CAPÍTULO

XLVII

El «Te-Deum» de la acción de Lens

Todo el movimiento notado por la reina Enriqueta, y cuya causa en vano había procurado indagar, provenía de la noticia de la victoria de Lens, cuyo mensajero fue el duque de Chatillon, que había tenido gran parte en ella, y el cual llevaba además la misión de colocar en las bóvedas de Nuestra Señora veintidós banderas cogidas a los loreneses y españoles.

La noticia era decisiva y decidía el pleito entablado contra el Parlamento en favor de la corte. Todos los impuestos, a que se oponía el primero, estaban fundados en la necesidad de sostener la honra de Francia y en la azarosa esperanza de batir al enemigo. Y como desde la batalla de Nordlingen sólo se habían sufrido reveses, tenía el Parlamento ancho campo para interpelar a Mazarino sobre aquellas victorias siempre prometidas y siempre aplazadas; pero por fin se había llegado a las manos y lográndose un triunfo que debía llamarse completo. Así fue que nadie dejó de ver que la corte había conseguido dos victorias; una en el exterior y otra en el interior; y hasta el rey exclamó al saber la noticia:

—Ahora veremos lo que dicen a eso los señores del Parlamento. Oído lo cual, abrazó tiernamente la reina a su hijo, cuyos altivos e impetuosos sentimientos armonizaban tanto con los suyos propios. Aquella misma tarde se celebró un consejo, al cual asistieron el mariscal de la Meilleraie y el señor de Villeroy como mazarinos, Chavigny y Seguier como enemigos del Parlamento. Y Guitaut y Comminges como partidarios de la reina.

No supo nada el público de lo que en aquella junta se dispuso. Súpose únicamente que el domingo próximo debía cantarse un Te Deum en Nuestra Señora de París, en celebridad de la victoria de Lens.

Los parisienses despertaron el día señalado en medio de la mayor alegría; pues un Te Deum era en aquella época un negocio grave. Aún no se había abusado de esta ceremonia, y así es que producía efecto. El sol apareció radiante como si tomara parte en la festividad, y doraba las sombrías torres del templo metropolitano, lleno ya de un inmenso número de personas del pueblo, hasta las más solitarias calles de la Cité estaban engalanadas, y en toda la extensión de los muelles se veían largas filas de honrados artesanos, mujeres y niños, yendo hacia Nuestra Señora.

Todas las tiendas estaban desiertas y todas las casas cerradas, pues reinaba un deseo general de ver al rey con su madre y al famoso cardenal Mazarino, tan aborrecido que nadie quería privarse de su presencia.

Por lo demás, entre aquel crecido pueblo reinaba la mayor libertad; expresábanse abiertamente toda clase de opiniones, tocando a rebato, en tanto que las mil campanas de las iglesias de París tocaban a Te-Deum, y como la policía estaba nombrada por la misma ciudad, ninguna demostración amenazadora turbaba la manifestación del odio general, ni contenía las palabras en aquellas maldicientes bocas.

A las ocho de la mañana fue el regimiento de guardias de la reina, al mando de Guitaut, cuyo segundo era Comminges, su sobrino, a escalonarse con sus tambores y cornetas a la cabeza, desde el Palacio Real hasta Nuestra Señora; maniobra que vieron tranquilamente los parisienses, siempre aficionados a oír música militar y a ver uniformes brillantes.

Friquet habíase puesto la ropa de los domingos, y a pretexto de una fluxión que fingió momentáneamente, introduciéndose en la boca gran número de huesos de cereza, consiguió de su superior Bazin venia para ir de paseo. El bedel se negó al principio a concedérsela, porque estaba de mal humor por dos motivos; primero, por el viaje de Aramis, el cual se había marchado sin decirle dónde iba, y segundo, por tener que ayudar una misa en celebridad de una victoria que no estaba en armonía con sus opiniones. Recordará el lector que Bazin era frondista, y si hubiese podido el bedel ausentarse en semejante solemnidad como un simple monaguillo, no hubiera dejado de hacer al arzobispo la misma petición que la que a él le hacían. Resistióse, por tanto, como hemos dicho a conceder toda licencia; pero tanto se desarrolló la fluxión de Friquet en presencia del mismo Bazin, que éste cedió por fin refunfuñando, por honor del cuerpo de escolanos, a quienes podía comprometer semejante deformidad. A la puerta escupió Friquet su fluxión, acompañando este acto con un gesto dirigido al bedel, de esos que eternizarán la superioridad del pilluelo de París sobre los demás del mundo; en cuanto a la taberna se excusó naturalmente, diciendo que ayudaba a misa en Nuestra Señora.

