CAPÍTULO
XLV
Otra reina solicitando auxilio
Desde por la mañana había enviado Athos un recado a Aramis, enviándole una carta por medio de Blasois, que era el único sirviente que le quedaba. Blasois encontró a Bazin poniéndose el ropón de bedel, porque aquel día había función en Nuestra Señora. Llevaba Blasois la misión de hablar al mismo Aramis, y ateniéndose a su consigna, con su candidez característica, preguntó por el padre Herblay, y a pesar de que Bazin le dijo que no estaba en casa, insistió de tal modo que el bedel fue montado en cólera. Blasois, sin hacer caso de sus palabras, se empeñó en pasar adelante creyendo que el individuo con quien hablaba tendría todas las virtudes que exigía su traje, entre las que se cuentan la paciencia y la caridad cristiana.
Pero Bazin, que cuando se incomodaba volvía a sus antiguos usos de criado de mosquetero, tomó una escoba y emprendió a palos con Blasois, diciendo:
—Habéis insultado a la Iglesia, amiguito, habéis insultado a la Iglesia.
En aquel instante apareció Aramis entreabriendo con precaución la puerta de su alcoba, para averiguar la causa de tan extraordinario ruido.
Dejó Bazin respetuosamente su escoba, y Blasois sacó la carta del bolsillo, dirigiendo una mirada de reconvención al cancerbero, y se la entregó a Aramis.
—¡Del conde de la Fère! —exclamó éste—. Bien está.
Y volvió a su cuarto, sin preguntar siquiera la causa de la disputa.
Blasois se encaminó entristecido a la fonda del Gran rey Carlo-Magno. Athos le pidió cuenta de su comisión y el criado refirió su aventura.
—¡Cómo, necio! —dijo Athos riéndose—. ¿No manifestaste que ibas de parte mía?
—No, señor.
—¿Y qué dijo Bazin al saber que eras mi criado?
—¡Oh! Entonces me pidió mil perdones y me obligó a beber un par de vasos de excelente moscatel, acompañado de algunos bizcochos no menos exquisitos; pero lo mismo da; es un hombre atroz. Siendo… ¡qué vergüenza!
—Está bien —dijo Athos entre sí—; si ha recibido Aramis la epístola, es seguro que irá a la cita.
A las diez en punto se hallaba el conde en el puente de Louvre con su habitual exactitud. Lord de Winter llegó casi al mismo tiempo que él.
Pasaron diez minutos y el inglés empezó a manifestar temores de que no fuese Aramis.
—Paciencia —dijo Athos sin separar la vista de la calle de Bac—; paciencia, aquí viene un religioso… da un empujón a un hombre y saluda a una mujer; Aramis debe de ser.
Y era él efectivamente; un menestral que pasaba a un lado le había salpicado de barro, Aramis le envió de un puñetazo a diez pasos de distancia. Acertando a pasar al mismo tiempo una penitente suya, joven y linda, el ex mosquetero la saludó con agradable sonrisa.
Un instante después se reunía a sus amigos.
Excusado es enumerar los apretados abrazos que recíprocamente se dieron él y Winter.
—¿Adónde vamos? —dijo Aramis—. ¿A algún desafío? ¡Voto a cribas! No traigo acero y tendré que volver por él a casa.
—No —dijo Winter—; vamos a visitar a S. M. la reina de Inglaterra.
—¡Hola! Perfectamente —repuso Aramis—; ¿y qué fin tiene esa visita? —continuó acercándose a Athos.
—Maldito si lo sé; quizá será para prestar alguna declaración.
—Como no sea referente a aquel endemoniado negocio… En tal caso, no iría de muy buena gana, porque siempre sería para oír algún sermón, y desde que se los echo a los demás, no me gusta que me los echen.
—Si fuese así —observó Athos—, no nos llevaría lord de Winter a presencia de S. M., puesto que a él también le tocaría su parte.
—¡Ah! Es cierto. Adelante, pues.
