CAPÍTULO
VI
D’Artagnan a los cuarenta años
Desde el tiempo en que en nuestra historia de Los Tres Mosqueteros, dejamos a D’Artagnan en la calle de Fosseyeurs, número 12, habían pasado muchas cosas y sobre todo muchos años.
D’Artagnan no había faltado a las circunstancias, pero las circunstancias le habían faltado a él. Mientras estuvo rodeado de sus amigos, vivió en medio de los encantos de la juventud y de la poesía, pues tenía uno de esos caracteres despejados e impresionables que se asimilaban fácilmente las cualidades de los demás. Athos le comunicaba su grandeza, Porthos su verbosidad, Aramis su elegancia. Si D’Artagnan hubiese seguido su trato con estos tres hombres, habría llegado a ser un hombre de provecho. Athos fue el primero que le dejó para irse a las tierras que heredara junto a Blois. En seguida le abandonó Porthos para casarse con su procuradora; y, por último, Aramis para recibir las órdenes y hacerse clérigo. Desde entonces D’Artagnan, que parecía haber confundido su porvenir con el de sus tres amigos, se encontró aislado y se sintió débil y sin valor para seguir una carrera en la que conocía que no podía llegar a ser gran cosa, sino a condición de que cada uno de sus amigos le cediese una parte del fluido eléctrico que del cielo hubiese recibido.
De modo que cuando D’Artagnan alcanzó el empleo de teniente de mosqueteros, su aislamiento no por eso fue menor. Ni era de tan elevado nacimiento como Athos para frecuentar las casas de los ilustres, ni tan vanidoso como Porthos para hacer creer que se rozaba con la alta sociedad, ni tan buen mozo como Aramis para conservar siempre una elegancia natural, propia de la persona. Por algún tiempo el dulce y tierno recuerdo de la señora Bonacieux revistió el ánimo del joven teniente de cierta poesía; pero este recuerdo caducó como el de todas las cosas del mundo; se había ido borrando poco a poco: la vida del soldado en guarnición es fatal aun para las organizaciones distinguidas. De las dos naturalezas opuestas que formaban la individualidad de D’Artagnan, la naturaleza material había ido adquiriendo insensiblemente su dominio sobre la espiritual; siempre de guarnición, siempre en el campamento y siempre a caballo, había llegado a ser lo que se llama un perdido.
No es esto decir que D’Artagnan hubiera perdido su delicadeza primitiva; al contrario, esa delicadeza se aumentó más y más, o al menos parecía doblemente realzada bajo una apariencia algo más tosca; más aplicada a las cosas pequeñas de la vida y no a las grandes, al bienestar material, al bienestar tal como los militares lo entienden, es decir, a tener buena cama, buena mesa, y excelente patrona.
D’Artagnan hacía seis años que encontraba todos esos requisitos en la calle de Tiquetonne, y en su fonda de la Chevrette.
En los primeros tiempos de su estancia en dicha casa, el ama, que era una hermosa y fresca flamenca de veinticinco a veintiséis años, se enamoró ciegamente de él. Después de algunos lances muy contrariados por un esposo incómodo, a quien D’Artagnan amenazó más de diez veces con pasar de parte a parte con su espada, desapareció una mañana el marido, desertando para no regresar, después de haber vendido furtivamente algunos toneles de vino y llevándose el dinero y alhajas. En suma, se creyó que había muerto. Su mujer especialmente, lisonjeada con la grata idea de hallarse viuda, sostenía osadamente que estaba en el otro mundo. En fin, después de tres años de unas relaciones que D’Artagnan se había guardado muy bien de romper, porque a ellas debía el que fueran cada año mejores su cama y su patrona, cosa que se abonaban mutuamente, tuvo la última, la exorbitante pretensión de contraer segundas nupcias y aconsejó a D’Artagnan que se casara con ella.
—¡Qué disparate! —contestó D’Artagnan—. ¿Pretendéis acaso tener dos esposos?
—El otro ha muerto, estoy segura.
—No lo creo. Era muy aficionado a estorbar y volvería, aunque fuese del otro mundo, por el placer de que nos ahorcaran.
—Vos que sois tan diestro y tan valiente, ¿no tenéis más que matarle si vuelve?
—¡Cáspita! También ese es buen medio de bailar en la cuerda.
—¿Conque no deseáis casaros?
—No.
La hermosa fondista se quedó muy desconsolada, pues de buena gana hubiera tomado a D’Artagnan por esposo.
