CAPÍTULO
XLIV
Paternidad
En tanto que pasaba en casa de lord de Winter la espantosa escena que dejamos referida, Athos, sentado junto al balcón de su cuarto, con el codo apoyado en una mesa y la cabeza en la palma de la mano, escuchaba y contemplaba a Raúl, que le refería las aventuras de su viaje y los detalles de la batalla.
El hermoso y noble semblante del caballero revelaba un indecible gozo al oír la narración de aquellas primeras emociones tan frescas y puras, y sus oídos aspiraban como una música armoniosa los sonidos de aquella voz juvenil que con tanta pasión expresaba tan bellos sentimientos.
Habían desaparecido de su mente todas las sombras de lo pasado, todas las nubes del porvenir. Parecía que con la llegada de su querido protegido sus mismos temores se habían convertido en esperanzas: Athos era feliz como nunca.
—¿Y habéis concurrido y tomado parte en esa gran batalla, Bragelonne? —decía el ex mosquetero.
—Sí, señor.
—¿Decís que ha sido empeñada la acción?
—El señor príncipe de Condé cargó once veces en persona.
—Es un buen guerrero, Bragelonne.
—Un héroe. Ni un solo instante le perdí de vista. ¡Oh! ¡Cuán hermoso es llamarse Condé y sostener así el lustre de su nombre!
—Tranquilo y brillante, ¿no es cierto?
—Tranquilo como una parada, brillante como en una fiesta; nos acercamos al enemigo a paso regular; teníamos orden de no tirar los primeros, y marchábamos hacia los españoles, que permanecían en una altura con los mosquetes preparados. A unos treinta pasos se volvió el príncipe a los soldados, y dijo: «Muchachos, vais a sufrir una descarga furiosa, conservaos serenos». Reinaba un silencio tan profundo, que amigos y enemigos, oyeron estas palabras. Después levantó la espada, y dijo: «Toquen las cornetas».
—¡Bien, bien! En semejante caso haríais lo mismo, ¿no es cierto, Raúl?
—Lo dudo, señor conde, porque aquello me pareció muy sublime. A los veinte pasos vimos bajarse todos los mosquetes como una línea brillante, porque el sol se reflejaba en los cañones. Adelante, muchachos, adelante, dijo el príncipe; éste es el momento.
—¿Tuvisteis miedo, Raúl? —preguntó el conde.
—Sí, señor —respondió ingenuamente el joven—, me dio como un gran frío en el corazón; y a la voz de fuego que sonó en español en las filas enemigas, cerré los ojos y pensé en vos.
—¿Es cierto, Raúl? —dijo Athos apretándole la mano.
—Sí, señor. En el mismo instante sonó una detonación tal, que parecía que reventaba el infierno; y los que no murieron sintieron el calor de las llamas. Abrí los ojos, admirado de que no me hubieran muerto o herido; la tercera parte del escuadrón estaba tendida en tierra, mutilada y bañada en sangre. En aquel momento encontráronse mis miradas con las del príncipe; no pensé en más que en que me veía, y arrimando las espuelas a mi caballo me metí por medio de las filas enemigas.
—¿Y quedó satisfecho el príncipe de vos?
—Así me lo dijo al menos al encargarme que acompañase a París al señor de Chatillon, que ha venido a traer la noticia a la reina y a conducir las banderas conquistadas. «Marchad, me dijo el príncipe; el enemigo tardará quince días en rehacerse. En ese intermedio no os necesito. Dad un abrazo a cuantas personas os quieren por allá, y decid a mi hermana de Longueville que le doy las gracias por el obsequio que en vos me ha hecho». Y he venido, señor conde —añadió Raúl mirándole con una sonrisa de profundo amor—, pareciéndome que tendríais gusto de verme.
Athos cogió de un brazo al joven y le besó en la frente.
—Ya estáis en camino, Raúl —le dijo—; sois amigo de duques, tenéis por padrino a un mariscal de Francia, a un príncipe por capitán, y en este mismo día os han recibido dos reinas: esto para un principiante es magnífico.
—¡Ah! —dijo Raúl interrumpiéndole—. Ahora me acuerdo de una cosa que se me había olvidado entretenido en referiros mis hechos de armas: en el cuarto de su majestad la reina de Inglaterra había un caballero que cuando me oyó pronunciar vuestro nombre dio un grito de sorpresa y alegría; dice que es amigo vuestro, pidióme las señas de esta casa, y va a venir a visitaros.
