El borde del mundo

En la parte de atrás del Opel, Volkheimer le lee a Werner en voz alta. El papel en el que ha escrito Jutta parece apenas un pañuelo de papel en sus enormes garras.

… Ah, y herr Siedler, el oficial de minería, envió una nota felicitándote por tu éxito. Dice que la gente se está dando cuenta. ¿Significa eso que vas a volver a casa? Hans Pfeffering me dice que te diga: «Las balas temen a los valientes», pero a mí me parece un mal consejo. El dolor de muelas de frau Elena va un poco mejor pero como no puede fumar está de mal humor, ¿te conté que empezó a fumar…?

A través de la rota ventanilla trasera del camión, Werner ve por encima del hombro de Volkheimer a una niña de pelo rojo con una capa de terciopelo flotando a casi dos metros sobre la carretera. Pasa a través de los árboles, de las señales de tráfico y gira en las curvas tan inexorable como la luna.

Neumann Uno dirige el Opel hacia el oeste y Werner se encoge envuelto en una manta sobre el banco trasero del camión, inmóvil durante horas, y rechaza ofrecimientos de té y comida enlatada mientras la niña flotante le persigue por toda la región. La niña muerta en el cielo, la niña muerta al otro lado de la ventana, la niña muerta a tres centímetros de distancia. Dos ojos húmedos y ese tercer ojo del agujero de la bala, que nunca parpadea.

Avanzan dando tumbos por una sucesión de pueblecitos verdes donde árboles podados bordean canales soñolientos. Un par de mujeres que van en bicicleta se echan a un lado en la carretera y se quedan mirando el camión con la boca abierta como si fuera un vehículo infernal que ha venido a traer la desgracia a su pueblo.

—Francia —dice Bernd.

El follaje de los cerezos va pasando por encima de sus cabezas preñado de flores. Werner abre la puerta trasera y deja colgar los pies por encima del parachoques trasero, sus talones casi rozando la carretera que fluye. Un caballo avanza cargado de paja y cinco nubes blancas decoran el cielo.

Se bajan en un pueblo llamado Épernay y el dueño del hotel les lleva vino y muslos de pollo y un caldo que Werner consigue retener en el estómago. La gente a su alrededor habla el idioma que frau Elena le susurraba cuando era niño. Neumann Uno ha ido a buscar gasolina y Neumann Dos se enzarza en una discusión con Bernd sobre si los intestinos de las vacas se usaban como celdas hinchables en el interior de los zepelines durante la primera guerra, mientras tres chicos con boina les miran apoyados en una puerta, sin poder apartar los ojos de Volkheimer. A sus espaldas, en el atardecer, seis caléndulas en flor dibujan la silueta de una niña muerta y a continuación se vuelven flores otra vez.

—¿Quieren más? —pregunta el dueño del hotel.

Werner no puede negar con la cabeza. En este instante tiene miedo de apoyar las manos y que atraviesen la mesa.

Conducen durante toda la noche y paran al amanecer en un puesto de control en la frontera norte de Bretaña. A la distancia se ve la amurallada ciudadela de Saint-Malo. Las nubes proyectan bandas difusas de suaves grises y azules y lo mismo hace el océano bajo ellas.

Volkheimer enseña sus documentos al centinela. Sin pedir permiso, Werner sale del camión y pasa al otro lado del bajo rompeolas hasta la playa. Cruza una serie de barricadas y llega a la línea de la marea. A su derecha se extiende una línea de obstáculos antiinvasión que tienen la forma de juguetes infantiles, rodeados de alambradas con cuchillas, a lo largo de al menos un kilómetro y medio de playa.

No hay huellas en la arena. Entre las conchas ve guijarros y trozos de algas. Las tres islas exteriores tienen pequeños y bajos fuertes de piedra y un farol verde reluce en la punta del malecón. Por algún motivo parece apropiado haber llegado al borde del continente, encontrar frente a él tan solo el martilleo del mar. Como si este fuera el punto final hacia el que Werner se ha estado dirigiendo desde que dejó Zollverein.

Mete una mano en el agua y se lleva los dedos a la boca para probar la sal. Alguien grita su nombre pero Werner no se da la vuelta, nada le gustaría más que quedarse aquí toda la mañana viendo cómo se mueven las olas bajo la luz. Ahora se han puesto a gritar, primero Bernd y luego Neumann Uno. Werner por fin se da la vuelta y les ve haciéndole señas. Comienza a caminar hacia el Opel, cruza la arena y las líneas de alambradas.

Una docena de personas le observa, son centinelas y un puñado de lugareños. Muchos se tapan la boca con la mano.

—¡Pisa con cuidado, muchacho! —grita Bernd—. ¡Hay minas! ¿No has leído las señales?

Werner sube a la parte trasera del camión y cruza los brazos.

—¿Te has vuelto completamente loco? —pregunta Neumann Dos.

Las pocas personas que ven en la vieja ciudad pegan la espalda contra la pared para permitir que pase el Opel. Neumann Uno se detiene junto a una casa de cuatro plantas con postigos azul pálido.

—El Kreiskommandantur —anuncia.

Volkheimer entra y regresa con un coronel que lleva uniforme de campo: el abrigo de la Reichswehr, cinturón alto y botas negras de caña alta. Tras él, dos ayudantes.

—Creemos que hay toda una red —dice el primer ayudante—, los códigos numéricos van seguidos de anuncios de nacimientos, bautismos, bodas y defunciones.

—Y luego hay música, casi siempre ponen algo de música —dice el segundo—, no sabríamos decir lo que significa.

El coronel desliza dos dedos a lo largo de su perfecta mandíbula. Volkheimer le contempla y luego mira a sus ayudantes como si quisiera convencer a unos niños preocupados de que se va a corregir cierta injusticia.

—Les encontraremos —dice—, no tardaremos mucho.

La luz que no puedes ver
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