CAPÍTULO

XXI

Lo que contenían los pasteles del sucesor del tío Marteau

Media hora después volvió La-Ramée, con el buen humor natural del que acaba de comer bien y de beber mejor. Los pasteles habíanle parecido excelentes y el vino delicioso.

El día estaba espléndido y se presentaba muy favorable para el proyectado partido; el juego de pelota de Vicennes estaba al aire libre, y era, por lo tanto, muy fácil hacer lo que Grimaud había encargado al duque.

Sin embargo, hasta que tocaron las dos no se mostró demasiado torpe, porque aquella era la hora convenida. No dejó por eso de perder todos los juegos, tomando de aquí pie para encolerizarse y para ir de mal en peor, según siempre sucede.

A las dos empezaron las pelotas a encaminarse hacia el foso, con no poca satisfacción de La-Ramée, que se apuntaba quince tantos por cada una que encolaba el duque. Mas tantas pelotas se encolaron, que a lo mejor se quedaron los jugadores sin poder proseguir su diversión. La-Ramée propuso entonces enviar a buscarlas al foso, pero el duque hizo la juiciosa observación de que se perdería mucho tiempo, y acercándose a la muralla, que por aquel paraje tenía por lo menos, como dijo el oficial, cincuenta pies de altura, divisó a un hombre trabajando en uno de los muchos jardinillos que cultivaban los aldeanos en las inmediaciones del foso.

—¡Hola, amigo! —dijo el duque.

El hombre alzó la cabeza, y el duque estuvo a punto de lanzar una exclamación de sorpresa al reconocer en aquel aldeano, en aquel jardinero, al conde de Rochefort, a quien suponía preso en la Bastilla.

—¿Qué pasa por ahí arriba? —preguntó el hombre.

—Haced el favor de echarme esas pelotas —contestó el duque.

El jardinero movió la cabeza y púsose a arrojar pelotas, que iban recogiendo La-Ramée y los guardias.

Una de ellas cayó tan cerca del duque, que conociendo éste que iba expresamente dirigida a él, la recogió y guardóla en el bolsillo. Haciendo en seguida al jardinero un ademán de gracias, volvió a su juego.

Mas el duque estaba en mal día; las pelotas continuaban desfilando por derecha e izquierda, en vez de conservarse en los límites del juego: dos o tres de ellas volvieron a caer en el foso, y como no se hallaba allí el jardinero para arrojarlas otra vez, hubo de considerarlas como perdidas. Últimamente el duque dijo que le daba vergüenza de lo mal que lo hacía, y que no quería seguir.

La-Ramée no cabía en sí de orgullo por haber vencido tan completamente nada menos que a un príncipe de la sangre.

El príncipe volvió a su habitación y se acostó. Casi todo el día lo pasaba echado desde que carecía de libros.

La-Ramée cogió los vestidos del príncipe so pretexto de que se hallaban llenos de polvo, y que iba a mandar que los limpiasen; pero en realidad era para que el príncipe no pudiera moverse de la cama. El buen La-Ramée era hombre prevenido.

Afortunadamente, el príncipe tuvo tiempo para esconder la pelota debajo de la almohada.

Así que se marchó La-Ramée, cerrando de paso la puerta, rompió el duque el forro de la pelota con los dientes, porque no le habían dejado ningún instrumento cortante; las hojas de los cuchillos que empleaba para comer eran de plata, muy delgadas, y no tenían filo.

Debajo del forro había un papel que contenía las siguientes líneas:

Señor: Vuestros amigos están alerta; se acerca la hora de vuestra libertad. Pedid pasado mañana para comer un pastel de la tienda inmediata, que hace pocos días ha mudado de dueño; su actual poseedor no es otro que Noirmond, vuestro mayordomo; no abráis el pastel hasta que os encontréis solo; espero que quedéis satisfecho de su contenido.

El más apasionado servidor de vuestra alteza, en la Bastilla como en todas partes.

CONDE DE ROCHEFORT.

P. D. Vuestra alteza puede confiar enteramente en Grimaud, muchacho de suma penetración y no menor adhesión a nuestro partido.

