CAPÍTULO

XI

Los dos Gaspares

–¿En qué estáis pensado, D’Artagnan, que os sonreís de ese modo?

—En que cuando erais mosquetero teníais costumbres de fraile, y ahora que sois clérigo mostráis inclinaciones militares.

—Es cierto —contestó Aramis—. El hombre es un animal muy raro, amigo D’Artagnan, que siempre tiende a lo que no tiene. Desde que recibí las órdenes no pienso más que en luchas.

—Desde luego se conoce al entrar en vuestra habitación. Tenéis aquí armas de todas clases, capaces de satisfacer el gusto más delicado. Supongo que tiraréis tan diestramente como antes.

—Tanto como vos antiguamente, o tal vez más. No hago otra cosa en todo el día.

—¿Y con quién?

—Con un buen tirador que tenemos de maestro.

—¿Aquí?

—En un convento de jesuitas hay de todo.

—Esto es, que hubierais muerto al señor de Marsillac si en lugar de atacaros a la cabeza de veinte hombres hubiese ido a atacaros solo.

—Y también a la cabeza de sus veinte hombres, si hubiera tenido por donde escapar después.

—¡Canario! —pensó D’Artagnan—. Éste se ha vuelto más gascón que yo.

Y añadió gritando:

—¿Conque decís que deseáis saber para qué os he buscado?

—No he dicho eso —respondió Aramis con aire solapado—, pero esperaba que me lo dijerais.

—Pues os he buscado para daros medios de acabar con el señor de Marsillac, a pesar de su título de príncipe, cuando os dé la gana.

—¡Pardiez! —dijo Aramis—. No es mala idea.

—No la echéis en saco roto. Vamos a ver, decid francamente, ¿habéis hecho algún caudal con las doce mil libras que lucráis con los sermones y los mil escudos de vuestro beneficio?

—No tal: soy más pobre que Job. Apuesto a que registrando todo mi equipaje no se hallan cien doblones.

—¡Cáspita! —pensó D’Artagnan—. Cien doblones, y dice que es más pobre que Job. Si yo tuviera siempre cien doblones, me creería millonario.

Y añadió en alta voz:

—¿Sois ambicioso?

—Sí.

—Pues, querido, os puedo proporcionar riquezas, poder y libertad para hacer cuanto se os antoje.

Una sombra tan rápida como la que ondula en el mes de agosto sobre los sembrados, anubló la frente de Aramis; pero D’Artagnan no dejó de observarla, a pesar de la prontitud con que se disipó.

—Hablad —dijo Aramis.

—Voy a dirigiros otra pregunta: ¿estáis metido en política?

Un resplandor repentino avivó los ojos de Aramis, tan rápido como la sombra que había pasado por su frente; pero no tanto que no le viese D’Artagnan.

—No —contestó Aramis.

—Entonces os convendrán todas mis proposiciones, puesto que por la presente no obedecéis más que a Dios —dijo el gascón riéndose.

—Puede ser.

—¿Habéis recordado algunas veces, querido Aramis, aquellos felices días de nuestra juventud que pasábamos riendo, bebiendo y batiéndonos?

—Sí, ciertamente, y más de una vez lo he echado de menos. ¡Qué tiempo aquel! ¡Dilectabile tempus!

—Pues, amigo, aquellos tiempos pueden renacer para nosotros. Tengo encargo de buscar a mis compañeros, y me ha parecido oportuno empezar por vos, que erais el alma de nuestra asociación.

Aramis inclinóse con más etiqueta que verdadero afecto.

—¡Volver yo a la política! —dijo con voz apagada y arrellanándose en su poltrona—. ¡Ah, querido D’Artagnan! ¡Si vierais con qué orden y con qué comodidad vivo! Ya sabéis cuán ingratos han sido los grandes con nosotros.

—Es verdad —dijo D’Artagnan—; pero puede que los grandes se hayan arrepentido de su ingratitud.

—Eso sería otra cosa —repuso Aramis—. Todo pecado merece perdón. Además de que en cierto modo tenéis razón, porque creo también que si alguna vez nos diese ganas de tomar cartas en los negocios de Estado, el mejor momento sería el actual.

—¿Y cómo sabéis esto, vos que no os ocupáis en política?