Gozaba, pues, Friquet de completa libertad, y como hemos dicho se había vestido su más escogido traje, llevando principalmente por notable adorno uno de esos indescriptibles gorros que forman el punto de transacción entre el birrete de la Edad Media y el sombrero de Luis XIII. Le había fabricado su madre aquel curioso gorro, y fuese por capricho o por falta de tela uniforme, no demostró el mayor esmero en combinar los colores; de suerte que la obra maestra del arte gorreril en el siglo XVII era amarilla y verde por un lado, y blanca y colorada por el otro. Pero Friquet, que siempre había sido aficionado a la diversidad de tonos, no se manifestaba por eso menos triunfante y orgulloso.

Cuando salió de casa de Bazin se dirigió el monaguillo a todo correr hacia el Palacio Real, al cual llegó precisamente en el instante en que salía el regimiento de guardias, y como no deseaba otra cosa que disfrutar de su vista y aprovecharse de su música, se colocó a la cabeza tocando el tambor con dos pizarras, y pasando de este ejercicio al de corneta, que remedaba con la boca con tal perfección, que mereció más de una vez los elogios de los amantes de la armonía imitativa.

Duró esta diversión desde la barrera de Sergents hasta la plaza de Nuestra Señora, produciendo no poca satisfacción a Friquet; pero cuando hizo alto el regimiento y penetraron las compañías hasta el centro de la Cité, situándose en la extremidad de la calle de San Cristóbal, cerca de la Casatrix, en que vivía Broussel, recordó el escolano que no había almorzado, y calculando hacia qué parte podría dirigir sus pasos para realizar este importante acto, resolvió después de una madura deliberación, que el consejero Broussel hiciese el gasto.

En consecuencia, se plantó de una rápida carrera en casa del consejero, y llamó con fuerza a la puerta.

Salió a abrirle su madre, la vieja criada de Broussel.

—¿A qué vienes, tunante? —le dijo—. ¿Por qué no estás en la iglesia?

—Allí estaba madre —respondió Friquet—, pero he visto que pasan algunas cosas que debe saber el señor Broussel, y he venido a hablarle con el permiso del señor Bazin; ya sabéis quién es, madre, el señor Bazin, el bedel.

—Está bien, pero ¿qué tienes tú que decir al señor Broussel, buena pieza?

—Quiero hablarle en persona.

—No puede ser, está trabajando.

—Entonces, aguardaré —contestó Friquet, a quien convenía aquella espera, durante la cual se proponía no perder el tiempo.

Y subió rápidamente la escalera seguido con más lentitud por la buena Nanette.

—Pero por fin, ¿qué es lo que quieres del señor Broussel?

—Decirle —contestó Friquet gritando con todas sus fuerzas— que el regimiento de guardias viene hacia este lado, y como se suena que en la corte reinan prevenciones malignas contra el señor consejero, se lo aviso para que esté alerta.

Broussel escuchó las palabras del solapado muchacho, y agradeciendo su excesivo celo bajó al primer piso; porque en efecto, se hallaba trabajando en su gabinete; sito en el segundo.

—¡Eh, amigo! —le dijo—. ¿Qué nos importa el regimiento de guardias? ¿Estás loco para armar semejante estrépito? ¿No sabes que es costumbre de esos señores hacer lo que han hecho, y que este regimiento forma siempre en batalla por donde pasa el rey?

Fingió el escolano grande admiración, y dijo dando vueltas entre las manos a su gorro nuevo:

—No es extraño que vos sepáis eso, señor Broussel, porque vos lo sabéis todo; pero confieso francamente que lo ignoraba, y creía haceros un favor avisándoos. No os enfadéis, señor Broussel.

—Al contrario, hijo mío, al contrario; tu celo me es grato. Señora Nanette, a ver si andan por ahí esos albaricoques que ayer me envió de Noisy la señora de Longueville; dad media docena al muchacho con un pedazo de pan tierno.

—Gracias, señor Broussel, muchas gracias —contestó Friquet—, justamente me gustan en extremo los albaricoques.

Broussel marchó al cuarto de su mujer y pidió el almuerzo. Eran las nueve y media. El consejero asomóse al balcón. La calle estaba enteramente desierta; pero a lo lejos se oía, como el ruido de la marea creciente, el inmenso mugido de las olas populares que se iban aglomerando en derredor de Nuestra Señora.

Este ruido se aumentó cuando D’Artagnan fue a situarse con una compañía de mosqueteros a las puertas del templo para que se llevase a término debidamente el servicio divino. Había aconsejado a Porthos que aprovechase la ocasión de ver la ceremonia, y éste iba montado en su mejor caballo y vestido de gala, haciendo de mosquetero honorario como tantas veces lo había hecho D’Artagnan en otro tiempo. El sargento de la compañía, veterano de las guerras de España, reconoció a Porthos por antiguo camarada y no tardó en poner al corriente a cuantos servían bajo sus órdenes de las hazañas de aquel gigante, honor de los antiguos mosqueteros de Tréville.

No sólo fue bien recibido Porthos en la compañía, sino que hasta produjo una especie de admiración.