Lord de Winter fue el primero que entró cuando llegaron al Louvre; sólo un portero guardaba la puerta. Athos, Aramis y Winter pudieron notar a la luz que entraba por los balcones, la espantosa desnudez de la habitación concedida por una avara caridad a la infeliz soberana. Grandes habitaciones sin muebles; paredes estropeadas en que brillaban los pocos restos de las antiguas molduras de oro que habían resistido el abandono; balcones cuyas vidrieras no encajaban ni tenían cristales, una completa falta de alfombras, guardias y criados; he aquí el espectáculo que se presentó a Athos y que éste hizo notar silenciosamente a su compañero, dándole un codazo y echando una ojeada a aquella miseria.
—Mejor habitación tiene Mazarino —dijo Aramis.
—Mazarino casi es rey —respondió Athos— y Enriqueta de Francia casi no es reina.
—Si deseaseis lucir en las sociedades con esas agudezas de ingenio, Athos, algo más brillaríais que el pobre señor de Voiture.
Athos se sonrió.
Con mucha impaciencia debía aguardarles la reina, porque al primer ruido que oyó en la habitación que precedía a su aposento, salió a la puerta para recibir a los cortesanos de su infortunio.
—Entrad y sed bien venidos, caballeros —les dijo.
Hiciéronlo así los caballeros y se quedaron de pie; pero a un ademán de la reina para que se sentasen, Athos dio el ejemplo de la obediencia. Su seriedad y tranquilidad contrastaban con la irritación de Aramis, a quien enfurecía aquella miseria regia y cuyos ojos chispeaban a cada nueva muestra de ella que advertía.
—¿Estáis observando el lujo de mi habitación, caballero? —preguntó la reina echando una triste ojeada a su alrededor.
—Señora —dijo Aramis—, perdone Vuestra Majestad; pero no puedo disimular mi indignación al ver cómo se trata en la corte de Francia a la hija de Enrique IV.
—¿Ejerce este caballero la profesión de las armas? —preguntó la reina a lord de Winter.
—Se llama el padre Herblay —respondió éste. Aramis se ruborizó y dijo:
—Verdad es que soy religioso, señora; pero lo soy contra mi voluntad; jamás he tenido vocación al alzacuello, ni la sotana se ciñe a mi cuerpo por más de un botón. Siempre estoy dispuesto a volver a mi antigua profesión de mosquetero. No sabiendo que tendría el honor de visitar a V. M. me puse esta mañana los hábitos; pero no dejaré de ser por eso un hombre enteramente decidido a servir a V. M., por difícil que sea lo que ordene.
—El caballero de Herblay —repuso Winter— es uno de los valientes mosqueteros de que he hablado a V. M.
Y señalando a Athos, continuó:
—En cuanto al señor, es el noble conde de la Fère, de cuya alta reputación está V. M. tan bien informada.
—Caballeros —dijo la reina—, hace algunos años veíame yo cercada de caballeros, tesoros y ejércitos; una señal mía lo ponía todo en movimiento para servirme. Miradme hoy, y sin duda os quedaréis asombrados, para llevar a término un plan que debe salvar mi vida, sólo puedo disponer de lord de Winter, persona que hace veinte años es mi amigo, y de vos, señores, a quienes veo hoy por vez primera, conociéndonos sólo como compatriotas.
—Quedaréis satisfecha, señora —dijo Athos haciendo una gran reverencia—, si la vida de tres hombres puede salvar la vuestra.
—Gracias, señores. Pero escuchadme, no sólo soy la más miserable de las reinas, sino también la madre más desdichada, la esposa más desesperada, dos de mis hijos, el duque de York y la princesa Carlota, están lejos de mí, expuestos a las asechanzas de los ambiciosos y de sus adversarios; el rey mi marido arrastra en Inglaterra una existencia tan dolorosa, que aún me quedo corta afirmando que busca la muerte como un término a sus males. Aquí está, señores, la epístola que me ha remitido por conducto de lord de Winter. Leedla. Athos y Aramis trataron de excusarse.