El duque de Beaufort, a quien habían puesto de nuevo lumbre para calentarse, luego de renunciar a la pintura, quemó la carta, como había quemado, aunque con más sentimiento, la de madame de Montbazon e iba a hacer lo mismo con la pelota, cuando ocurriósele que podía serle útil para contestar a Rochefort.

Al ruido de sus pasos entró La-Ramée, cuya vigilancia no disminuía un momento, y preguntó:

—¿Necesita el señor algo?

—Tenía frío —contestó el duque—, y estaba atizando la lumbre; no ignoras que los aposentos de la torre de Vincennes tienen fama de frescos. Se puede guardar hielo en ellos, y en algunos se coge salitre. Las habitaciones en que murieron Puy-Laurens, el mariscal Ornano, y mi tío el gran prior, valían por este concepto lo que pesan en arsénico, según dijo madame de Rambouillet.

Y el duque volvió a acostarse, metiendo la pelota debajo de la almohada. La-Ramée se sonrió; el oficial tenía un fondo excelente; había tomado cariño a su ilustre prisionero, y habría sentido mucho cualquier desgracia que le hubiera sucedido. Y como no se podían negar las desgracias acaecidas a los tres personajes que había nombrado el duque, le dijo:

—Señor, no tengáis semejantes ideas. Esos pensamientos son los que matan, y no el salitre.

—Bueno es eso —contestó el duque—; si yo pudiera ir como vos a comer pasteles y beber vino de Borgoña a casa del sucesor del tío Marteau, estaría más distraído.

—En verdad, señor —contestó La-Ramée—, que los pasteles son superiores y el vino soberbio.

—Por poco que valgan su bodega y su cocina —repuso el duque— serán preferibles a las de M. de Chavigny.

—¿Y por qué no los probáis? —dijo La-Ramée, cayendo incautamente en el lazo—. Esta mañana le he prometido que seríais su parroquiano.

—Hombre, dices bien —respondió el duque—; si he de estar aquí toda mi vida, como ha tenido la amabilidad de insinuar monseñor Mazarino, necesito buscar alguna distracción para cuando sea viejo, y no me parece mal hacerme gastrónomo.

—Tomad mi consejo, señor —dijo La-Ramée—; no esperéis a ser viejo.

—Bueno —dijo para sí Beaufort—; todo hombre tiene uno o dos pecados capitales para perder su cuerpo y su alma; parece que el amigo La-Ramée inclínase a la gula: no lo echaré en saco roto.

Y repuso en voz alta:

—Querido La-Ramée, creo que pasado mañana es fiesta.

—Sí, señor, Pascua de Pentecostés.

—¿Queréis darme una lección?

—¿De qué?

—De gastronomía.

—Con mucho gusto, señor.

—Pero una lección en regla y a solas. Enviaremos a los guardias a comer a la cantina de Chavigny, y tendremos aquí un banquete, cuya dirección os encargo.

—¡Hum! —murmuró La-Ramée.

La oferta era tentadora, pero La-Ramée, a pesar de la idea desventajosa que su presencia había inspirado al cardenal, tenía experiencia y veía todos los lazos que puede armar un prisionero. El príncipe había dicho que tenía a su disposición cuarenta medios para escaparse. ¿Habría engaño en aquella proposición?

Después de reflexionar un instante, resolvió encargar en persona los manjares y el vino, para que no pudiesen contener los primeros ninguna clase de polvos, ni el segundo ningún licor exótico. Respecto a embriagarle, no podía el duque tener tal pretensión: sólo el pensarlo hizo asomar una sonrisa a los labios de La-Ramée; luego ocurriósele un recurso que lo conciliaba todo.

El duque observaba con bastante inquietud el monólogo íntimo de La-Ramée, que se iba traduciendo en su semblante; al fin se despejó el rostro del oficial.

—¿En qué quedamos? —preguntó el duque.

—Acepto con una condición.

—¿Qué condición?

—Que Grimaud nos sirva a la mesa.

No podía La-Ramée proponer al duque cosa que más le conviniera. Éste, sin embargo, tuvo bastante fuerza de voluntad para dar a su cara una expresión de disgusto.

—¡Vaya al diablo Grimaud! —dijo—. Nos va a aguar la fiesta.