A las diez anunciaron los cañones del Louvre la salida del rey. Un movimiento igual al de los árboles, cuyas copas encorva y sacude el viento de la tempestad, circuló por entre la multitud, la cual se agitó por detrás de los mosquetes de los guardias. Por fin apareció el rey con su madre en una carroza enteramente dorada. Seguíanle otros dos carruajes, en que iban las damas de honor, los dignatarios de la casa real y toda la corte.

—¡Viva el rey! —prorrumpió la multitud.

El joven monarca asomó gravemente la cabeza por la portezuela, hizo un gesto de agradecimiento, y aun saludó ligeramente, con lo cual redoblaron los vivas de los circunstantes.

Avanzó la comitiva lentamente, y empleó cerca de media hora en atravesar el espacio que separa al Louvre de la plaza de Nuestra Señora. Luego que llegó a ella, dirigióse poco a poco a la inmensa bóveda de la sombría metrópoli, y empezó el servicio divino.

Al tomar sitio la corte salió un carruaje con las armas de Comminges de la fila de coches, y se colocó lentamente en la extremidad de la calle de San Cristóbal, completamente desierta. Cuatro guardias y un oficial que le escoltaban subieron entonces a la pesada máquina, cerraron las portezuelas, y recatándose para no ser visto el oficial, se puso en acecho mirando hacia la calle Cocatrix como si aguardase a alguien.

Entretenida la gente con la ceremonia, no reparó en el carruaje ni en las precauciones de que se rodeaban los que le ocupaban. Friquet, cuya vigilante vista era la única que podía observarlos, habíase marchado a saborear sus albaricoques sobre la cornisa de una casa del atrio de Nuestra Señora, desde donde veía al rey, a la reina y a Mazarino, y oía misa como si la ayudara.

Al terminar el divino oficio, viendo la reina que Comminges esperaba en pie a su lado la confirmación de una orden que le había dado antes de salir del Louvre, le dijo a media voz:

—Id, Comminges, y el Cielo os dé su ayuda.

Comminges partió al instante, salió de la iglesia y entró en la calle de San Cristóbal.

Friquet, que vio a aquel apuesto jefe marchar seguido de dos guardias, se entretuvo en seguirle, con tanto más motivo, cuanto que había acabado la ceremonia y el rey estaba subiendo otra vez al coche. Apenas divisó el oficial a Comminges en la esquina de la calle de Cocatrix, dijo una palabra al cochero, el cual puso inmediatamente en movimiento su máquina y la condujo a la puerta de Broussel.

Comminges llamaba a esta puerta cuando llegó el carruaje.

Friquet esperaba a que abriesen detrás de Comminges.

—¿Qué haces ahí, pilluelo? —le preguntó éste.

—Estoy esperando para entrar en casa de maese Broussel, señor militar —dijo Friquet con el zalamero tono que tan bien sabe adoptar el pilluelo de París cuando le place.

—¿Conque ésta es efectivamente su casa?

—Sí, señor.

—¿En qué piso vive?

—La casa es suya y la ocupa toda.

—¿Pero dónde está generalmente?

—Para trabajar en el piso segundo, y para comer en el principal; como ahora son las doce, debe estar en éste.

—Bien —contestó Comminges.

En aquel momento se abrió la puerta. El oficial interrogó al lacayo y supo que Broussel estaba en casa, y se hallaba efectivamente comiendo. Comminges subió en pos del lacayo y Friquet le siguió.

Broussel se hallaba sentado a la mesa, con su mujer enfrente; sus dos hijas a los lados y más allá su hijo Louvieres, a quien ya vimos aparecer cuando el atropello que había dado al consejero tanta celebridad. El buen hombre, que ya estaba completamente restablecido, saboreaba con placer la hermosa fruta que le había regalado la señora de Longueville.

Sujetando el brazo del lacayo que iba a abrir la puerta para anunciarle, Comminges la abrió en persona, y se encontró con este cuadro de familia.

La presencia del militar dejó algo perplejo a Broussel, mas viendo que le saludaba con política, se levantó y contestó a su saludo.

A pesar de esta recíproca cortesanía, las mujeres se inmutaron y Louvieres, poniéndose más pálido, aguardó con impaciencia a que el oficial se explicara.

—Caballero —dijo Comminges—, soy portador de una orden del rey.

—Está bien —respondió Broussel—. ¿Qué orden es ésa?

Y alargó la mano.

—Vengo comisionado para apoderarme de vuestra persona —contestó Comminges con el mismo tono de voz y la misma política—, y os aconsejaría que os ahorraseis la molestia de leer este prolijo documento y que me siguieseis.