—Porque sin ocuparme personalmente, vivo en una región en que se atiende mucho a ella. Cultivando la poesía y haciendo el amor, me he relacionado con el señor Serrasin, adicto al señor de Conti; con el señor Voiture, partidario del coadjutor y con el señor de Bois Robert, que desde que murió Richelieu no es partidario de nadie, y lo es de todos, como mejor os parezca; de modo que no he podido menos de enterarme algún tanto de la marcha de las cosas.

—Ya lo suponía yo —dijo D’Artagnan.

—Por descontado, debéis tomar cuanto yo diga por palabras de cenobita, de persona que repite un eco, sencillamente, lo que oye —repuso Aramis—. He oído que el cardenal Mazarino está en este momento muy apurado con el giro que han tomado las cosas. Parece que no se profesa a sus órdenes todo el respeto que en otro tiempo se profesaba a las de nuestro antiguo adversario el difunto cardenal, cuyo retrato tengo ahí, porque, digan lo que quieran, hay que confesar que fue un grande hombre.

—No diré yo lo contrario, amigo Aramis; él me nombró teniente.

—Mi opinión, al principio, era favorable al cardenal, porque yo me hacía la reflexión de que un ministro jamás es amado, y de que Mazarino, con el genio que se le atribuye, debía acabar triunfando de sus enemigos y haciéndose temer, lo cual, a mi entender, vale quizá más que hacerse amar.

D’Artagnan movió la cabeza, como aprobando esta máxima incontrovertible.

—He aquí, pues —prosiguió Aramis—, mi primera opinión; mas como soy tan ignorante en estas materias, y como la humildad de que hago profesión me impone la ley de no atenerme a mi propio juicio, tomé informes. Pues bien, amigo D’Artagnan…

Aramis hizo una pausa.

—¿Qué? —preguntó D’Artagnan.

—Tengo que mortificar mi orgullo —repuso Aramis—, tengo que confesar que me había equivocado.

—¿Es cierto?

—Sí; tomé informes, como os he dicho, y varias personas diferentes entre sí en inclinación y en ambición, me contestaron a una: Mazarino no es un talento.

—¡Bah! —exclamó D’Artagnan.

—No. Es un hombre insignificante, que sirvió de criado al cardenal de Bentivoglio, y que subió por intrigas; un personaje improvisado, sin nombre, que si hace carrera, será como hombre de partido. Amontonará escudos, malversará las rentas del rey, cobrará para sí todas las pensiones que Richelieu distribuía con mano pródiga; pero nunca gobernará por el derecho del más fuerte, del más grande o del más honrado. Parece, por otra parte, que el tal ministro no es lo que se llama un caballero, ni en su porte, ni en sus sentimientos, sino una especie de bufón, un polichinela, un gracioso de sainete. ¿Le conocéis, acaso?

—¡Pché! —dijo D’Artagnan—. No carece de verdad vuestro retrato.

—Me llena de orgullo, amigo querido, el haber coincidido, merced a mi vulgar penetración, con los pensamientos de una persona que, como vos, vive en la corte.

—Mas hasta ahora habéis hablado de él y no de su partido y de sus recursos.

—Es verdad. La reina le protege.

—Eso es algo.

—Pero no el rey.

—Es niño.

—Transcurridos cuatro años será mayor de edad.

—Tiene elementos para sostenerse por ahora.

—Todavía eso es dudoso, porque tiene en contra, de un lado el Parlamento y el pueblo, es decir, el dinero; y de otro la nobleza y los príncipes, es decir, las armas.

D’Artagnan rascóse una oreja conociendo la exactitud de esta profunda reflexión.

—Ya veis, amigo D’Artagnan, que aún conservo algo de mi antigua perspicacia. Quizás haya hecho mal en hablaros con tanta franqueza, porque me parece que os inclináis un poco a Mazarino.

—¡Yo! —exclamó D’Artagnan—. No lo creáis.

—Como habéis dicho que traíais un encargo.

—Es que he equivocado la palabra. No era eso, sino que viendo que las cosas se han embrollado cada vez más, dije: bueno será ver de qué lado sopla el viento, y emprender de nuevo la vida aventurera de otros tiempos. Entonces éramos cuatro hombres valientes, cuatro corazones estrechamente unidos; reunamos, no los corazones, que jamás se han separado, sino los esfuerzos. Ahora se puede ganar algo más que un diamante.

