CAPÍTULO
XXXI
La plaza real
Se dirigieron en silencio los cuatro amigos al centro de la plaza, pero justamente en aquel momento acababa de salir la luna de entre unas nubes, y siendo fácil que los vieran a su claridad en aquel descubierto paraje, acogiéronse a la sombra más densa de unos tilos.
Detuviéronse ante un banco de los que había esparcidos de trecho en trecho, y a una indicación de Athos se sentaron D’Artagnan y Porthos, estando de pie los otros dos.
Pasado un momento de silencio, mientras vacilaban los circunstantes en promover aquella difícil explicación, dijo Athos:
—Caballeros, nuestra presencia en este sitio es una prueba del poder de nuestra antigua amistad: no ha faltado uno siquiera; ninguno, por consiguiente, nadie tiene nada que echarse en cara.
—Creo, señor conde —dijo D’Artagnan—, que en lugar de andar con cumplimientos que quizá no merecemos ninguno, debemos explicarnos como hombres de valor.
—No deseo otra cosa —contestó Athos—. Sé que sois franco, hablad con toda franqueza; ¿tenéis algo de qué acusarme a mí o al señor de Herblay?
—Sí —dijo D’Artagnan—: cuando tuve el honor de veros en el castillo de Bragelonne, era portador de ciertas proposiciones que comprendisteis, y en vez de contestarme como a un amigo, os burlasteis de mí como si fuese un niño. La amistad de que hacéis alarde no la rompió ayer el choque de nuestras espadas, sino vuestro disimulo en vuestra casa.
—¡D’Artagnan! —dijo Athos con acento de dulce reconvención.
—Me habéis pedido que hable con franqueza —dijo D’Artagnan—; así lo hago: me preguntáis lo que pienso, ya os lo he manifestado; y ahora repito lo propio con respecto a vos, señor de Herblay. Lo mismo me he portado con vos y lo mismo me habéis engañado.
—Cierto que sois muy singular —dijo Aramis—; fuisteis a hacerme proposiciones, pero ¿me las hicisteis? No: me sondeasteis, esa es la verdad. Y yo, ¿qué os respondí? Que Mazarino era un bribón y que jamás entraría a servirle: esto es lo que pasó. ¿Os dije, por ventura, que no serviría a otro? Tan al contrario fue, que os di a entender que era partidario de los príncipes. Y aun, si no me equivoco, hablamos chanceándonos del caso probable en que recibieseis orden del cardenal para prenderme. ¿Erais o no hombre de partido? Sí. ¿Por qué, pues, no lo habíamos de ser también nosotros? Guardabais vuestro secreto, también nosotros; no nos lo confiasteis, nosotros hicimos lo mismo; tanto mejor, eso prueba que unos y otros sabemos guardar un secreto.
—De nada os acuso, caballero —replicó D’Artagnan—; he examinado vuestra conducta porque el señor conde de la Fère ha recordado nuestra amistad.
—¿Y qué halláis de particular en mi conducta? —preguntó Aramis con altivez.
Agolpóse la sangre al rostro de D’Artagnan, el cual se levantó y respondió:
—Nada; que es muy propia de un alumno de los jesuitas.
Porthos levantóse también al ver la actitud de D’Artagnan, de suerte que todos cuatro se hallaron otra vez frente a frente con amenazadora actitud.
Al oír la respuesta de D’Artagnan, hizo Aramis un movimiento como para sacar la espada.
Athos le detuvo, y dijo:
—Conozco, D’Artagnan, que todavía os tiene furioso nuestra aventura de ayer. Yo os creía dotado de bastante grandeza de ánimo para que una amistad de veinte años resistiese a un ultraje, al amor propio de un cuarto de hora. Vamos, dirigíos a mí. ¿Tenéis algo de qué acusarme? Si he cometido alguna falta, D’Artagnan, la confesaré.