Cuatro años duraban estas relaciones, cuando se organizó la expedición al Franco-Condado. D’Artagnan formó parte de ella, y al tiempo de partir, la patrona se deshizo en lágrimas y juramentos de fidelidad. D’Artagnan no hizo más promesa que la de procurar a toda costa ganar honra y provecho.
Conociendo su valentía, fácil es comprender que se portó bizarramente, y al cargar al enemigo al frente de sus soldados, recibió un balazo en el pecho, quedando tendido en el campo de batalla. Viósele caer del caballo y no levantarse, de suerte que se le creyó muerto, y todos los que tenían esperanza de ocupar su vacante, aseguraron por sí o por no, que era cadáver. Es muy fácil creer lo que se quiere, y en el ejército, desde el general de división que desea la muerte del general en jefe, hasta los soldados que desean la del cabo, todo el mundo desea la muerte de alguien.
Pero D’Artagnan no se dejaba matar ni por ésas. Después de permanecer durante los calores del día, privado del sentido sobre el campo de batalla, el fresco de la noche le hizo volver en sí: dirigióse como pudo a una aldea y llamó a la puerta de la casa que le pareció de mejor aspecto, siendo perfectamente recibido. Allí se curó, cuidado con el mayor esmero, y una vez repuesto emprendió el camino de Francia; una vez en Francia, tomó el de París, y cuando llegó a París se dirigió a la calle de Triquetonne.
Al entrar en su cuarto encontróse desagradablemente sorprendido, viendo en ella un equipaje militar, al que sólo faltaba la espada para estar completo.
—Sin duda habrá regresado —dijo para sí—: tanto mejor y tanto peor.
D’Artagnan se refería al marido de la fondista.
Intentó informarse del estado de la casa: la criada y los mozos eran nuevos. El ama había salido a paseo.
—¿Sola? —preguntó D’Artagnan.
—Con el amo.
—¿Ha regresado el amo?
—Sí, señor —contestó sencillamente la criada.
—Si tuviera dinero —pensó el gascón—, me marcharía. Pero como no lo tengo, tendré que quedarme y seguir los consejos de mi patrona, propinando una estocada a su marido.
Apenas acababa este monólogo, que evidencia que todo el mundo habla solo en las grandes ocasiones, cuando la criada, que estaba en la puerta, exclamó de repente:
—Ahí viene la señora con el amo.
D’Artagnan miró a la calle y vio en la esquina de la de Montmartre a su buena patrona, que volvía colgada del brazo de un enorme suizo, que le recordó a Porthos por el aire hinchado y majestuoso con que se contoneaba.
—¿Ese es el dueño? —preguntó D’Artagnan—. Me parece que ha crecido mucho.
Y se sentó en la habitación en sitio en que pudiera ser visto.
La patrona le vio en seguida y lanzó un débil grito.
D’Artagnan, con la mayor naturalidad, se levantó y dirigiéndose a ella la abrazó tiernamente.
El suizo miraba asombrado a la fondista, que se quedó más blanca que la cera.
—¿Sois vos, caballero? —dijo por fin ella con una turbación que no podía disimular.
—¿El señor es acaso hermano o primo vuestro? —preguntó D’Artagnan sin desconcertarse.
Y antes de que la fondista pudiera contestar, abrazó al suizo, que permaneció inmóvil, preguntando:
—¿Quién es ese hombre? La patrona no respondió.
—¿Quién es ese suizo? —preguntó también D’Artagnan.
—El señor va a casarse conmigo.
—¿Ha muerto vuestro marido?
—¿Y qué os importa a vos? —dijo el suizo.
—Me importa mucho —dijo D’Artagnan remedándole—, porque no podéis casaros con esta señora sin mi permiso, y que…
—¿Y qué? —preguntó el suizo.
—Y que… no quiero darlo —dijo el mosquetero.
El suizo púsose más encendido que una grana; llevaba su hermoso uniforme galoneado, y D’Artagnan estaba envuelto en una especie de capa gris. El suizo tenía seis pies de estatura, y D’Artagnan no tenía arriba de cinco. El suizo creía estar en su propia casa.
—¿Queréis salir de aquí? —preguntó dando en el suelo una patada como hombre que empieza a incomodarse seriamente.
—¿Yo? ¡No ciertamente! —dijo D’Artagnan.
—No hay más que llamar para que le echen —dijo un mozo que no acertaba a comprender cómo un hombre tan pequeño disputaba el puesto a aquel gigante.