—Y pensasteis muy bien, D’Artagnan —contestó Aramis—. Yo he pensado en lo mismo; aunque debo confesar que como mi imaginación es menos fecunda que la vuestra, fue preciso que me sugiriesen la idea. En el día, todo el mundo necesita auxiliares: como parece que no se han olvidado aún nuestras antiguas hazañas, me han hecho proposiciones, pero os declaro que han sido de parte del coadjutor.

—¿Del señor de Conti? —exclamó D’Artagnan—. ¡Del enemigo del cardenal!

—Decid más bien del amigo del rey —protestó Aramis.

Y cuando se trata de servir al rey, no puede vacilar un caballero.

—El rey está con Mazarino.

—De hecho sí, pero no voluntariamente; en apariencia, pero no de corazón, y éste es el lazo que tienden al rey sus enemigos.

—¿Sabéis, amigo Aramis, que me estáis proponiendo nada menos que la guerra civil?

—Una guerra en favor del rey.

—El rey se pondrá a la cabeza del ejército en que se encuentre Mazarino.

—Pero su corazón está con el que mande el señor de Beaufort.

—El señor de Beaufort se halla en Vincennes.

—Si no es él será otro; el príncipe, por ejemplo…

—El príncipe va a marchar al ejército: es muy íntimo del cardenal…

—Sin embargo, ahora ha habido entre ellos algunas desavenencias. Además, ahí está el señor de Conti.

—Le van a dar el capelo.

—¿Y no ha habido cardenales guerreros? Yo sé de algunos que harían mejor papel a la cabeza de un ejército, que el señor de Guebriant o el señor de Gassion.

—Pero un general contrahecho…

—Eso lo tapa la coraza. Alejandro era cojo, y Aníbal tuerto.

—¿Qué ventajas encontráis en ese partido? —dijo D’Artagnan.

—Tiene la protección de príncipes poderosos.

—Proscritos por la decisión del gobierno.

—Que ha sido anulada por los parlamentos y los motines.

—Con todo, mientras no consiga separar al rey de su madre…

—Puede que lo consiga.

—Nunca —exclamó D’Artagnan con tono de convicción—. Vos conocéis a Ana de Austria tan bien como yo. ¿Creéis que olvide, ni siquiera por un instante, que de su hijo depende su propia seguridad, que es su escudo, la garantía de su honor, de su fortuna y de su vida? Sería necesario que se pasase con él al partido de los príncipes abandonando el de Mazarino, y vos no ignoráis que hay razones poderosas para que esto sea imposible.

—Tal vez tengáis razón —respondió Aramis pensativo—, por si acaso no me comprometeré…

—¿Con ellos? —preguntó D’Artagnan.

—Ni con los otros. Soy cura, nada tengo que ver con la política. Nunca abro el Breviario, tengo una clientela de clérigos de buen humor y muchachas preciosas; cuanto más se enreden las cosas menos ruido harán mis aventuras; todo va bien sin que yo intervenga en el asunto, y lo mejor de los dados es no jugarlos.

—Decís bien —contestó D’Artagnan—, me ha convencido vuestra filosofía. No sé cómo me he dejado tentar por la ambición. Yo tengo un empleo que me da para vivir. M. de Tréville se va haciendo viejo a toda prisa; cuando muera puedo ascender a capitán, que no es poco para un segundón de Gascuña. Veo que me estoy aficionando a la tranquilidad de mi existencia, y en lugar de irme a caza de aventuras, aceptaré la invitación de Porthos y me iré a cazar a sus posesiones. Ya sabéis que es todo un propietario.

—¡Ya lo creo! Diez leguas de bosques, valles y pantanos; es señor de montes y llanuras, y sigue un pleito contra el obispo de Noyon sobre derechos feudales.

—¡Bien! —dijo D’Artagnan para sí—. Esto es lo que quería saber; Porthos está en Picardía.

Y luego añadió:

—¿Y ha vuelto a usar su antiguo nombre de Du-Vallon?

