Alto el fuego

La luz arenosa del verano se desliza a través de la trampilla hasta el sótano. Debe ser por la tarde. No se oyen explosiones. Por espacio de unos latidos Werner la contempla dormida.

Luego se apresuran. No consigue encontrar los zapatos que ella le pide pero encuentra unos zapatos de hombre en un armario y la ayuda a ponérselos. Sobre su uniforme se pone unos pantalones de tweed de Etienne y una camisa cuyas mangas son demasiado largas. Si se cruzan con los alemanes él hablará solo en francés, les dirá que la está ayudando a abandonar la ciudad. Si se cruzan con los norteamericanos, les dirá que está desertando.

—Habrá un lugar de reunión, un punto en el que reúnan a los refugiados —dice aunque no está del todo seguro.

Encuentra una funda de almohada blanca en un armario caído y se la mete a ella dentro del bolsillo del abrigo.

—Cuando llegue el momento, alza esto lo más alto que puedas.

—Lo intentaré. ¿Y mi bastón?

—Aquí.

En el vestíbulo dudan los dos. No hay manera de estar seguros de lo que les espera del otro lado de la puerta. Él recuerda la sofocante sala de baile de los exámenes de ingreso hace cuatro años: la escalera atornillada contra la pared, la bandera carmesí con su círculo blanco y la cruz negra debajo. Da un paso adelante. Salta.

Al otro lado, en el exterior, hay montañas de escombros por todas partes, chimeneas aún en pie con sus ladrillos desnudos bajo la luz. El cielo está cubierto de humo. Él sabe que los proyectiles provenían del este, que hace seis días los norteamericanos estaban casi en Paramé, por eso lleva a Marie-Laure en esa dirección.

En cuanto les vean, tanto los norteamericanos como su propio ejército, tendrán que hacer algo. Trabajar, unirse, confesar o morir. En algún sitio se oye el crepitar del fuego: un sonido parecido al que produce aplastar en un puño una rosa seca. No se oye nada más: ni motores, ni aviones, ni ametralladoras, ni los aullidos de los heridos, ni ladridos de perros. Él le da la mano para ayudarla a avanzar entre los escombros. No caen bombas ni suenan disparos, la luz es suave y está cubierta de ceniza.

Jutta, piensa, al final te escuché.

Durante dos manzanas no ven a nadie. Puede que Volkheimer esté comiendo…, eso es al menos lo que le gustaría imaginar a Werner, al gigantesco Volkheimer comiendo solo en una pequeña mesa con vistas al mar.

—Está todo tan tranquilo.

La voz de ella es como una ventana luminosa y abierta al cielo. Su rostro un campo de pecas. Él piensa: «No quiero dejarte marchar».

—¿Nos miran?

—No lo sé. No creo.

Una manzana más adelante él percibe movimientos: tres mujeres caminan cargando bultos. Marie-Laure le tira de la manga.

—¿Qué cruce es este?

—La rue des Lauriers.

—Ven —dice ella y camina con su bastón en la mano derecha, tanteando adelante y atrás. Giran primero a la derecha y después a la izquierda, pasan junto a un nogal que parece un gigantesco palillo de dientes carbonizado clavado en el suelo. Pasan junto a dos cuervos que picotean algo difícil de identificar, hasta que llegan al pie de las murallas. Sobre una arcada en un estrecho callejón cuelgan ramas de hiedra. A lo lejos, a su derecha, Werner ve a una mujer con un traje azul de tafetán arrastrando una enorme maleta sobre el bordillo. La sigue un chico que lleva unos pantalones pensados para un niño más pequeño; lleva una boina echada hacia atrás y una especie de chaqueta brillante.

—Los civiles se están marchando. ¿Quieres que les llame?

—Necesito solo un segundo. —Le lleva más allá, hacia el interior del callejón. Una brisa dulce y marina se desliza a través de un hueco en la pared que no consigue ver: el aire silba desde el interior.