—Le mandaré que se ponga detrás de vuestra alteza, y como no despega los labios, vuestra alteza no lo verá ni lo oirá, pudiendo figurarse, con algo de buena voluntad, que está a cien leguas de distancia.

—Amigo mío —dijo el duque—, ¿sabéis lo que saco en limpio de todo esto? Que desconfiáis de mí.

—Señor, pasado mañana es Pascua.

—¿Y qué? ¿Teméis que baje el Espíritu Santo, en forma de lengua de fuego, para abrirme las puertas de mi encierro?

—No, señor; pero ya os he dicho lo que ha profetizado ese maldito mágico.

—¿Y qué ha profetizado?

—Que no pasará el primer día de la Pascua sin que Vuestra Alteza esté fuera de Vincennes.

—¿Crees tú en los mágicos, necio?

—No me importan un comino, pero monseñor Giulio tiene la debilidad de ser supersticioso como buen italiano.

El duque encogióse de hombros.

—Enhorabuena —dijo con una indiferencia perfectamente fingida—; acepto a Grimaud, porque comprendo que no hay otro remedio; pero que no venga nadie más que él. A vuestro cargo queda todo: encargad el banquete como gustéis; el solo plato que yo designo es uno de esos pasteles de que me habéis hablado. Encargadlo expresamente para mí, a fin de que el sucesor de tío Marteau eche el resto, y manifestarle que seré su parroquiano, no sólo mientras esté aquí, sino cuando salga.

—¿Luego aún tenéis esperanza de salir? —preguntó La-Remé.

—Es claro —replicó el príncipe—; aunque no sea más que cuando muera Mazarino: tengo quince años menos que él. Es cierto —añadió sonriéndose—, que en Vincennes se vive más de prisa.

—¡Señor! —dijo La-Ramée.

—O se muere más pronto, es igual —añadió el duque.

—Señor —dijo La-Ramée—, voy a encargar la comida.

—¿Creéis sacar algún partido de vuestro discípulo de gastronomía?

—Así lo espero, señor.

—Si te da tiempo para ello —murmuró el duque.

—¿Qué dice, señor?

—Digo que no reparéis en gastos, ya que el señor cardenal tiene a bien pagar nuestra pensión.

La-Ramée se detuvo a la puerta.

—¿A quién quiere monseñor que envíe aquí?

—A cualquiera, excepto a Grimaud.

—Entonces le diré al oficial de guardias que venga.

—Y que traiga el juego de ajedrez.

—Está bien.

Y La-Ramée se marchó.

Cinco minutos después entró el oficial de guardias, y el duque de Beaufort se entregó profundamente a las complicadas combinaciones del jaque mate.

Cosa particular es el pensamiento, y las revoluciones que obran en él un signo, una palabra, una esperanza. Cinco años hacía que permanecía el duque encarcelado, y al volver la vista atrás le parecían, a pesar de lo lentamente que habían transcurrido, menos largos que los días, que las cuarenta y ocho horas que le separaban del momento señalado para su fuga.

Otra cosa le tenía también con gran inquietud; el modo como debía verificarse dicha evasión. Habíanle hecho esperar un buen resultado; pero ocultándole los detalles. ¿Qué contendría el misterioso pastel? ¿Tenía amigos después de cinco años de prisión? En este caso era un príncipe harto privilegiado.

Olvidaba el duque que también una mujer se había acordado de él, cosa aún más extraordinaria, aun cuando aquella mujer no le hubiera sido escrupulosamente fiel.

Eran estas razones más que suficientes para tener pensativo al duque de Beaufort; sucedió con el ajedrez lo que con el juego de pelota; el duque cometió torpeza tras torpeza, y el oficial le derrotó por la tarde como La-Ramée por la mañana.

Mas sus derrotas le ofrecieron la ventaja de entretenerle hasta las ocho de la noche, o lo que es lo mismo, hacerle ganar tres horas; estaba próxima la de acostarse, y el sueño debía ir en su auxilio.

Así lo pensaba el duque a lo menos, pero el sueño es una divinidad sumamente caprichosa, y justamente se hace de rogar más cuando más se la invoca. El duque le esperó hasta medianoche, dando tantas vueltas sobre los colchones, como San Lorenzo sobre sus parrillas. Al fin consiguió dormirse.