—Al cual añadió el de Bracieux, que es el título de unas tierras erigidas en baronía.

—De suerte que tendremos a Porthos hecho un barón.

—Sí por cierto; la baronesa de Porthos, especialmente, será admirable.

Los dos amigos soltaron una estrepitosa carcajada.

—¿Con que habéis decidido —dijo D’Artagnan— no pasaros a Mazarino?

—¿Ni vos a los príncipes?

—No, mejor es no pasarnos a nadie, y continuar siendo amigos. No seamos cardenalistas ni frondistas.

—Seamos mosqueteros —dijo Aramis.

—¿Hasta con el alzacuello?

—Con él sobre todo —dijo Aramis—: esa es la mejor prenda del vestuario.

—Adiós, pues —dijo D’Artagnan.

—No quiero deteneros, porque no tengo proporción para que durmáis aquí, y no puedo ofreceros la mitad del cobertizo de Planchet.

—Estoy a tres leguas cortas de París, y como los caballos han descansado, en una hora me traslado allá.

Y D’Artagnan bebió el último vaso de vino diciendo:

—¡A nuestros antiguos tiempos!

—Sí —repuso Aramis—, por desgracia pasaron ya: fugit irreparabile tempus.

—¡Bah! —dijo D’Artagnan—. Puede que vuelvan. En todo caso, si me necesitáis, me hallaréis en la fonda de la Chevrette, calle de Tiquetonne.

—Y a mí en el convento de los jesuitas: desde las seis de la mañana a las ocho de la noche por la puerta, desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana por la ventana.

—Adiós, amigo.

—¡Oh! No me separo así de vos. Dejad que os acompañe. Y Aramis cogió la espada y la capa.

—Quiere ver si me marcho o no —dijo para sí D’Artagnan.

Aramis dio un silbido para llamar a Bazin; pero éste estaba durmiendo en la antesala sobre los restos de su cena, y su amo hubo de ir a tirarle de las orejas para que despertase.

Bazin se desperezó, se restregó los ojos y volvió a tenderse.

—Vamos, perezoso, trae pronto la escala.

—¡La escala! —dijo Bazin bostezando de un modo a propósito para desconcertarse las quijadas—, se quedó en la ventana.

—La otra, la del jardinero: ¿no viste que D’Artagnan apenas podía subir por la de cuerda?

D’Artagnan iba a asegurar a Aramis que podía bajar con facilidad, cuando le ocurrió una idea: esta idea le movió a callarse.

Bazin exhaló un profundo suspiro, y se marchó. Un momento después había en la ventana una buena y sólida escalera de madera.

—Este sí que es un buen medio de comunicación —dijo D’Artagnan—: una mujer podría subir por esa escalera.

Aramis dirigió una mirada penetrante a su amigo, como para buscar su pensamiento hasta el fondo de su alma, pero D’Artagnan la sostuvo con admirable indiferencia. Puso el pie en el primer escalón, y empezó a bajar.

Un momento después llegó abajo. Bazin estaba en la ventana.

—Quédate ahí —dijo Aramis—, pronto vuelvo.

Los dos encamináronse al cobertizo; al oírlos llegar, salió Planchet llevando del diestro los caballos.

—Tenéis un criado activo y vigilante, y no como el dormilón de Bazin, que desde que entró en la iglesia para nada sirve. Seguidnos, Planchet, vamos a ir hablando hasta la salida del pueblo.

En efecto, los dos amigos atravesaron la población, tratando de cosas indiferentes.

—Id con Dios, querido amigo —dijo Aramis cuando llegaron a las últimas casas—; la suerte se os presenta propicia, no desperdiciéis la ocasión: acordaos de que a ésta la pintan calva, y proceded en consecuencia. Yo me atengo a mi humildad y a mi pereza; adiós.

—¿Esto es, que estáis enteramente resuelto —preguntó D’Artagnan—, y que no aceptáis mis proposiciones?

—Las aceptaría con mil amores —dijo Aramis— si no fuera yo un hombre tan excepcional; pero ya os lo he dicho: soy un compuesto de contrastes; lo que hoy aborrezco lo adoraré mañana y viceversa. Ya veis que no puedo comprometerme como vos, que tenéis ideas fijas.

