; el mismo señor cardenal lo estaba diciendo: aquí no hay prisiones.

—Pero sí calabozos subterráneos —repuso Athos sonriéndose.

—¡Oh! eso es otra cosa —murmuró Comminges—; sí por cierto; ya sé que la tradición lo refiere, pero un hombre de inferior cuna como el cardenal, un italiano que ha venido a buscar fortuna a Francia, no ha de propasarse a semejantes excesos con personas como nosotros; eso sería una atrocidad. Eso sería bueno para el otro cardenal, que descendía de elevada alcurnia, pero monseñor Mazarino, ¡poco a poco! Los calabozos subterráneos son instrumentos de regias venganzas, a las cuales no puede apelar un ente como él. Ya es público vuestro arresto, pronto se sabrá el de vuestros amigos, y toda la nobleza de Francia le pedirá cuenta de vuestra desaparición. No, no tranquilizaos: diez años hace que los calabozos subterráneos de Rueil son tradiciones propias sólo para asustar niños. Descuidad sobre este punto. Por mi parte avisaré al señor D’Artagnan de que estáis aquí. ¡Quién sabe si antes de quince días podréis hacerme algún favor semejante!

—¿Yo?

—Ciertamente, ¿no puedo yo caer en manos del señor coadjutor?

—Si así fuera —dijo Athos inclinándose— tened seguro que me esforzaría en serviros.

—¿Me hacéis el obsequio de cenar conmigo, señor conde? —preguntó Comminges.

—Mil gracias, estoy de mal humor, y os daría una mala noche. Lo aprecio infinito.

Con esto condujo Comminges al conde a un aposento del piso bajo del pabellón inmediato al invernadero y construido al nivel de éste. Llegábase a dicho invernadero atravesando un gran patio lleno de soldados y cortesanos. Este patio en forma de herradura, tenía en el centro los cuartos habitados por Mazarino, y en las dos alas el pabellón de caza, en que estaba D’Artagnan, y el pabellón del invernadero donde acababa Athos de entrar. Más allá de la extremidad de estas dos alas extendíase el parque.

Luego que entró Athos en el aposento que debía habitar, vio a través de los fuertes barrotes de su ventana tapias y tejados.

—¿Qué edificio es ése? —dijo.

—Es la parte trasera del pabellón de caza en que están detenidos vuestros amigos —dijo Comminges—. Por desgracia en otro tiempo del cardenal tapiáronse las ventanas de este lado, pues ya han servido de prisión más de una vez, entrambos edificios, y al encerrarse en ellos el cardenal, no hace más que devolverles su primitivo destino. Si no estuviesen tapiadas, como digo, las ventanas, tendríais el consuelo de hablar por señas con vuestros amigos.

—¿Y estáis seguro, señor de Comminges —preguntó Athos—, de que el cardenal me hará el honor de visitarme?

—Al menos así lo ha prometido.

Athos suspiró mirando a los hierros de la ventana.

—Es verdad —dijo Comminges—; esto es casi una prisión nada le falta, ni las rejas. Pero también, ¿qué maldita idea os ha dado a vos, que sois la flor de la nobleza, de ir a arriesgar vuestro valor y vuestra felicidad, en medio de todas esas plantas parásitas de la Fronda? Por cierto, conde, que si yo hubiera creído alguna vez tener un amigo en las filas del ejército realista, en vos hubiese pensado. ¡Frondista vos! ¡El conde de la Fère pertenecer al mismo partido que Broussel, que Blancmesnil, que Violé! Fuera semejante idea. Casi haría creer eso que vuestra señora madre era de familia de golillas. ¡Frondista vos!

—Bien mirado —añadió Athos—, era preciso ser mazarino o frondista. Largo tiempo vacilé repitiendo en mis adentros estos dos nombres, y al cabo me decidí por el último, que siquiera era francés. Además soy frondista, no con Broussel, Blancmesnil y Violé, sino con Beaufort, Bouillon y Elbeuf, con príncipes y no con presidentes, consejeros y golillas. ¡Buenos resultados además produce el servir al señor cardenal! Mirad estas paredes sin balcones, señor de Comminges, y ellas os manifestarán cumplidamente el agradecimiento de Mazarino.

—Sí, por cierto —repuso Comminges sonriéndose—, sobre todo si repiten todas las maldiciones que les ha echado D’Artagnan de ocho días a esta parte.

—¡Desgraciado D’Artagnan! —dijo Athos con agradable melancolía, que era uno de los distintivos de su carácter—. ¡Un hombre tan valiente, tan bueno, tan terrible para los que no aprecian a las personas que estima él! Peligrosos prisioneros son los que guardáis, señor de Comminges, y os compadezco si están bajo vuestra responsabilidad dos personas de tan indómito carácter.

—¡Indómito! —repitió Comminges sonriéndose—. Vamos, sin duda queréis asustarme. El primer día de prisión el señor de D’Artagnan insultó a todos los soldados y oficiales subalternos, con objeto, según se refiere, de que le diesen una espada; duró esto todo el día siguiente y aun prolongóse hasta el tercero; pero después se quedó sereno y manso como un cordero. Ahora se entretiene en entonar canciones gasconas que a todos nos hacen desternillar de risa.

—¿Y el señor Du-Vallon? —dijo Athos.

—¡Ah! Eso es otra cosa. Confieso que es persona terrible. El primer día echó abajo todas las puertas a empujones, y yo temía verle salir de Rueil, como Sansón de Gaza. Mas su juicio ha seguido la misma marcha que el de su compañero D’Artagnan. Ahora no sólo está acostumbrado a su cautiverio, sino que hablan de él chanceándose.

—Más vale así —dijo Athos.

—¿Esperabais que hiciesen otra cosa? —preguntó Comminges, quien compaginando lo que había dicho Mazarino de sus prisioneros, con lo que entonces añadía el conde de la Fère, empezaba a sentir alguna inquietud.

Athos reflexionó por su parte que la variación de carácter de sus amigos debía provenir de algún plan fraguado por D’Artagnan, y no quiso perjudicarlos por ensalzarles demasiado.

—No —dijo—; tienen muy inflamable la cabeza: el uno es gascón y el otro picardo: ambos se alborotan fácilmente, pero al momento se aplacan; por experiencia lo habéis visto, y eso que me acabáis de referir corrobora lo que digo.

Tal era también la opinión de Comminges; de modo que se retiró más tranquilo, y Athos quedó solo en el vasto aposento, donde según las órdenes del cardenal, se le trató con las atenciones debidas a un caballero.

A pesar de esto, para formar una idea exacta de su situación, esperó a que llegase el momento de la famosa visita ofrecida por el cardenal en persona.