La grave y armoniosa voz de Athos conservaba su antigua influencia sobre D’Artagnan, en tanto que la de Aramis, áspera y chillona en sus momentos de mal humor, le irritaba. Así es que respondió a Athos:
—Creo, señor conde, que yo debí merecer vuestra confianza en el castillo de Bragelonne; así como la del señor —continuó designando a Aramis— en su convento. Si así hubiera sido, no hubiese tomado yo parte en una aventura a que debéis oponeros. Sin embargo, no porque haya sido discreto se me debe tomar enteramente por un necio. Si hubiera querido profundizar la diferencia que hay entre las personas que recibe el señor de Herblay por una escalera de cuerda y las que recibe por otra de madera, le hubiera obligado a hablar.
—¿Y qué os importa? —dijo Aramis, pálido de cólera a la simple sospecha de que D’Artagnan le hubiese espiado y visto con la señora de Longueville.
—Jamás me entrometo sino en lo que me atañe, y sé aparentar que no veo lo que no me importa; pero aborrezco a los hipócritas, y en esta categoría cuento a los mosqueteros que la echan de clérigos y a los clérigos que la echan de mosqueteros. El señor —prosiguió, volviéndose hacia Porthos— es de mi parecer.
Porthos, que aún no había hablado, contestó sólo con una palabra y un ademán.
Dijo sí y echó mano a la espada.
Aramis dio un salto hacia atrás y sacó la suya. D’Artagnan encorvóse, preparado a atacar o defenderse.
Tendió entonces Athos una mano con la actitud de mando supremo que le era propia, sacó lentamente su espada del tahalí, rompió el acero sobre su rodilla y tiró los dos pedazos a su derecha.
Volvióse después hacia Aramis y le dijo:
—Aramis, romped esa espada.
Aramis vaciló.
—Es menester —dijo Athos.
Y en voz más alta y dulce añadió:
—Lo mando.
Más pálido que nunca, pero subyugado por aquel ademán, vencido por aquella voz, partió Aramis con sus manos la flexible hoja, cruzóse de brazos y quedó en expectativa, temblando de rabia.
Este movimiento hizo retroceder a D’Artagnan y Porthos; el primero no sacó la espada y el segundo envainó la suya.
—Prometo ante Dios que nos ve y nos oye en medio de la solemnidad de esta noche —dijo Athos alzando lentamente su mano derecha—, que jamás, jamás se cruzará mi espada con las vuestras, ni tendrán mis ojos una mirada de ira, ni abrigará mi corazón el menor sentimiento de odio para vosotros. Hemos vivido juntos; juntos hemos amado y aborrecido; hemos vertido y mezclado nuestra sangre, y tal vez podría añadir que existe entre nosotros un lazo más poderoso que el de la amistad, que existe el pacto del crimen, porque entre los cuatro hemos condenado, juzgado y dado muerte a un ser a quien quizá no tuvimos derecho para sacar del mundo, aunque más que del mundo parecía morador del infierno. Siempre os he amado como a un hijo, D’Artagnan; diez años hemos dormido hombro con hombro, Porthos; Aramis es vuestro hermano como es mío, porque os ha querido como yo os amo todavía, como os amaré toda mi vida. ¿Qué vale para nosotros el cardenal Mazarino, cuando hemos domeñado la mano y el corazón de un hombre como Richelieu? ¿Qué vale éste o aquel príncipe para nosotros, que hemos consolidado la corona en la cabeza de una reina? Os pido perdón, D’Artagnan, por haber cruzado ayer mi acero con el vuestro, y Aramis se lo pide a Porthos. Odiadme si podéis; yo os juro que a pesar de vuestro aborrecimiento os profesaré siempre la misma estimación, la misma amistad. Ahora, Aramis, repetid mis palabras, y después, si quieren y si queréis, alejémonos para siempre de los que fueron nuestros amigos.
Reinó un instante de solemne silencio, que fue interrumpido por Aramis.