—¿Cómo se llama?
—No me he atrevido a interrogárselo: pero aunque habla bien el francés, por su acento parece inglés.
—¡Ah! —exclamó Athos.
Y bajó la cabeza como para reunir sus recuerdos. Al levantarla divisó en la puerta a un hombre que le miraba enternecido.
—¡Lord de Winter! —exclamó el conde.
—¡Athos!
Permanecieron abrazados un instante, al cabo del cual, Athos dijo al recién llegado mirándole y cogiéndole las manos:
—¿Qué tenéis, milord? Parece que estáis tan triste como yo alegre.
—Sí, amigo; y añadiré que el veros aumenta los motivos de mi tristeza.
Y Winter miró alrededor suyo, dando a entender que deseaba estar solo. Conoció Raúl que los dos amigos tenían que hablar, y se fue sin afectación.
—Ahora que estamos solos hablemos de vos —dijo Athos.
—Ahora que estamos solos hablemos de nosotros —respondió lord de Winter—. Está aquí…
—¿Quién?
—El hijo de Milady.
Al oír otra vez aquel nombre, que le perseguía como un eco falta, Athos vaciló un momento, frunció ligeramente las cejas y dijo por fin con tranquilidad:
—No lo ignoraba.
—¿Lo sabíais?
—Sí. Grimaud le encontró entre Béthune y Arras y volvió a escape para avisarme —dijo Athos.
—¿Le conocía Grimaud?
—No, pero asistió en su lecho de muerte a un hombre que le conocía.
—¡Al verdugo de Béthune! —exclamó Winter.
—¿Tenéis noticia de ello? —preguntó Athos con extrañeza.
—Acaba de separarse de mí —contestó Winter—, y me lo ha dicho todo. ¡Ay, amigo mío! ¡Qué escena tan horrible! ¿Por qué no ahogamos al hijo con la madre?
Athos, como todas las personas de natural noble, no comunicaba a los demás las impresiones penosas que recibía; antes al contrario, las absorbía en sí mismo y devolvía en cambio esperanzas y consuelos. Parecía que sus dolores personales salían de su corazón transformados para los demás en alegrías.
—¿Qué tenéis? —dijo recobrándose por medio del raciocinio, del terror que al principio había sentido—. ¿No estamos aquí para defendernos? ¿Se ha hecho quizás ese joven asesino de profesión y a sangre fría? Puede haber muerto al verdugo de Béthune en un momento de cólera, pero ya está saciado su furor.
Winter sonrió tristemente y movió la cabeza diciendo:
—¿Ya habéis olvidado lo que es esa sangre?
—¡Bah! —respondió Athos haciendo por sonreír a su vez—. Habrá perdido su ferocidad en la segunda generación. Por otra parte, amigo mío, ya ha dispuesto la Providencia que estemos avisados. No podemos hacer otra cosa que esperar. Esperemos. Entretanto, hablemos de vos como al principio os propuse. ¿A qué habéis venido a París?
—A despachar algunos asuntos importantes que os comunicaré más tarde. Pero ¿sabéis lo que me han dicho delante de S. M. la reina de Inglaterra? Que M. D’Artagnan es cardenalista. Perdonad mi franqueza, amigo mío; no odio al cardenal ni vitupero su conducta; vuestra opinión será siempre sagrada para mí: ¿sois partidario suyo?
—D’Artagnan pertenece al ejército —dijo Athos—; es soldado y está sumiso al poder constituido. Además no es rico, y necesita de su empleo para vivir. Los millonarios como vos, milord, son muy escasos en Francia.
—¡Ah! —interrumpió Winter—. Soy tan pobre como él o quizá más. Pero volvamos a vos.
—Pues bien, ¿queréis saber si soy cardenalista? No, y mil veces no. Perdonad también mi franqueza.
Winter levantóse y se arrojó en brazos de Athos.
—Gracias, conde, gracias por esa feliz noticia. Me rejuvenecéis, me llenáis de contento. ¿Conque no sois cardenalista? ¡No podía ser de otro modo! Permitidme otra pregunta: ¿sois libre?
—¿Qué entendéis por ser libre?
—Quiero decir si no estáis casado.
—¡Oh! ¡Lo que es eso, no! —dijo Athos sonriendo.
—Como he visto a ese joven tan apuesto.
—Cierto: le recogí y le he dado educación: no conoce a sus padres.