—Tú —dijo D’Artagnan, que empezaba también a irritarse, agarrando al mozo de una oreja—, tú vas a principiar por quedarte aquí sin moverte siquiera, o de lo contrario te arranco esta oreja. Respecto a vos, ilustre descendiente de Guillermo Tell, haced un lío con las ropas que tenéis en mi cuarto, y salid inmediatamente a buscar casa.
El suizo se echó a reír a carcajadas.
—¿Yo salir?
—Vamos —dijo D’Artagnan—; veo que comprendéis el francés. Venid a dar un paseo conmigo, y os explicaré lo demás.
La patrona, que conocía a D’Artagnan por hombre perito con la espada, principió a llorar y a mesarse los cabellos.
D’Artagnan se acercó a la hermosa afligida, y le dijo:
—Entonces, despedidle vos misma, señora.
—¡Bah! —exclamó el suizo, que había necesitado algún tiempo para comprender la proposición de D’Artagnan—. ¡Bah! ¿Y quién sois vos para proponerme ese paseo?
—Soy teniente de los mosqueteros de Su Majestad, y por tanto vuestro superior en todo; pero como aquí no se trata de grados, sino de boletas de alojamiento, ya sabéis cuál es la costumbre. Venid a buscar la vuestra, y el primero que vuelva recobrará su cuarto.
D’Artagnan se llevó al suizo, a pesar de los lamentos de la patrona, la cual, aun cuando conocía en su interior que su corazón se inclinaba a su antiguo amante, no hubiera llevado a mal dar una lección a aquel soberbio mosquetero, que le había hecho la afrenta de rehusar su mano.
Los dos adversarios se fueron directamente a los fosos de Montmartre, y era ya de noche cuando llegaron. D’Artagnan pidió cortésmente al suizo que le cediese la habitación y no volviese más a ella; pero éste se negó a ello con un movimiento de cabeza y tiró de la espada.
—Entonces dormiréis aquí —dijo D’Artagnan—: la cama no es agradable; pero no será culpa mía, pues vos sois el que así lo ha querido. Y diciendo estas palabras, tiró a su vez de su tizona y la cruzó con la de su enemigo.
Tenía que habérselas con un puño de hierro, pero su destreza era superior a toda fuerza. La espada del alemán nunca encontraba la del mosquetero. El suizo recibió dos estocadas casi sin sentirlo, a causa del frío; sin embargo, la pérdida de sangre y la debilidad que le produjo, le obligaron a sentarse.
—Vamos —dijo D’Artagnan—, ¿qué os había yo vaticinado? ¡No habéis dejado de adelantar bastante, testarudo! ¡Y gracias que sólo tenéis para quince días! Permaneced ahí, que yo os enviaré vuestras ropas con el mozo. ¡Hasta la vista! A propósito, mudaos a la calle de Montorgueil, fonda del Gato Blanco: allí estaréis bien servido, pero no por la misma patrona. Adiós.
Y volviendo orgulloso a su habitación, envió, en efecto, las ropas al suizo, a quien encontró el mozo sentado en el mismo lugar en que le dejara D’Artagnan, admirado todavía de la serenidad de su adversario.
El mozo, la patrona, y todos los de la casa guardaron a D’Artagnan los miramientos y consideraciones que hubiesen podido tener por el mismo Hércules, si volviese a la tierra para emprender de nuevo sus doce trabajos.
Pero cuando estuvo a solas con la patrona, le dijo:
—Ahora, hermosa Magdalena, ya sabéis la distancia que va de un suizo a un caballero; respecto a vos, nada os digo sino que os habéis portado como la mujer más despreciable. El mal es para vos, que perdéis mi cariño y mi permanencia en esta casa. He arrojado de ella al suizo para humillaros, pero no quiero vivir más aquí; no acostumbro habitar entre personas a quienes desprecio… ¡Eh, mozo! Que lleven mi maleta a la Manzana de Oro, calle de Bourdonnais. Adiós, señora.
D’Artagnan hubo de estar, a lo que parece, cuando pronunció estas palabras, imponente y seductor a la par. La patrona se arrojó a sus pies, le pidió perdón y le retuvo con una suave violencia. ¿Qué más hemos de decir? El asador estaba dando vueltas, la sartén hacía rechinar agradablemente las viandas, la hermosa Magdalena lloraba, y D’Artagnan sintió que le acometían al mismo tiempo el hambre, el frío y el amor. No pudo, pues, resistirse a conceder el perdón que se le pedía, y se quedó.
Así es como D’Artagnan continuaba habitando en la calle de Tiquetonne y en su fonda de la Chevrette.