—Leedla —repitió la reina.
Entonces leyó Athos en voz alta la carta en que preguntaba el rey Carlos, si Francia le concedería hospitalidad. Al acabar su lectura dijo:
—Y la contestación ha sido…
—Una negativa —dijo la reina. Los dos amigos se miraron con amarga sonrisa.
—¿Qué hemos de hacer ahora, señora? —dijo Athos.
—¿Os inspiran alguna piedad tantas desgracias? —preguntó la reina conmovida.
—He tenido el honor de preguntar a V. M. qué es lo que quiere que hagamos el señor de Herblay y yo por servirla: estamos dispuestos.
—¡Ah! ¡Noble es efectivamente vuestro corazón! —exclamó la reina abandonándose a su gratitud, en tanto que Winter la miraba como diciéndole—: ¿no os había respondido yo de ellos?
—¿Y vos, caballero? —preguntó la reina a Aramis.
—Yo, señora —contestó éste—, sigo al señor conde, aunque sea a buscar la muerte, sin preguntarle la razón; pero tratándose de servir a V. M. —añadió mirando a la reina con toda su gracia juvenil—, entonces le precedo.
—Pues bien, caballeros —dijo la reina—, siendo así, estando dispuestos a consagraros al servicio de una pobre princesa abandonada por todo el mundo, os diré lo que pretendo. El rey se halla solo con algunos caballeros, que a cada momento está temiendo perder, y en medio de escoceses que le inspiran desconfianza, aunque él también sea escocés. No tengo un momento de reposo, señores, desde que lord de Winter se ha separado de él. Ahora bien: mucho os solicito, tal vez porque carezco de títulos para ello: pasad a Inglaterra, uníos al rey, sed amigos suyos, velad sobre él, marchad a su lado en los combates, rodeadle en el interior de su casa, donde amenázanle peligros, más terribles que los del campo de batalla; y a cambio de ese sacrificio, señores, os prometo… no recompensaros, pues me parece que esta palabra os ofendería, sino amaros como una hermana y preferiros a cuanto no sea mi marido y mis hijos; ¡lo juro en presencia de Dios!
Y la reina alzó lenta y solemnemente los ojos al cielo.
—Señora —dijo Athos—, ¿cuándo hemos de partir?
—¡Consentís! —exclamó con júbilo Enriqueta.
—Sí, señora. Pero me parece que V. M. se excede ofreciéndonos una amistad tan superior a nuestros servicios. Servir a un príncipe tan desgraciado y a una reina tan virtuosa, es servir a Dios, señora. Vuestros somos en cuerpo y alma.
—¡Ah! —dijo la reina enternecida hasta el punto de llorar—. Este es el primer momento de júbilo y de esperanza que he disfrutado en el espacio de cinco años. Sí, a Dios servís, y como mi poder es sobrado mezquino para poder pagar tal favor, él es quien os recompensará; él, que lee en mi corazón todo el agradecimiento que le profeso, todo el que vos me inspiráis. Salvad a mi marido, salvad al rey, y aun cuando no os mueva el premio que en la tierra podáis recibir por tan bella acción, permitidme esperar que os volveré a ver para daros en persona las gracias. Aquí permaneceré aguardándoos. ¿Tenéis que hacerme algún encargo? Desde este momento somos amigos, y ya que trabajáis para mí, justo es que yo me encargue de vuestros negocios.
—Nada solicito a V. M., señora —dijo Athos—, sino sus oraciones.
—Y yo —dijo Aramis—, soy solo en el mundo, y a nadie tengo que servir más que a V. M.
Dioles la reina a besar la mano y dijo en voz baja a Winter:
—No vaciléis, milord; si os falta dinero, romped las alhajas que os he dado, sacad los diamantes y vendédselos a un judío, siempre os darán por ellos unas sesenta mil libras; gastadlas si es necesario, para que estos caballeros sean tratados como merecen, como reyes.