—Perfectamente: siempre sois el mismo, Athos; franco y generoso.
—Vamos a ver, milord, ¿qué tenéis que pedirme?
—¿Continuáis siendo amigo de Porthos y Aramis?
—Y también de D’Artagnan, milord. Siempre somos los cuatro inseparables de antaño, más en tratándose de servir al cardenal o luchar contra él, de ser mazarinos o frondistas, nos dividimos en dos partidos.
—¿Es el señor de Aramis del de D’Artagnan? —preguntó lord de Winter.
—No —dijo Athos—. El señor de Aramis me hace el honor de pensar como yo.
—Mucho celebraría que renovaseis mis relaciones con una persona tan amable y de tanto talento.
—Cuando queráis.
—¿Ha variado algo?
—Nada, salvo el haberse hecho religioso.
—¡Qué decís! Habrá renunciado a las arrojadas empresas que solíais acometer.
—Nada de esto —dijo Athos sonriéndose—, nunca ha sido tan mosquetero como desde que pertenece a la Iglesia. Está hecho todo un Galaor. ¿Queréis que vaya Raúl a buscarle?
—Gracias, conde; puede que no se halle en casa. Pero supuesto que respondéis de él…
—Como de mí mismo.
—¿Podríais llevarle mañana a las diez al puente del Louvre?
—¡Cáscaras! —dijo Athos con una sonrisa—. ¿Tenéis algún desafío?
—Sí, conde, un desafío soberbio, al cual espero asistiréis.
—¿Adónde hemos de ir, milord?
—A la habitación de la reina de Inglaterra, la cual me han mandado que os presente a ella, conde.
—¿Luego me conoce S. M.?
—Os conozco yo.
—¡Enigmático estáis! —repuso Athos—. Pero es igual; me basta que vos sepáis de qué se trata. ¿Me haréis el honor de comer conmigo, milord?
—Gracias —contestó Winter—: os confieso que la vista de ese hombre me ha quitado el apetito y me quitará probablemente el sueño. ¿A qué habrá venido a París? Para buscarme, no; porque ignoraba mi viaje. Terror me produce pensar en él; tiene un porvenir de sangre.
—¿Qué es en Inglaterra?
—Uno de los más fanáticos secretarios de Oliver Cromwell.
—¿Qué motivos habrá tenido para unirse a esa causa, siendo católicos sus padres?
—El odio que profesa al rey.
—¡Al rey!
—Sí, el rey le declaró bastardo, quitóle sus bienes y le prohibió usar el apellido Winter.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Mordaunt.
—¡Puritano y disfrazarse de fraile, viajando solo por esos caminos!
—¿De fraile decís?
—Sí; ¿lo ignorabais?
—No sé más que lo que él me ha manifestado.
—Gracias a esa circunstancia (perdóneme Dios si blasfemo) consiguió por casualidad oír en confesión al verdugo de Béthune.
—Ahora lo comprendo todo; trae una misión de Cromwell.
—¿Para quién?
—Para Mazarino; decía muy bien la reina, se han adelantado a nosotros. Todo queda explicado para mí. Adiós, conde, hasta mañana.
—La noche está muy tenebrosa —dijo Athos conociendo que lord Winter sentía en sus adentros una inquietud mayor que la que manifestaba—, y acaso no habréis traído lacayos.
—Me acompaña Tomy, un excelente muchacho, pero algo simple.
—¡Hola! Olivain, Grimaud, Blasois, coged los mosquetes y llamad al señor vizconde.
Blasois era aquel muchacho medio lacayo medio labriego que vimos por primera vez en el castillo de Bragelonne, yendo a avisar a su amo que estaba la comida en la mesa. Athos habíale bautizado con el nombre de su provincia.
Cinco minutos después de darse esta orden entró Raúl.
—Vizconde —le dijo Athos—, acompañad a milord hasta su posada, y no dejéis que se le acerque nadie.
—¡Ah, conde! —dijo Winter—. ¿Por quién me tomáis?
—Por un extranjero que desconoce París, y a quien enseñará el vizconde el camino.
Winter le dio un apretón de manos.
—Grimaud —repuso Athos—, ponte a la cabeza de la tropa y cuidado con el fraile.
Estremecióse Grimaud, movió la cabeza, y esperó el instante de echar a andar, acariciando con silenciosa elocuencia la culata de su mosquete.
—Hasta mañana, conde —dijo Winter.