Un rayo que hubiese caído en medio de aquella familia tan pacíficamente reunida, no hubiera producido en ella más efecto. Broussel retrocedió temblando. En aquella época era cosa espantosa ser encarcelado por enemistad del rey. Louvieres hizo un movimiento para arrojarse sobre su espada, que estaba en un rincón sobre una silla, pero una mirada de su padre, que conservaba alguna tranquilidad, evitó aquel acto de desesperación. La señora Broussel, separada de su marido por la mesa, se deshacía en lágrimas, y sus hijas tenían abrazado al consejero.

—Vamos, caballero —dijo Comminges—, es menester obedecer al rey.

—Señor mío —respondió Broussel—, mi estado de salud es malo y no puedo darme preso ahora; pido que se me conceda tiempo.

—No es posible —replicó Comminges—; la orden es terminante y deje ejecutarse sin dilación.

—¡Imposible! —exclamó Louvieres—. Id con cuidado, caballero, si no queréis exasperarme.

—¡Imposible! —repitió una voz chillona en el fondo de la habitación.

Comminges volvió la cabeza y vio a la señora Nanette con su escoba en la mano y los ojos animados por todo el fuego de la cólera.

—Buena Nanette —dijo Broussel—, estaos quieta, os lo ruego.

—¿Yo estarme quieta cuando prenden a mi amo, el apoyo, el libertador, el padre del pueblo? ¡Ya, ya! Poco me conocéis… ¿Queréis marcharos? —añadió dirigiéndose a Comminges.

Éste sonrióse y dijo a Broussel:

—Haced que calle esa mujer y seguidme.

—¡Yo callar! —exclamó Nanette—. ¡Por supuesto! No seréis vos quien lo logre, avechucho.

Y precipitándose al salón lo abrió y gritó con acento tan penetrante que pudo oírse hasta en el atrio de Nuestra Señora.

—¡Auxilio! ¡Que prenden a mi amo! ¡Que prenden al consejero Broussel! ¡Socorro!

—Caballero —dijo Comminges—, decidíos inmediatamente. ¿Obedecéis o pretendéis rebelaros contra el rey?

—¡Obedezco! —exclamó Broussel, procurando desembarazarse de sus hijas y contener con la mirada a su hijo, que se contenía a duras penas.

—En ese caso imponed silencio a esa vieja.

—¿Vieja, eh? —dijo Nanette.

Y empezó a gritar con más fuerza, agarrándose a los barrotes del balcón.

—¡Socorro a maese Broussel, que le vienen a prender porque ha defendido al pueblo! ¡Socorro!

Comminges sujetó a la criada por la cintura y trató de arrancarla del balcón, pero en el mismo instante, otra voz que salía del entresuelo aulló en falsete:

—¡Asesinos! ¡Fuego, asesinos! ¡Que asesinan al señor de Broussel, que degüellan al señor de Broussel!

Era la voz de Friquet. Viéndose reforzada la señora Nanette, continuó gritando con más fuerza que antes.

Ya se asomaban algunos curiosos a los balcones; el pueblo, reunido en el extremo de la calle, iba acudiendo primero poco a poco, luego en grupos, y por fin en tropel; oíanse gritos, veíase un coche, pero nada se comprendía. Friquet saltó desde la ventana del entresuelo a la cubierta del coche y gritó:

—¡Quieren prender al señor de Broussel! Dentro del coche hay dos guardias: el oficial se halla arriba.

Levantáronse algunos murmullos entre la turba que se acercó a los caballos; los dos guardias que se habían quedado fuera, subieron a socorrer a Comminges, y los de dentro del carruaje abrieron las portezuelas y cruzaron las picas.

—¿Lo veis? —gritó Friquet—. ¿Lo veis? Ahí están.

El cochero volvióse y sacudió al monaguillo un latigazo que le hizo aullar de dolor.

—¡Hola, cochero del demonio! —exclamó Friquet—. ¿Te metes conmigo? Espera.

Y volviendo de un salto a su entresuelo empezó a tirarle todos los proyectiles que halló a su alcance.

No obstante la hostil demostración de los guardias y quizás a causa de esa misma demostración, el pueblo siguió murmurando y acercándose cada vez más a los caballos. Los guardias obligaron a retroceder a los más atrevidos a fuerza de golpes con sus picas.

Crecía, sin embargo, el tumulto; la calle no bastaba a contener ya los curiosos que de todas partes acudían; el gentío invadía el espacio que hasta entonces habían dejado libre entre ellos y el carruaje las formidables picas de los guardias. Rechazados los soldados por aquellas murallas animadas, corrían peligro de morir entre los cubos de las ruedas y los cristales de los coches.

Los gritos de ¡en nombre del rey! veinte veces repetidos, no bastaban para contener aquella multitud, y la exasperaban por el contrario, cuando al oír aquellos gritos y al ver insultado el uniforme, apareció un caballero, el cual se lanzó a la pelea espada en mano y prestó un inesperado socorro a los guardias.