Tenía la reina preparadas dos epístolas, una de su mano y otra de su hija la princesa Enriqueta. Ambas iban dirigidas al rey Carlos. Dio una de ellas a Athos y otra a Aramis, a fin de que si les alejaba algún incidente casual, pudiera el rey conocerles: después de esto se retiraron los caballeros.
Al pie de la escalera se detuvo Winter y dijo:
—Marchad por un lado y yo iré por otro para no infundir sospechas, y esta noche nos reuniremos en la puerta de San Dionisio. Marcharemos con nuestros caballos hasta donde podamos y luego tomaremos la posta. Por última vez os doy las gracias, amigos míos, en mi nombre y en el de la reina.
Después de darse los tres caballeros un apretón de manos, Winter tomó por la calle de San Honorato y Athos quedóse solo con Aramis.
—¿Qué opináis de esto, querido conde? —preguntó Aramis.
—Mal.
—¿Pues no habéis acogido el proyecto con entusiasmo?
—Como acogeré siempre la defensa de un gran principio, querido Herblay. Los reyes sólo pueden ser poderosos por la nobleza, pero la nobleza sólo puede ser grande por los reyes. Sostener la monarquía es sostenernos a nosotros mismos.
—Vamos a que nos asesinen —respondió Aramis—. Odio a los ingleses; la cerveza les hace groseros.
—¿Y sería mejor quedarnos aquí y hacer una visita a la Bastilla o a la torre de Vincennes por haber favorecido la fuga del señor de Beaufort? Creedme, Aramis; no hay que apurarse. O vamos a la cárcel o nos portamos como héroes. La elección no es dudosa.
—Cierto, mas en toda clase de negocios hay que contar con una cosa muy despreciable, pero muy necesaria. ¿Tenéis dinero?
—Unos cien doblones que me envió un arrendatario la víspera de mi salida de Bragelonne. Pero tengo que dejar la mitad a Raúl; un joven debe vivir conforme a su clase. De modo que poseo cincuenta doblones poco más o menos. ¿Y vos?
—Yo estoy seguro de que aun cuando registre todos mis bolsillos y revuelva todos los cajones de mi casa, no hallaré diez luises. Afortunadamente lord de Winter es rico.
—Lord de Winter está arruinado, pues Cromwell es quien cobra sus rentas.
—Aquí sí que nos vendría bien el barón Porthos —dijo Aramis.
—Y D’Artagnan —agregó Athos.
—¡Vaya un bolsillo repleto!
—¡Vaya espada temible!
—¿Queréis que les hablemos?
—No podemos disponer el secreto, Aramis; creedme, no se lo digáis a nadie. Además que dando semejante paso parecería que no teníamos fe en nuestras propias fuerzas, y esto es bueno para que lo sintamos para internos, pero no para que lo manifestemos.
—Decís bien. ¿Qué pensáis hacer hasta la noche? Yo me veo obligado a aplazar dos asuntos.
—Si su naturaleza lo permite…
—No hay otro remedio.
—¿Y cuáles son?
—El primero dar una estocada al coadjutor, a quien hallé anoche en casa de la señora de Rambouillet y estuvo conmigo algo inconveniente.
—¡Hombre, un lance entre dos clérigos! ¡Un duelo entre colegas!
—¿Qué queréis, amigo? Él es espadachín, y yo también; los dos buscamos aventuras. Si a él le pesa la sotana, yo también estoy harto de ella, y en fin, a veces me figuro que el coadjutor es Aramis, y yo soy el coadjutor, tanto nos parecemos. Esta especie de Socia me fastidia tanto como me estorba; además es un alborotador que perderá a nuestro partido. Estoy seguro de que si yo le diera un bofetón como el que le di esta mañana al hombre que me llenó de barro, variaría el aspecto de nuestros asuntos.