Pero antes de amanecer estaba despierto. Había tenido ciertos sueños fantásticos: soñó que naturalmente le brotaban alas; quiso volar y al principio sostúvose perfectamente en el aire; pero al llegar a cierta altura, faltóle de repente su extraordinario apoyo, rompiéronse sus alas, le pareció rodar por abismos sin fondo, despertando bañado en sudor, como si en efecto hubiese dado una caída aérea.

Durmióse nuevamente para perderse en un dédalo de sueños a cual más disparatados; apenas cerró los ojos, su espíritu absorto enteramente en la idea de su fuga, volvió a pensar en ella, aunque por diferente estilo. Figuróse que había encontrado un conducto subterráneo para salir de Vincennes, y que entraba en él; Grimaud iba delante con una linterna; pero poco a poco se estrechaba la galería, y sin embargo, el duque continuaba adelante, tanto se iba estrechando el subterráneo, que al fin el fugitivo no podía seguir su camino. Las paredes se contraían y apretábanle el cuerpo; hacía esfuerzos inauditos para avanzar; pero todos eran inútiles; veía a Grimaud que seguía andando delante de él con su linterna, y quería llamarle para que le ayudase a librarse de aquel desfiladero que le oprimía la respiración, pero tampoco podía pronunciar palabra. Después oía en la extremidad por donde había entrado, los pasos de la gente que le perseguía. Estos pasos iban aproximándose cada vez más; estaba descubierto. Las paredes, como si estuvieran de acuerdo con sus enemigos, le apretaban más cuanto más necesario era huir; oíase por fin la voz de La-Ramée y aparecía éste. El oficial tendía la mano y se la ponía sobre el hombro soltando una carcajada; después le cogían y le llevaban al aposento bajo y abovedado en que fallecieron el mariscal Omano, Puy-Lauarens y su tío; veíanse sus tres tumbas algo más altas que el pavimento, y al lado había otra fosa abierta esperando un solo cadáver.

Cuando despertó el duque hizo tantos esfuerzos para estar desvelado, como hiciera antes para dormirse, y al entrar La-Ramée, le encontró tan pálido y fatigado, que le preguntó si estaba enfermo.

—En efecto —dijo uno de los guardias que habíase acostado en su mismo aposento, no pudiendo dormir por un dolor de muelas que le había causado la humedad—, monseñor ha tenido una noche sumamente agitada, y algunas veces ha pedido socorro en sueños.

—¿Qué tiene, monseñor? —preguntó La-Ramée.

—¿Qué he de tener, necio? Que me rompiste ayer los cascos con tus habladurías sobre mi evasión, y que me has hecho soñar que me escapaba, pero estrellándome en el camino.

La-Ramée soltó la carcajada, y dijo:

—Ved aquí, señor, un aviso del cielo; espero que no cometáis semejantes imprudencias más que en sueños.

—Y tenéis razón, apreciable La-Ramée —dijo el duque limpiándose el sudor que corría por su frente, aunque ya estaba enteramente despejado—; no quiero pensar en otra cosa más que en comer y beber.

—¡Silencio! —dijo La-Ramée.

Y fue alejando a los guardias unos después de otros con diferentes pretextos.

—¿Qué hay? —preguntó el duque luego que estuvieron solos.

—Ya está encargada la comida —dijo La-Ramée.

—¡Bien! —exclamó el príncipe—. ¿Y de qué se compone? Vamos a ver, señor mayordomo.

—Monseñor me dio facultades omnímodas.

—¿Tendremos pastel?

—Desde luego, tan grande como un castillo.

—¿Hecho por el sucesor de Marteau?

—Así lo he encargado.

—¿Dijiste que era para mí?

—Sí.

—¿Qué respondió?

—Que haría todo lo posible por complacer a Vuestra Alteza.

—Está bien —exclamó el duque restregándose las manos.

—Diantre, señor —dijo La-Ramée—, pronto os habéis hecho gastrónomo; nunca os he visto tan contento.

