Lo que tienen

¿Cuándo es de día y cuándo de noche? El tiempo parece medido por flashes, por la luz de la linterna de Volkheimer que se enciende y apaga.

Werner contempla la cara de Volkheimer cubierta de ceniza bajo el reflejo brillante, observa cómo se inclina sobre Bernd para ayudarle. «Bebe», dicen los labios de Volkheimer mientras acerca una cantimplora a la boca de Bernd y sus sombras cruzan el destrozado techo como un grupo de fantasmas preparando un banquete.

Bernd vuelve la cara con un gesto de pánico en los ojos e intenta examinarse la pierna.

La luz se apaga, regresa la oscuridad.

Werner lleva en su mochila el cuaderno de notas de su infancia, una manta y calcetines secos. Tres raciones. Es toda la comida que tienen. Volkheimer no tiene nada, Bernd tampoco, solo quedan dos cantimploras con agua y las dos están medio vacías. En una esquina Volkheimer ha descubierto un bote con pinceles y una especie de agua sucia, pero ¿hasta dónde tendrá que llegar su desesperación para beber eso?

También llevan dos granadas de mano Modelo 24, una en cada bolsillo lateral del abrigo de Volkheimer. Tienen el mango de madera y una carga superexplosiva en la carcasa de metal. Son las bombas de mano que los chicos de Schulpforta solían llamar pasapurés. Bernd le ha suplicado a Volkheimer en dos ocasiones que intente utilizar una de esas bombas para abrirse camino en el amasijo de la escalera, pero utilizar una granada ahí abajo, en una habitación tan cerrada y bajo tantos escombros supuestamente cargados con municiones de 88 milímetros, sería un suicidio.

También está el rifle de Volkheimer. Un Karabiner 98K con cinco balas en el interior. Suficiente, piensa Werner. Más que de sobra. Solo necesitarán tres: una para cada uno.

A veces, en la oscuridad, Werner piensa que el sótano tiene una débil luz propia que emana de los escombros, que tal vez el espacio se va volviendo un poco más rojo a medida que el día de agosto que transcurre arriba se convierte en un atardecer. Poco después comprende que ni siquiera la oscuridad total es completamente oscura. Más de una vez le parece que puede distinguir sus dedos si los pasa frente a los ojos.

Werner piensa en su infancia, en las nubes de polvo de carbón suspendido en el aire las mañanas de invierno, en las ventanas, en las orejas de los niños, en sus pulmones, solo que aquí, en este agujero, el polvo blanco es su imagen invertida, está atrapado en una profunda mina que es la misma y a la vez la contraria de la que mató a su padre.

De nuevo la oscuridad y de nuevo la luz. La grotesca cara cubierta de polvo de Volkheimer se materializa frente a él, con su insignia de rango parcialmente descosida en el hombro. Con el haz de la linterna le enseña a Werner lo que lleva en la mano: dos destornilladores retorcidos y una caja de fusibles.

—La radio —dice en el oído bueno de Werner.

—¿Has dormido algo?

Volkheimer vuelve la luz hacia su cara. «Antes de que nos quedemos sin batería», dicen sus labios.

Werner sacude la cabeza. La radio está inutilizada. Solo quiere cerrar los ojos, olvidar, rendirse. Esperar al cañón del rifle apoyado en su sien, pero Volkheimer quiere convencerle de que la vida merece la pena.

Los filamentos de la bombilla dentro de la linterna se vuelven amarillos, más débiles. La boca iluminada de Volkheimer es de color rojo, contrasta con la oscuridad. «Nos estamos quedando sin tiempo», dicen sus labios. La estructura gime. Werner ve una porción de hierba verde, moscas que revolotean, la luz del sol. Unas puertas completamente abiertas hacia el verano. Cuando la muerte llegue a buscar a Bernd puede que también se lo lleve a él para ahorrarse un segundo viaje.

—Tu hermana —dice Volkheimer—, piensa en tu hermana.

La luz que no puedes ver
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