Era tal un joven que apenas tenía quince o dieciséis años. Pálido de cólera, echó pie a tierra como los demás guardias, púsose de espaldas a la lanza del coche, se parapetó con su caballo, cogió de la silla dos pistolas que colgó de su cintura y empezó a manejar la espada como hombre familiarizado con este ejercicio. Durante diez minutos contuvo él solo los esfuerzos de la multitud.

Entonces apareció Comminges llevando por delante a Broussel.

—¡Romper el coche! —gritó el pueblo.

—¡Auxilio! —clamó la vieja.

—¡Asesinos! —dijo Friquet, sin cesar de arrojar a los guardias cuanto había a las manos.

—¡En nombre del rey! —gritó Comminges.

—¡El primero que se acerque es muerto! —gritó Raúl, que al verse estrechado clavó la punta de su acero en una especie de gigante que iba a aplastarle y que al sentirse herido retrocedió chillando.

Era en efecto Raúl, que al regresar de Blois, según había prometido al conde, después de cinco días de ausencia, quiso echar un vistazo a la ceremonia, y se dirigió por las calles que más directamente debían conducirle a Nuestra Señora. Al llegar a las inmediaciones de la calle Cocatrix, tuvo que ceder al empuje de la gente, y a las palabras de ¡en nombre del rey! se acordó de la orden de Athos: «Servir al rey», y acudió a combatir por el rey, cuyos guardias eran insultados.

Comminges arrojó, por decirlo así, a Broussel en el carruaje y se lanzó en pos de él. En aquel momento resonó un arcabuzazo y una bala atravesó oblicuamente su sombrero y rompió un brazo a un guardia. Comminges alzó la cabeza y vio en medio de la humareda el semblante amenazador de Louvieres, asomado al balcón del segundo piso.

—Bien está, señor mío —le dijo—: oiréis hablar de mí.

—Y vos de mí —contestó Louvieres—; veremos quién habla más fuerte.

Friquet y Nanette seguían voceando; los gritos, el tiro, el olor de la pólvora que tanto electriza, iban causando su efecto.

—¡Muera el oficial, muera! —aulló la turba.

Y a estas palabras siguió un gran movimiento entre el pueblo.

—Si dais un paso más —gritó Comminges descorriendo las cortinas a fin de que quedase en descubierto el interior del coche y colocando su espada sobre el pecho de Broussel—, si dais un paso más, mato al preso. Tengo orden de conducirle vivo o muerto; le llevaré muerto.

Resonó un grito horrible. La esposa y las hijas de Broussel tendían hacia el exaltado pueblo las manos en actitud de súplica.

El pueblo vio que aquel oficial tan pálido, pero que tanta resolución demostraba cumpliría su palabra, y se apartó, aunque siempre amenazando.

Comminges hizo que subiera al carruaje el guardia herido, y mandó a los demás que cerrasen la portezuela.

—¡A palacio! —gritó el cochero más muerto que vivo.

Arreó éste a sus cuadrúpedos, quienes abrieron ancho camino entre la turba, pero al llegar al muelle, fue preciso detenerse; el carruaje había volcado y la multitud oprimía, ahogaba a los caballos. Raúl, que proseguía a pie porque no había tenido tiempo de volver a montar cansado como los guardias de distribuir golpes de plano, empezaba a recurrir a la punta de su espada. Este terrible y último recurso sólo sirvió para exasperar a la multitud. De vez en cuando se veía brillar aquí y allí entre la turba el cañón de un mosquete o la hoja de una tizona; sonaban algunos tiros disparados sin duda al aire, pero cuyo efecto no dejaba de vibrar en los corazones, y seguían lloviendo proyectiles de las ventanas. Oíanse voces de esas que sólo se oyen en los días de motín; veíanse rostros de esos que sólo se ven en los días de sangre. Los gritos de «¡Abajo, mueran los guardias!», «¡El oficial al Sena!» dominaban todo aquel tumulto, a pesar de su intensidad. Raúl, con el sombrero abollado, con el semblante amoratado, conocía que no sólo empezaban a abandonarle las fuerzas, sino también la razón; sus ojos estaban rodeados de una niebla rojiza, y a través de ella divisaba tenderse hacia él cien brazos amenazadores, prontos a herirle cuando cayese. Comminges se arrancaba los cabellos de desesperación dentro del carruaje volcado. Los guardias no podían auxiliar a nadie, ocupados como estaban en su defensa personal. Todo estaba perdido y quizá iban a ser hechos pedazos de un momento a otro el carruaje, los caballos, el oficial, los guardias, y el mismo prisionero, cuando de pronto resonó una voz muy conocida de Raúl, y brilló en el aire un largo espadón; en el mismo instante se entreabrió la multitud arrollada y apareció un oficial de mosqueteros repartiendo tajos a derecha e izquierda, el cual corrió a Raúl, y cogióle en brazos a tiempo que iban a dar con su cuerpo en el suelo.