—Y yo creo, amigo Aramis —respondió tranquilamente Athos—, que lo único que variaría con ese bofetón sería el aspecto del señor de Retz. Dejemos las cosas como están: ni uno ni otro podéis disponer de vuestro brazo; vos sois de la reina de Inglaterra; él de la Fronda. Conque si el segundo negocio no tiene más importancia que el primero…
—¡Oh! El segundo es muy importante…
—Pues id a despacharlo.
—Desgraciadamente no puede ser ahora, sino de noche, enteramente de noche.
—Comprendo —dijo Athos sonriéndose—, a las doce poco más o menos.
—Pues…
—De modo que puede deferirse y vos lo diferiréis teniendo tan buena excusa para dar cuando volváis.
—Si vuelvo.
—Y si no volvéis, ¿qué os importa? Poneos en razón, Aramis; ya no sois un niño.
—¡Harto lo siento! ¡Ah! ¡Si lo fuera!
—No haríais pocas locuras —dijo Athos.
—Pero es preciso que nos separemos; tengo que hacer dos visitas y escribir una epístola; id a buscarme a las ocho, o si queréis os esperaré a comer a las siete.
—Muy bien; yo tengo que hacer veinte visitas y escribir otras tantas cartas.
Con esto separáronse. Athos fue a casa de la señora de Vendóme, dejó su nombre en la de Chevreuse, y escribió a D’Artagnan lo siguiente:
Apreciable amigo: Parto con Aramis para un negocio importante. Quisiera despedirme de vos, pero me falta tiempo. Os escribo para repetiros cuánto os aprecio.
Raúl ha marchado a Blois e ignora mi viaje. Velad por él lo mejor que podáis durante mi ausencia, y si por casualidad no tuvieseis noticias mías de aquí a tres meses, manifestadle que abra un paquete sellado con sobre para él, que encontrará en Blois en la caja de Bronce, cuya llave os envío.
Dad un abrazo a Porthos por mí y por Aramis. Hasta la vista, si lo permite el Cielo.
Terminada esta carta la envió a su destino por medio de Blasois.
Aramis fue a la cita a la hora señalada; iba vestido de caballero, y llevaba ceñida la antigua espada que tantas veces había sacado y tan dispuesto estaba a sacar siempre.
—Me parece —dijo Aramis— que hacemos mal en marcharnos así, sin poner dos letras de despedida a D’Artagnan y Porthos.
—Ya lo he hecho, yo en vuestro nombre y en el mío.
—Sois admirable; nada se os oculta.
—¿Y estáis enteramente resuelto a hacer el viaje?
—Sí, lo he reflexionado bien y me gusta salir de París en estos momentos.
—A mí también —contestó Athos—; lo único que siento es no haber dado un abrazo a D’Artagnan; pero ese demonio es tan astuto que hubiera adivinado nuestros proyectos.
Blasois penetró en la habitación con la comida, y dijo:
—Señor, aquí está la respuesta del señor de D’Artagnan.
—Yo no te dije que tuviera contestación, necio.
—Es verdad, y me venía sin esperarla, pero el señor de D’Artagnan me mandó llamar y me entregó esto.
Blasois presentó a Athos un saquito de cuero bastante abultado. Abriólo el conde y sacó de él una carta que decía:
Querido conde:
Cuando se hace un viaje, sobre todo si ha de durar tres meses, nunca sobra el dinero; acordándome, pues, de nuestros apuros de otros tiempos, os remito en esa bolsa la mitad de mi caudal, que es lo que he podido arrancar a Mazarino. Os suplico que no hagáis mal uso de ese dinero.
Dios permitirá que nos volvamos a ver; con vuestro corazón y vuestra espada se va seguro a todas partes.
Hasta la vista, pues, redondamente.
Creo inútil manifestaros que desde que vi a Raúl le amé como un hijo; sin embargo, pido sinceramente a Dios no tener que hacer con él las veces de padre, por mucho que este título me enorgulleciera.