—Juro —dijo con franca mirada, pero con voz algo agitada todavía—, que no tengo resentimiento contra los que fueron nuestros amigos; juro que siento haberme batido con vos, Porthos; juro, finalmente, que no sólo no se volverá a dirigir mi espada contra vuestro pecho, sino que nunca abrigaré en lo más hondo de mi pensamiento la menor intención hostil contra vos. Venid, Athos.
Éste dio un paso para ausentarse.
—¡Oh!, no, no. No os vayáis —exclamó D’Artagnan, arrastrado por uno de esos irresistibles impulsos que revelaban el calor de su sangre y la natural rectitud de su corazón—; no os vayáis, porque yo también tengo que hacer un juramento. Juro que daría hasta la última gota de mi sangre por conservar el aprecio de un hombre como vos, Athos, y la amistad de un hombre como vos, Aramis.
Y se precipitó en brazos de Athos.
—¡Hijo mío! —exclamó Athos estrechándole contra su corazón.
—Y yo —dijo Porthos— nada juro, porque me estoy ahogando, ¡voto a tal! Si tuviera que batirme contra ellos, creo que me dejaría atravesar de parte a parte, porque no he tenido otros amigos en el mundo.
Y el buen Porthos rompió a llorar, arrojándose en brazos de Aramis.
—Eso es lo que yo esperaba —dijo Athos— de dos corazones como los vuestros; sí, lo he dicho y lo repito; nuestro destino está irrevocablemente enlazado, aunque marchemos por distintas sendas. Respeto vuestra opinión, D’Artagnan; respeto vuestra convicción, Porthos; mas continuaremos siendo amigos, aunque peleemos por causas opuestas; los ministros, los grandes y los reyes pasarán como un torrente; la guerra civil como un incendio; pero nosotros seremos siempre los mismos.
—Sí —dijo D’Artagnan—, seamos siempre mosqueteros y guardemos por única bandera la famosa servilleta del baluarte de San Gervasio, en que el gran cardenal mandó bordar las tres flores de lis.
—Cierto —dijo Aramis—; ¿qué importa que seamos cardenalistas o frondistas? Lo que interesa es tener buenos padrinos para un duelo, amigos a toda prueba para un asunto grave y compañeros alegres para una broma.
—Y cuando nos encontremos en la pelea —repuso Athos—, a la voz de Plaza Real pasemos la espada a la mano izquierda y tendámonos la derecha, aunque lluevan cuchilladas.
—Habláis admirablemente —dijo Porthos.
—¡Sois el más grande de los hombres! —exclamó D’Artagnan—. Vuestra superioridad sobre nosotros es inmensa.
Athos sonrió y dijo:
—¿Está convenido? Vamos, la mano. ¿Sois algo cristianos?
—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan.
—En esta ocasión lo seremos para permanecer fieles a nuestro juramento —contestó Aramis.
—Yo estoy pronto a jurar por cualquiera, aunque sea por Mahoma —dijo Porthos—. Lléveme el diablo si he sido alguna vez más dichoso que en este momento.
Y el buen Porthos enjugábase los ojos, humedecidos por las lágrimas.
—¿Hay alguno que traiga una cruz? —dijo Athos.
D’Artagnan y Porthos se miraron como hombres a quienes se coge desprevenidos.
Sonrióse Aramis y sacó del pecho una cruz de diamantes colgada de un collar de perlas.
—Aquí hay una —contestó—. Juremos por esta cruz (que no deja de serlo a pesar de la materia de que está formada) permanecer siempre unidos, sean los que quieran los sucesos; y ojalá que este juramento no sólo nos enlace a nosotros, sino también a nuestros descendientes. ¿Aceptáis?
—Sí —exclamaron todos a una voz.
—¡Ah, traidor! —prorrumpió D’Artagnan al oído de Aramis—. Nos habéis hecho jurar sobre el crucifijo de una frondista.