La rana se cocina

Las semanas siguientes madame Manec es sumamente amable; va con Marie-Laure a pasear a la playa casi todos los días y la lleva al mercado, pero parece ausente. Les pregunta a Marie-Laure y a Etienne con perfecta cortesía cómo se sienten y todas las mañanas les da los buenos días como si fueran extraños. Suele desaparecer el resto del día.

Las tardes de Marie-Laure se vuelven cada vez más largas y solitarias. En una ocasión se sienta a la mesa de la cocina mientras su tío le lee en voz alta.

«La vitalidad que poseen los huevos de caracol es increíble. Se han observado ciertas especies congeladas en sólidos bloques de hielo que recuperan su actividad vital bajo la influencia del calor».

Etienne deja de leer.

—Deberíamos preparar la cena. No parece que madame vaya a regresar esta noche.

Pero ninguno de los dos se mueve. Él lee otra página. «En ocasiones han sido guardados durante años en pastilleros y al reintegrarlos en un entorno húmedo se han abierto con el mismo aspecto de siempre… La concha puede llegar a romperse, incluso perder alguna parte, y aun así, tras cierto lapso de tiempo, las partes dañadas se repararán mediante una deposición de materia calcárea en las fracturas».

—Parece que hay esperanza para mí —dice Etienne riéndose. Y eso le recuerda a Marie-Laure que su tío abuelo no ha sido siempre tan temeroso, que ha tenido una vida antes de esta guerra y también antes de la anterior, que también él fue un joven que vivió en el mundo y lo amó igual que ella.

Por fin madame Manec entra por la puerta de la cocina, echa el candado y Etienne dice buenas noches con frialdad. Madame Manec le devuelve el saludo poco después. En algún lugar de la ciudad los alemanes cargan armas o beben brandy y la historia se convierte en una especie de pesadilla de la cual Marie-Laure desea despertar desesperadamente.

Madame Manec coge una cacerola que cuelga de un gancho y la llena de agua. Su cuchillo cae sobre algo que suena a patatas, la hoja golpea la tabla de cortar de madera que hay debajo.

—Por favor, madame, déjeme hacerlo a mí, usted está agotada.

Pero no se levanta y madame Manec continúa cortando patatas. Cuando termina, Marie-Laure escucha cómo las deja caer en el agua ayudándose con la parte posterior del cuchillo. La tensión que hay en la habitación hace que Marie-Laure se maree, como si pudiera sentir la rotación del planeta.

—¿Han hundido ustedes muchos submarinos alemanes hoy? —murmura Etienne—. ¿Han reventado muchos tanques?

Madame Manec abre de un golpe la puerta de la nevera. Marie-Laure escucha que rebusca algo en un cajón. Se oye una cerilla, enciende un cigarrillo. Al rato un cuenco con patatas medio crudas aparece frente a Marie-Laure. Tantea sobre la mesa en busca de un tenedor pero no lo encuentra.

—¿Sabe lo que sucede, Etienne —dice madame Manec desde el otro lado de la cocina—, cuando echas una rana dentro de un cazo de agua hirviendo?

—Nos lo vas a decir usted, estoy seguro.

—Que salta afuera. ¿Pero sabe lo que ocurre cuando pones una rana dentro de una cacerola con agua fría y la cueces poco a poco? ¿Sabe lo que sucede entonces?

Marie-Laure aguarda. Siente el vapor de las patatas.

—Que la rana se cocina —dice madame Manec.

La luz que no puedes ver
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