—¡Justicia de Dios! —gritó el oficial—. ¿Le habrán asesinado? En ese caso ¡pobres de ellos!

Y dio una media vuelta con tal horrible expresión de ira, de amenaza y de fuerza, que los más revoltosos se precipitaron unos sobre otros para huir, y algunos cayeron al Sena.

—Señor D’Artagnan —dijo Raúl.

—Sí, ¡voto al diablo! Yo mismo y afortunadamente para vos, según parece, amigo mío. ¡Vamos, aquí! —gritó enderezándose sobre los estribos y levantando el acero para llamar con la voz y con el ademán a los mosqueteros que había dejado atrás en la rapidez de la carrera. ¡A ver! ¡Barred todo eso! ¡Preparen! Apun…

Al oír esta voz deshiciéronse con tal rapidez los grupos del populacho, que D’Artagnan no pudo contener una ruidosa carcajada.

—Gracias, D’Artagnan —dijo Comminges asomando la mitad del cuerpo por la portezuela del coche—, gracias, señor. ¿Tenéis la bondad de decirme vuestro nombre para repetírselo a la reina?

Iba Raúl a contestar; mas D’Artagnan le atajó diciéndole al oído:

—Callad, y dejadme responder:

Y volviéndose a Comminges añadió:

—No perdamos tiempo, salid del coche si podéis y subid a otro.

—¿A cuál?

—Al primero que pase por el Puente Nuevo: los que lo ocupen tendrán a honra prestarle para el servicio del rey.

—¿Quién sabe? —respondió Comminges.

—Vamos, pronto, dentro de cinco minutos tendréis aquí a toda esa canalla armada con mosquetes. Os matarán, y vuestro prisionero quedará en libertad. Salid. Precisamente ahí viene un carruaje.

Y acercándose al oído de Raúl añadió:

—Cuidado con decir vuestro nombre.

El joven le miró con extrañeza.

—Bien está, allá voy —dijo Comminges—, y si vuelven, despachad.

—Nada de eso —respondió D’Artagnan—, nada de eso, no hay que precipitarse, un tiro que se disparase hoy, costaría muy caro mañana.

Con los cuatro guardias y otros tantos mosqueteros dirigióse Comminges al coche que se acercaba, mandó apearse a los que iban dentro y les condujo hacia el carruaje volcado.

Pero al tratarse de trasladar a Broussel, el pueblo, al ver al que llamaba su libertador, rugió de una manera terrible y se precipitó nuevamente sobre la escolta.

—Idos —dijo D’Artagnan—, os acompañarán diez mosqueteros, y me quedaré con veinte para contener a la multitud: marchaos; no perdáis un minuto. Diez hombres para escoltar al señor de Comminges.

Separáronse diez hombres del piquete, rodearon al nuevo carruaje y partieron al galope.

Al romper la marcha crecieron los gritos: hallábanse entonces apiñados en el muelle y el Puente Nuevo más de diez mil hombres.

Sonaron algunos tiros y fue herido un mosquetero.

—¡A ellos! —gritó D’Artagnan encolerizado.

Y con sus veinte hombres cargó sobre la turba, que retrocedió espantada. Sólo un paisano se quedó quieto con su arcabuz en la mano.

—¡Diantre! —dijo el desconocido—. ¿Tú eres el que quiso asesinarle? Espera.

Y apuntó a D’Artagnan, que se precipitaba sobre él a escape.

D’Artagnan tendióse sobre las crines de su caballo. El hombre hizo fuego y partió de un balazo la pluma del sombrero del oficial.

Pero en el mismo momento, el impetuoso corcel atropelló al imprudente que pretendía detener por sí solo una tempestad, y le envió rodando hasta la pared.

D’Artagnan detuvo su caballo y en tanto que los mosqueteros proseguían la carga, volvió espada en mano sobre el caído.

—¡Deteneos! —gritó Raúl reconociendo al joven por haberle visto en la calle de Cocatrix—. No le maltratéis, es su hijo.

D’Artagnan detuvo el golpe que le iba a descargar.

—¡Hola! ¿Sois su hijo? Eso es otra cosa.

—Caballero, me entrego —dijo Louvieres presentando al oficial su arcabuz descargado.

—Nada de eso, no os rindáis ¡voto al diablo! escapad cuanto antes: ¡si os cojo os ahorcan!

No aguardó el joven a que le repitieran el consejo, y deslizándose por debajo del caballo, huyó por la esquina de la calle Guenegaud.

—A fe que ya era tiempo de que detuvierais mi brazo —dijo D’Artagnan a Raúl—; el hombre podía contarse por muerto, y si luego hubiese sabido yo quién era, lo habría sentido.

—Permitidme, señor D’Artagnan, que después de daros gracias en nombre de ese pobre joven, os las dé también en el mío, porque también yo iba a morir cuando llegasteis a salvarme.