—Mientes, truhan —dijo D’Artagnan para sí—; al contrario: tú eres el único que sabe proponerse un objeto y dirigirse a él por entre la oscuridad.

—Conque adiós, amigo —continuó Aramis—, y gracias por vuestras excelentes intenciones, y sobre todo, por los gratos recuerdos que vuestra presencia ha excitado en mí.

Los dos amigos abrazáronse. Planchet estaba ya a caballo, D’Artagnan montó y apretó otra vez la mano a Aramis. En seguida espolearon a sus cabalgaduras y se alejaron por el camino de París.

Aramis permaneció inmóvil en medio de la calle hasta que los perdió de vista.

Pero después de andar doscientos pasos, D’Artagnan detúvose, echó pie a tierra, puso en la mano de Planchet las riendas de su caballo, y sacando las pistolas del arzón se las colgó a la cintura.

—¿Qué os ha dado, señor? —dijo Planchet.

—Por muy listo que sea, no se ha de decir que me ha engañado. No te muevas de aquí, o por mejor decir, ponte a un lado del camino y espérame.

A estas palabras, saltó D’Artagnan el foso que bordeaba el camino, y empezó a correr atravesando el campo para dar la vuelta al lugar. Entre la casa que habitaba la señora de Longueville y el convento de los jesuitas, había notado que quedaba un espacio vacío, cerrado solamente por una cerca.

Una hora antes acaso no hubiera podido dar con ella; pero acababa de salir la luna, y aunque la cubrían algunas nubes de vez en cuando, quedaba siempre suficiente luz para poder encontrar la senda que buscaba.

Llegó, pues, D’Artagnan a la cerca, y se ocultó tras ella. Al pasar por delante de la casa en que había sucedido la escena que queda referida, observó que la misma ventana tenía luz otra vez. Nuestro mosquetero estaba convencido de que Aramis no se había recogido aún, y de que cuando se recogiese no iría solo.

En efecto, un momento después oyó pasos; y un confuso ruido como de personas que hablasen a media voz.

Cuando llegó al sitio en que empezaba la cerca cesaron los pasos.

D’Artagnan puso una rodilla en tierra buscando el sitio más espeso para ocultarse mejor.

En aquel instante aparecieron dos hombres con grande asombro de D’Artagnan, pero pronto cesó la admiración al oír una voz dulce y armoniosa: uno de ellos era una mujer disfrazada.

—Tranquilizaos amigo Renato —decía la voz dulce—, no volverá a suceder lo que esta noche; he descubierto una especie de subterráneo que pasa por la calle, y no tendremos que hacer más que levantar una de las losas que se hallan delante de la puerta para que podáis entrar y salir.

—¡Oh! —dijo otra voz que D’Artagnan reconoció ser la de Aramis—, os prometo, princesa, que si no dependiese vuestra reputación de todas estas precauciones, y si sólo mi vida corriese peligro…

—Sí, sí, no ignoro que sois valiente y arrojado como ninguno; pero no sólo debéis conservaros para mí, sino para todo vuestro partido. ¡Sed, pues, muy discreto!

—Obedezco, señora —dijo Aramis—, porque no puedo hacer otra cosa al recibir órdenes dictadas por una voz tan dulce.

Y le besó afectuosamente la mano.

—¡Ah! —exclamó el caballero de la dulce voz.

—¿Qué? —preguntó Aramis.

—¿No lo veis? El aire se ha llevado mi sombrero.

Aramis echó a correr en pos del objeto fugitivo. D’Artagnan se aprovechó de aquella oportunidad y buscó un sitio en que estuviese menos espesa la enramada para dirigir libremente una mirada al enigmático caballero. Casualmente en aquel momento salía la luna de detrás de una nube, movida acaso de curiosidad como el oficial, y a su indiscreta claridad, reconoció D’Artagnan los rasgados ojos azules, los cabellos de oro y la franca fisonomía de la duquesa de Longueville.

Aramis volvió riéndose con un sombrero en la cabeza y otro en la mano, y la pareja prosiguió su camino hacia el convento.

—¡Magnífico! —dijo D’Artagnan levantándose y limpiándose el polvo de la rodilla—. Te cogí; eres frondista y amante de la señora de Longueville.