—Sí, milord.
Con esto partió la pequeña tropa hacia la calle de San Luis. Olivain temblaba como Sosia a cada reflejo equívoco de luz. Blasois iba bastante sereno, porque ignoraba que se corriese el menor peligro; Tomy miraba a derecha e izquierda, mas sin pronunciar una palabra, por la sencilla razón de que no sabía francés.
Winter y Raúl iban juntos conversando.
Grimaud, que iba delante según las órdenes de su amo, con un hachón en una mano, y el mosquete en la otra, llegó a la posada de Winter, llamó a la puerta, y cuando abrieron, saludó a milord sin despegar los labios.
Del mismo modo dieron la vuelta: los penetrantes ojos de Grimaud nada sospechoso vieron, excepto una especie de sombra emboscada en la esquina de la calle Guenegaud, y del muelle, que ya a la ida creyó haber observado. Dirigióse al fantasma, pero antes de poder alcanzarle, había desaparecido la sombra por un callejón en que Grimaud creyó prudente no internarse.
Después de dar cuenta a Athos del éxito de su expedición, como eran las diez de la noche, cada cual se retiró a su dormitorio.
A la mañana siguiente, al despertar, vio el conde a Raúl a su cabecera. El joven vizconde estaba completamente vestido, leyendo un libro recientemente publicado por Chapelain.
—Pronto os habéis levantado, Raúl dijo el conde.
—Sí, señor —contestó el joven vacilando un instante—. He dormido mal.
—¡Vos, Raúl! ¿Habéis dormido mal? ¿Qué ideas os quitan el sueño?
—Vais a decir, señor conde, que me doy mucha prisa en alejarme de vos, cuando apenas acabo de llegar, pero…
—Pues qué, ¿no tenéis más que dos días de licencia?
—Tengo diez, y por lo tanto no es al campamento donde quiero ir.
Athos sonrió.
—¿Y puede saberse adónde? Ya habéis entrado en acción, sois casi un hombre, y tenéis derecho de ir donde queráis sin necesidad de decírmelo.
—Jamás —dijo Raúl—; mientras tenga la fortuna de que seáis mi protector, jamás me creeré con derecho a emanciparme de una tutela que me es tan apreciable. Deseaba ir a pasar un día a Blois… Me estáis mirando y os vais a reír de mí.
—Al contrario —dijo Athos conteniendo un suspiro—; no me río, vizconde. Queréis volver a Blois, es cosa muy natural.
—¿Conque me dais licencia? —exclamó Raúl con alegría.
—Ciertamente.
—¿Y no estáis incomodado?
—No tal.
—¡Qué bueno sois! —exclamó el joven, que no se arrojó por respeto en brazos de su protector.
Athos se le aproximó con los brazos abiertos.
—¿Me podré marchar al momento?
—Cuando gustéis.
—Una cosa me ocurre. Siendo la señora duquesa de Chevreuse la que me buscó la recomendación para el príncipe de Condé…
—Debéis ir a darle las gracias, ¿no es verdad?
—Así me parece… No obstante, vos diréis…
—Pasad por el palacio de Luynes y preguntad si puede recibiros. Veo con agrado que no olvidáis los deberes de la cortesía; Grimaud y Olivain irán con vos.
—¿Los dos, señor conde?
—Sí.
Raúl hizo un saludo y salió.
Athos dio un suspiro, y al oírle llamar alegremente a los lacayos pensó:
—Pronto me abandona, pero obedece a la ley natural. Tal es nuestra naturaleza; siempre miramos adelante. No hay duda de que ama a esa niña. Pero ¿disminuirá por eso el amor que a mí me tiene?
Y Athos confesóse a sí mismo que no había contado con tan repentina ausencia.
A las diez estaban hechos todos los preparativos para la marcha. Estaba Athos mirando a Raúl montar a caballo, cuando se le acercó el lacayo a manifestarle de parte de la duquesa de Chevreuse, que, habiendo sabido esta señora el regreso de su joven protegido y su comportamiento en la batalla, deseaba felicitarle.
—Decid a la señora duquesa —contestó Athos—, que el señor vizconde estaba montando a caballo para ir al palacio de Luynes.
En seguida, y después de repetir sus encargos a Grimaud, Athos hizo un ademán a Raúl indicándole que podía marchar.
Pensándolo bien, no le pareció del todo desacertado que Raúl se alejase de París en aquellos momentos.