—Esperad un momento —repuso D’Artagnan—, y no os molestéis en hablar.

Y sacando de una pistolera un frasco lleno de vino español, prosiguió:

—Beber un par de tragos.

Hízolo así Raúl y volvió a sus frases de gratitud.

—Querido —dijo D’Artagnan—, luego hablaremos de eso.

Y advirtiendo que los mosqueteros habían despejado el muelle desde San Miguel hasta el Puente Nuevo, y que daban la vuelta, levantó la espada para que acelerasen el paso.

Los mosqueteros se acercaron al trote a tiempo que por otra parte asomaban los diez hombres de escolta que dio D’Artagnan a Comminges.

—¡Hola! —dijo el oficial dirigiéndose a estos últimos—. ¿Ha sucedido algo de nuevo?

—Sí, señor —dijo el sargento—; otra vez se ha roto el carruaje; parece maldición.

D’Artagnan se encogió de hombros y dijo:

—Son unos necios, bien podían haber escogido un coche sólido; para llevar preso a un Broussel, era necesario que tuviera resistencia para diez mil hombres.

—¿Qué ordenáis, mi teniente?

—Coged el destacamento y conducidle al cuartel.

—¿Y vos os retiráis solo?

—Por supuesto. ¿Suponéis que necesito escolta?

—Sin embargo…

—Vamos, marchaos.

Fuéronse los mosqueteros, y D’Artagnan quedóse sólo con Raúl.

—Vamos a ver —dijo el oficial—, ¿os duele algo?

—Sí, estoy pesado; la cabeza me arde.

—¿Pues qué le pasa a esa cabeza? —dijo D’Artagnan quitándole el sombrero—. ¡Hola! Una contusión.

—Es verdad, creo que me tiraron un tiesto.

—¡Miserables! —dijo D’Artagnan—. Pero… traéis espuelas. ¿Veníais a caballo?

—Sí, me apeé para defender al señor de Comminges, y luego no lo volví a encontrar… Mirad, mirad, allí le conducen.

En efecto, en aquel momento pasaba por el muelle el caballo de Raúl montado por Friquet, el cual corría a galope agitando su gorro de cuatro colores y gritando:

—¡Broussel! ¡Broussel!

—¡Eh! tunante, alto ahí —gritó D’Artagnan—; trae acá ese caballo.

Estas voces llegaron hasta Friquet; pero aparentó no oírlas y siguió su camino.

D’Artagnan tuvo impulsos de echar a correr tras el monaguillo; pero no queriendo dejar solo a Raúl, se contentó con sacar una pistola y amartillarla.

Friquet tenía excelente vista y no menos delicado oído, así es que viendo el ademán de D’Artagnan y oyendo el ruido del gatillo, se quedó parado.

—¡Pardiez! Erais vos, señor oficial —dijo acercándose a D’Artagnan—; mucho celebro encontraros.

Miró D’Artagnan atentamente a Friquet y conoció en él al muchacho de la calle de la Calandre.

—¡Calla! ¿Eres tú, bribonzuelo? Ven acá.

—Sí, soy yo, señor oficial —dijo Friquet con zalamería.

—¿Conque has mudado de oficio? ¿Conque ya no eres monaguillo, ni mozo de taberna, y te has metido a ladrón de caballos?

—¡Cómo! Señor oficial, ¿es posible que creáis tal cosa? No, señor, voy buscando al caballero a quien pertenece ese animal, un caballero muy gallardo por cierto, y valiente como un César.

Simulando entonces que reparaba en Raúl por primera vez, continuó:

—Pero si no me equivoco, aquí le tenemos justamente. ¿No hay algo para el portador, señor caballero?

Raúl llevó la mano al bolsillo.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó D’Artagnan.

—Dar diez libras a este muchacho —respondió Raúl sacando una moneda.

—¡Diez puntapiés en la barriga! —repuso D’Artagnan—. Echa a correr, pilluelo, y no olvides que sé tus señas.

Friquet, que no esperaba salir tan bien librado, se plantó de un salto en la calle Dauphine, por la que escapó.

Volvió Raúl a montar, y marchando al paso en unión de D’Artagnan, que velaba sobre él como si fuera su propio hijo, se encaminaron ambos a la calle de Tiquetonne.

Durante el camino percibieron algunos murmullos sordos, algunas amenazas lejanas; pero al ver a aquel militar de aspecto tan marcial, y aquella vencedora espada que de su muñeca pendía, todos se apartaron si hacer ninguna tentativa seria contra su persona.

Llegaron, por tanto, sin tropiezo, a la fonda de la Chevrette.

La bella Magdalena participó a D’Artagnan que Planchet estaba de vuelta acompañado de Mosquetón, el cual había sufrido valerosamente la extracción de la bala, y seguía bueno en cuanto lo permitía su estado.