El duque comprendió que no había sabido dominarse; pero en aquel momento entró Grimaud; como si hubiera estado en acecho y comprendido lo urgente que era cambiar el curso de las ideas de La-Ramée. Le hizo seña de que tenía que hablarle. La-Ramée se acercó a él y Grimaud díjole algunas palabras en voz baja.

El duque entretanto recobró la serenidad.

—Tengo mandado a ese hombre —dijo—, que no se presente aquí sin mi venia.

—Señor —contestó La-Ramée—, él no tiene la culpa, yo le he llamado.

—¿Para qué? Bien sabéis que no le puedo ver.

—Pero también sabe monseñor lo que hemos convenido: Grimaud ha de servirnos la famosa comida. ¿Ya ha olvidado el señor la comida?

—No, pero había olvidado a Grimaud.

—Sin él no hay nada de lo dicho.

—Vaya, pues haced lo que gustéis; a nada me opongo.

—Acercaos, amigo —dijo La-Ramée—, y escuchadme con atención. Grimaud acercóse con cara de mal humor. La-Ramée continuó:

—Monseñor me ha hecho la honra de convidarme a comer mañana en su compañía.

Grimaud hizo un ademán dando a entender que no le importaba.

—Sí tal; os interesa —dijo La-Ramée—. Vais a tener el honor de servirnos a la mesa: por buen apetito y mucha sed que tengamos, siempre quedarán algunos restos en los platos y en las botellas y estos restos serán para vos.

Grimaud se inclinó dando las gracias.

—Y ahora, señor —continuó La-Ramée—, permítame Vuestra Alteza que me retire: parece que el señor de Chavigny va a ausentarse por algunos días, y antes de marcharse quiere darme órdenes.

El duque miró a Grimaud, mas éste permaneció impasible.

—Id con Dios —dijo el duque a La-Ramée—, y volved cuanto antes.

—¡Qué! ¿Quiere monseñor tomar la revancha de los juegos que perdió ayer?

Grimaud volvió imperceptiblemente la cabeza de arriba abajo.

—Sí —dijo el duque—, y tened presente, querido La-Ramée, que tras un día viene otro: es decir, que hoy me propongo venceros completamente.

La-Ramée se marchó; Grimaud siguióle con la vista sin variar de postura ni una línea, pero cuando vio cerrada la puerta sacó rápidamente del tobillo un lápiz y un pedazo de papel y dijo:

—Escribid, señor.

—¿Qué?

Grimaud señaló el papel y dictó:

Todo está corriente para mañana a la noche; estad en observación de siete a nueve; tened preparados dos caballos; bajaremos por la primera ventana de la galería.

—¿Nada más?

—Nada más. Firmad. El duque firmó.

—¿Ha perdido el señor la pelota?

—¿Cuál?

—La que contenía la carta.

—No, la guardé por si nos era útil. Aquí está.

El duque sacó la pelota de debajo de la almohada y presentósela a Grimaud.

Éste se sonrió con todo el agrado que pudo.

—¿Qué hacemos con ella? —dijo el duque.

—Meter el papel, coser el forro y enviarla al foso cuando estéis jugando.

—¿Y si se pierde?

—No se perderá; alguien la recogerá.

—¿Un jardinero?

Grimaud hizo una seña afirmativa.

—¿El mismo de ayer?

Grimaud repitió su seña.

—Entonces es el conde de Rochefort. Grimaud repitió de nuevo su seña.

—Pero veamos —dijo el duque—; dame algunos detalles de mi evasión.

—Me lo han prohibido hasta el mismo instante de la ejecución.

—¿Quiénes me han de esperar al otro lado del foso?

—Lo ignoro, señor.

—Pero dime siquiera el contenido de este famoso pastel, si no quieres que me vuelva loco.

—Señor —dijo Grimaud—, contendrá dos puñales, una cuerda y una mordaza.

—Comprendo.

—Ya ve el señor que habrá para todos.

—Sí, nos quedaremos con los puñales y cuerda —dijo el duque.

—Y La-Ramée se comerá la pera —respondió Grimaud.

—Amigo Grimaud —añadió el duque—, pocas veces hablas, pero cuando lo haces preciso es confesar que eres oportuno.