Vuestro amigo,
D’ARTAGNAN.
P. D. Van los cincuenta luises, en la inteligencia de que tanto son vuestros como de Aramis y de Aramis como vuestros.
Sonrióse Athos, y sus ojos se empañaron con una lágrima.
D’Artagnan, a quien siempre había querido tiernamente, le pagaba su cariño, a pesar de la diferencia de pareceres.
—Cincuenta luises cabales —dijo Aramis vaciando el bolsillo sobre la mesa—, y todos del rey Luis XIII. ¿Qué pensáis hacer con este dinero, conde? ¿Os quedáis con él o lo devolvéis?
—Quédome con él, Aramis; y aunque no lo necesitase haría lo mismo. Lo que se ofrece de buena voluntad debe aceptarse sin escrúpulo. Tomad veinticinco luises y dadme el resto.
—Está bien: me alegro de que seáis de mi opinión.
—Conque ¿nos marchamos?
—Cuando gustéis; ¿no tenéis lacayo?
—No: ese estúpido de Bazin cometió la necedad de entrar de bedel en Nuestra Señora, y no puede abandonar su puesto.
—Aceptad a Blasois, que de nada me aprovecha, puesto que Grimaud está de vuelta.
—Corriente —dijo Aramis.
En aquel momento se presentó Grimaud en la puerta.
—Listo —dijo con su acostumbrado laconismo.
—Vamos —respondió Athos.
Ya estaban, en efecto, ensillados los caballos. Montaron los dos amigos, y los lacayos hicieron lo propio.
Al revolver una esquina encontraron a Bazin, que se les acercó echando los bofes.
—¡Gracias a Dios que llego a tiempo! —dijo acercándose a Aramis.
—¿Qué pasa?
—El señor Porthos sale en este momento de casa y ha dejado esto para vos, diciendo que es urgente y que debíais recibirlo antes de marchar.
—Perfectamente —dijo Aramis, tomando un bolsillo que le presentaba Bazin—, ¿qué es esto?
—Una carta, padre.
—Te he dicho que si me das otro dictado que el de caballero, te voy a triturar las costillas. A ver esa carta.
—¿Pretendéis leerla? —preguntó Athos—. La noche está oscura como boca de lobo.
—Esperad un instante —dijo Bazin.
Y echando yesca encendió una cerilla que le servía para prender los cirios de la iglesia.
Al resplandor de la cerilla, leyó Aramis lo que sigue:
Querido Herblay:
Me acaba de decir D’Artagnan, dándome un abrazo de parte vuestra y del conde de la Fère, que vais a poneros en camino para una expedición que tal vez durará dos o tres meses; como sé que no os gusta pedir dinero a vuestros amigos, yo os lo ofrezco; ahí van doscientos doblones de que podéis disponer y que me devolveréis cuando os sea posible. No creáis que esto sea una privación para mí; si llego a necesitar dinero, lo mandaré traer de cualquiera de mis posesiones sólo en Bracieux tengo veinte mil libras en oro. Si no os remito más es por miedo de que no aceptéis una cantidad demasiado fuerte.
Me dirijo a vos, porque ya sabéis que el conde de la Fère siempre me ha causado, sin querer, algún respeto, a pesar de lo mucho que le quiero; pero lo que os ofrezco a vos, se lo ofrezco a él al mismo tiempo.
Soy, como creo que no dudaréis, vuestro afectísimo amigo,
DU-VALLON DE BRACIEUX DE PIERREFONDS.
—¿Qué decís a esto? —preguntó Aramis.
—Que es casi un sacrilegio, amigo Herblay, dudar de la Providencia teniendo tales amigos. Repartámonos los doblones de Porthos como los luises de D’Artagnan.
Hecha la distribución a la luz de la cerilla de Bazin, emprendieron su marcha los dos amigos.
Un cuarto de hora después estaban en la puerta de San Dionisio, donde les aguardaba Winter.