Al final del callejón, llegan hasta una verja estrecha. Ella mete la mano en el bolsillo de su abrigo y saca una llave.

—¿Está alta la marea?

Él solo puede ver a través de la puerta un pequeño espacio cerrado por una reja en la parte más alejada.

—Hay agua ahí abajo, nos tenemos que dar prisa.

Pero ella ya ha pasado al otro lado de la verja y está bajando por la gruta con sus grandes zapatos, moviéndose con seguridad y deslizando los dedos por las paredes como si fueran viejos amigos a los que no esperaba volver a ver. La marea empuja una pequeña ola a través del charco que le cubre los tobillos y le moja el borde del vestido. Saca del bolsillo un objeto pequeño de madera y lo pone en el agua. Habla suavemente pero su voz resuena:

—Necesito que me digas algo, ¿está en el océano? Tiene que estar en el océano.

—Sí, lo está. Tenemos que irnos.

—¿Estás seguro de que está en el agua?

—Sí.

Vuelve a salir, sin aliento. Le empuja al otro lado de la verja y cierra tras ellos. Él le sostiene el bastón. Después regresan de nuevo por el callejón, los zapatos de ella chorrean. Atraviesan la hiedra colgante, giran a la izquierda. Frente a ellos, una harapienta comitiva de personas cruza una intersección: una mujer, un niño, dos hombres transportando a un tercero sobre una camilla, los tres con cigarrillos en las bocas.

La oscuridad regresa a los ojos de Werner y le parece que se va a desmayar. Sus piernas no van a ser capaces de sostenerlo mucho más. Hay un gato sentado en la carretera que se lame la pata y se restriega luego con ella las orejas, sin dejar de mirarle. Piensa en los viejos y destrozados mineros que veía en Zollverein sentados en sillas o sobre cajas, inmóviles durante horas, esperando que llegara la muerte. Para aquellos hombres el tiempo era un exceso, un barril que se vaciaba lentamente. Cuando en realidad, piensa él, se parece más a un charco luminoso que uno lleva entre las manos y debe proteger con toda su energía, luchar para no derramar ni una sola gota.

—De acuerdo —dice tratando de pronunciar el francés lo mejor que puede—, aquí tienes la funda de almohada. Tienes que deslizar la mano sobre el muro. ¿Lo sientes? Llegarás a una intersección. Sigue caminando recto. Las calles parecen despejadas. Lleva siempre alzada la funda. Muy alta y siempre delante de ti, ¿lo entiendes?

Ella se da la vuelta hacia él mordiéndose el labio inferior.

—Me dispararán.

—No con una bandera blanca, no dispararán a una muchacha. Hay más gente delante. Sigue el muro —dice posándole la mano sobre el muro de nuevo—. Date prisa, acuérdate de la funda.

—¿Y tú?

—Yo iré en la dirección opuesta.

Ella vuelve la cara hacia la suya y, aunque no puede verle, él se da cuenta de que es incapaz de mirarla.

—¿No vienes conmigo?

—Va a ser mejor para ti que no te vean conmigo.

—¿Pero cómo te encontraré de nuevo?

—No lo sé.

Ella busca la mano de él. Le deja algo en la palma y la cierra.

—Adiós, Werner.

—Adiós, Marie-Laure.

Luego se marcha. Cada pocos pasos la punta de su bastón choca contra alguna piedra en la calle y le lleva un rato retomar el camino rodeándola. Da un paso y luego otro paso, se detiene, de nuevo otro paso y otro paso. El bastón avanza, el borde del vestido se bambolea mojado, lleva la funda de la almohada en lo alto. Él no retira la mirada hasta que se asegura de que cruza la intersección, llega hasta la siguiente manzana y se pierde de vista.

Espera escuchar voces, armas.

Ellos se encargarán de ayudarla. Tienen que hacerlo.

Cuando abre la mano, hay una pequeña llave de metal en su palma.

La luz que no puedes ver
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