Entonces mandó D’Artagnan que llamasen a Planchet; pero a pesar de las voces que le dieron, éste no respondió: había desaparecido.

—Traed vino —dijo el oficial.

Cumplida esta orden, se quedó solo D’Artagnan con Raúl.

—Estaréis muy contento de vos —le dijo observándole atentamente.

—Sí tal —contestó Raúl—, me parece que he cumplido con mi deber. ¿No he defendido al rey?

—¿Y quién os ha ordenado que defendierais al rey?

—El mismo conde de la Fère.

—Bien, pero hoy no habéis defendido al rey, sino a Mazarino y esto no es lo mismo.

—Pero…

—Habéis hecho un disparate, joven, tomando cartas en asuntos que no os interesan.

—Lo mismo…

—Es diferente: yo tengo que obedecer las órdenes de mi superior. El vuestro es el príncipe de Condé. Entendedlo bien, no tenéis otro. Habráse visto el mala cabeza —continuó D’Artagnan—, que se hace cardenalista y ayuda a prender a Broussel. Cuidado con que digáis una palabra de esto si no queréis que el señor conde se ponga furioso.

—¿Os parece que se enfadaría?

—Estoy cierto de ello; si no fuera por eso yo os daría las gracias, porque al fin habéis trabajado por nosotros. Por eso os reprendo en estos términos, algo más suaves que los que emplearía el señor conde. Además, hijo mío —continuó D’Artagnan—, si procedo así, es usando el privilegio que vuestro tutor me ha concedido.

—No os comprendo —respondió Raúl.

Levantóse D’Artagnan, se dirigió a su mesa, tomó una carta y se la presentó al joven, cuya mirada se turbó apenas fijó los ojos en el papel.

—¡Dios mío! —exclamó levantando hacia D’Artagnan sus ojos preñados de lágrimas—. ¿Conque el señor conde se ha marchado de París sin verme?

—Hace cuatro días —contestó D’Artagnan.

—Pero en la carta da a entender que está expuesto a un peligro de muerte.

—¿De muerte? ¡Ya, ya! ¿Correr él peligro de muerte? Tranquilizaos: ha ido a despachar algunos negocios y volverá pronto; creo que no sentiréis repugnancia en aceptarme por tutor interino.

—¡Oh! No, señor —dijo Raúl—, ¡sois tan valiente y os quiere tanto el señor conde de la Fère!

—Pues queredme vos también: no os haré rabiar, a condición de que seáis frondista muy frondista.

—¿Y podré continuar visitando a la señora de Chevreuse?

—Vaya que sí ¡voto a…! y también al señor coadjutor y a la señora de Longueville; y si estuviese aquí el buen maese Broussel, a cuya prisión habéis contribuido con tanta indiscreción, os diría: pedid perdón inmediatamente al señor de Broussel y dadle un beso en cada mejilla.

—Y yo os obedecería, señor de D’Artagnan, aunque no os comprendo.

—Es inútil que comprendáis. ¡Cáscaras! —continuó D’Artagnan volviéndose hacia la puerta que acababa de abrirse—. Aquí viene el señor Du Vallon con toda la ropa rasgada.

—Sí, pero en cambio —repuso Porthos chorreando sudor y cubierto de polvo—, en cambio he rasgado más de un pellejo. ¡Pues no querían esos tunantes quitarme mi espada! ¡Vaya una conmoción popular! —continuó el gigante con su indiferencia acostumbrada—. ¡Lo menos veinte he echado por tierra con el pomo de Balizarda!… Un poco de vino, D’Artagnan.

—Tomad —dijo el gascón llenando el vaso de Porthos—, y después me diréis vuestra opinión.

Desocupó Porthos el vaso de un solo trago, lo dejó sobre la mesa, limpióse los bigotes y dijo:

—¿Respecto a qué?

—Sobre esto —respondió D’Artagnan—. Aquí tenéis al señor de Bragelonne, que estaba empeñado en ayudar al arresto del señor de Broussel y que me ha puesto en gran aprieto para impedir que defendiese al señor de Comminges.

—¡Diantre! —exclamó Porthos—. ¿Y qué hubiese dicho el tutor al saberlo?

—¿Lo veis? —dijo D’Artagnan—. Sed frondista, amiguito, y tened presente que yo reemplazo en todo al señor conde.

Y agitó un bolsillo lleno de dinero.

Volviéndose luego a su camarada, dijo.

—¿Venís, Porthos?

—¿Adónde? —preguntó éste, echándose otro vaso de vino.

—A poneros a las órdenes del cardenal.

Vació Porthos el otro vaso con la misma pausa que el primero, cogió su sombrero, que estaba sobre una silla, y siguió a D’Artagnan.

Raúl, extrañándose de lo que veía, se quedó en la habitación, de la cual le había D’Artagnan prohibido salir hasta que el orden se restableciera completamente en las calles.