La gruta

Una división alemana antiaérea dispara a un avión norteamericano que se estrella contra la superficie del mar a la altura de Paramé y el piloto norteamericano nada hacia la orilla donde lo toman como prisionero. Etienne lo interpreta como una calamidad pero madame Ruelle emana entusiasmo.

—Es más guapo que una estrella de cine —le susurra a Marie-Laure mientras le da una barra de pan—, estoy segura de que son todos parecidos.

Marie-Laure sonríe. Cada mañana es lo mismo: los norteamericanos están cada vez más cerca, los alemanes se van desgastando. Todas las tardes Marie-Laure le lee a Etienne la segunda parte de Veinte mil leguas y ahora ambos se encuentran en territorio desconocido. «Veinte mil leguas en tres meses y medio», escribe el profesor Aronnax. «¿Hacia dónde nos dirigimos ahora y qué nos depara el futuro?».

Marie-Laure guarda la barra en la mochila, sale de la panadería y se dirige hacia las murallas, a la gruta de Hubert Bazin. Cruza la verja, se alza el borde del vestido y entra en el charco poco profundo, rezando para no aplastar ninguna criatura con sus pisadas.

Está subiendo la marea. Encuentra percebes y una anémona suave como la seda. Posa lo dedos tan suavemente como puede sobre un Nassarius, que deja de moverse de inmediato y esconde la cabeza y los pies bajo la concha, pero después vuelve a alzar las puntas gemelas de sus cuernos y a arrastrar la caracola en espiral por la superficie.

¿Qué buscas, pequeño caracol? ¿Solo vives el presente o te preocupas también por el futuro, como el profesor Aronnax?

Cuando el caracol cruza el charco y comienza a subir por la pared más alejada, Marie-Laure coge su bastón y sale con sus zapatones. Cruza la verja y está a punto de cerrarla cuando una voz masculina le dice:

—Buenos días, mademoiselle.

Ella se sobresalta, está a punto de tropezar. El bastón repiquetea al caer.

—¿Qué lleva en esa mochila?

Habla un francés correcto pero ella está segura de que es alemán. Su cuerpo obstruye el callejón. El borde de su vestido está empapado, los zapatos chorrean agua, a ambos lados se alzan las paredes verticales. Todavía sostiene con la mano derecha la verja abierta.

—¿Qué hay ahí detrás? ¿Un escondite?

Su voz suena terriblemente cerca aunque resulta difícil saberlo con seguridad en un lugar tan repleto de ecos. Siente la barra de pan de madame Ruelle presionándole en la espalda como si fuera algo vivo. Dentro (casi con toda seguridad) hay un rollo de papel en cuyos números hay dictada una sentencia de muerte. La de su tío abuelo, la de madame Ruelle, la de todos ellos.

—Mi bastón —dice.

—Ha rodado detrás de usted, querida.

Tras el hombre se abre el callejón, luego está la cortina de hiedra y después la ciudad. Un sitio en el que podría gritar y ser escuchada.

—¿Puedo pasar, monsieur?

—Por supuesto.

Pero no parece moverse. La verja chirría ligeramente.

—¿Qué quiere, monsieur?

Le resulta imposible evitar que le tiemble la voz. Si le pregunta de nuevo por la mochila le estallará el corazón.

—¿Qué hacía ahí dentro?

—No nos dejan ir a las playas.

—¿Por eso viene aquí?

—Vengo a coger caracoles marinos. Debo marcharme, monsieur. ¿Me podría dar el bastón?

—Pero yo no veo ningún caracol, mademoiselle.

—¿Me permite pasar?

—La dejo pasar si antes me contesta una cosa sobre su padre.

—¿Papá? —Algo frío en su interior se vuelve cada vez más frío—. Papá regresará en cualquier momento.

El hombre se ríe y su risa resuena entre las paredes.

—¿En cualquier momento, dice? ¿Su padre que está en una prisión a quinientos kilómetros de distancia?

Le recorre el pecho una ola de pánico. Debería haberte hecho caso, papá, no debería haber salido.

—Vamos, petite cachotière —dice el hombre—, no tenga miedo.

Ella oye que el hombre se acerca, le huele mal el aliento. Percibe cierta indulgencia en su voz y que algo (¿la punta de un dedo?) le roza la cintura cuando se echa hacia atrás bruscamente y le cierra la verja en la cara.

Él se resbala, le lleva más tiempo del que ella habría esperado volver a ponerse de pie. Marie-Laure cierra con la llave y se la guarda en el bolsillo. Al alejarse por el estrecho espacio de la perrera encuentra su bastón. Le persigue la desolada voz del hombre, aun cuando su cuerpo ha quedado al otro lado de la verja cerrada.

—Mademoiselle, ha hecho que se me caiga el periódico. No soy más que un humilde sargento mayor que quiere hacerle una pregunta, una simple pregunta y luego me marcharé.

Se oye el murmullo de la marea, el movimiento de los caracoles. ¿Están los barrotes de la verja lo bastante juntos como para impedir que se deslice entre ellos? ¿Son sus bisagras lo bastante fuertes? Ella espera que sí. El peso de la muralla la sostiene con su espesor. Cada diez segundos, más o menos, irrumpe una nueva ola de agua fría. Marie-Laure escucha que el hombre camina ahí fuera, uno (pausa) dos, uno (pausa) dos, una cojera tambaleante. Intenta imaginar los perros guardianes que según Hubert Bazin habían vivido ahí durante siglos: perros del tamaño de caballos, perros que desgarraban las piernas de los hombres. Se agacha y se abraza las rodillas. Es la Caracola. Blindada. Impenetrable.

La luz que no puedes ver
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