Vuelo

Por todo París la gente guarda las vajillas en los sótanos, cose las perlas a los dobladillos de la ropa o esconde los anillos de oro en las costuras de los libros. Las oficinas del museo quedan vacías de taquígrafas. Los recibidores se convierten en salas de embalaje con el suelo cubierto de paja, serrín y cuerdas.

A mediodía el cerrajero va a toda prisa a la oficina del director. Marie-Laure está sentada en el suelo de la conserjería leyendo su novela con las piernas cruzadas. El capitán Nemo está a punto de llevar al profesor Aronnax y a sus compañeros a un paseo bajo el agua sobre lechos de ostras para buscar perlas, pero Aronnax teme la llegada de los tiburones. A pesar de que Marie-Laure anhela saber lo que va a ocurrir, las frases se van desintegrando a medida que recorre las páginas. Las palabras se disuelven en letras y las letras en bultos incomprensibles. Siente como si le hubiesen puesto unos guantes gruesos en las manos. Al otro lado del recibidor, en la garita de los guardias, uno de los vigilantes manipula la parte de atrás de una radio, la zarandea sin conseguir más que un siseo, un chasquido. Cuando la apaga, el silencio envuelve todo el museo.

Por favor, que todo esto sea solo una caja sorpresa, un sofisticado juego construido por papá, un acertijo. La primera puerta tendría una combinación. La segunda, una palanca con llave. La tercera se abriría susurrando unas palabras mágicas por la cerradura. Habría que atravesar trece puertas y luego todo volvería a la normalidad.

Afuera, en la ciudad, las campanas de la iglesia suenan una vez. La una y media. Aún no ha regresado su padre. En algún punto del museo suenan diferentes tipos de golpes que entran desde los jardines o desde las calles traseras como si alguien estuviera soltando sacos de cemento desde las nubes. Con cada impacto, las miles de llaves tiemblan en sus clavijas dentro de los armarios.

No hay nadie en el pasillo. Se oye una nueva serie de golpes fuertes, más cercanos, más prolongados. Las llaves tintinean, el suelo cruje y a ella le da la sensación de que puede oler el polvo cayendo desde el techo.

—¿Papá?

Nada. No hay guardias ni conserjes ni carpinteros ni el clac clac clac de los tacones de las secretarias al cruzar la entrada.

Pueden marchar durante días sin comer. Dejan embarazadas a todas las estudiantes con las que se cruzan.

—¿Hola?

Su voz ha sido absorbida rápidamente. Los corredores suenan como si estuvieran vacíos. Siente pavor. Un instante después se oye el tintineo de unas llaves, unos pasos y la voz de su padre pronunciando su nombre. Todo sucede deprisa. Abre uno de los grandes cajones inferiores y coge una docena de llaveros.

—Papá, he oído…

—Date prisa.

—Mi libro…

—Déjalo ahí, es demasiado pesado.

—¿Dejar mi libro?

Él la arrastra al otro lado de la puerta y cierra la conserjería. En el exterior una ola de pánico parece propagarse por la hilera de árboles como el temblor de un terremoto.

Su padre dice:

—¿Dónde está el vigilante?

Se oyen voces cerca del bordillo de la acera. Soldados.

Marie-Laure tiene los sentidos embotados. ¿Eso que oye es el rugido de aviones? ¿Eso es olor a humo? ¿Hay alguien hablando alemán?

Escucha que su padre intercambia unas palabras con un extraño y luego le tiende unas llaves. A continuación salen hacia la rue Cuvier atravesando lo que deben ser sacos de arena o silenciosos oficiales de policía o algo que acaban de poner en mitad de la calle.

Seis manzanas. Treinta y ocho alcantarillas. Las cuenta todas. Dentro del apartamento el aire está cargado y caliente debido a que su padre ha cubierto las ventanas con planchas de madera.

—Solo será un momento, Marie-Laure. Luego te lo explicaré todo.

Su padre guarda algunas cosas en su mochila de tela. Comida, piensa ella intentando identificarlo todo por el sonido. Café. Cigarrillos. ¿Pan?

Algo vuelve a golpear, los cristales tiemblan. Los platos repiquetean en las estanterías. Se oye el claxon de un coche. Marie-Laure va hasta la maqueta del barrio y desliza los dedos sobre las casas. Todavía están ahí. Todavía están ahí. Todavía están ahí.

—Ve al baño, Marie.

—No tengo ganas.

—Puede que pase un buen rato hasta que puedas ir de nuevo.

Su padre le pone el abrigo de invierno a pesar de estar en mitad de junio y la arrastra escaleras abajo. En la rue des Patriarches escucha pisadas distantes, como si hubiese miles de personas en movimiento. Camina junto a su padre con el bastón plegado en una mano y la otra aferrada a su mochila, todo parece ilógico como en las pesadillas. Izquierda, derecha. Y entre giro y giro un largo trayecto de empedrado. Muy pronto está caminando por calles en las que no ha estado nunca, de eso está segura, calles que quedan fuera de los límites de la maqueta de su padre. Ha transcurrido mucho tiempo desde que Marie-Laure ha contado sus pasos por última vez cuando llegan por fin a una muchedumbre tan densa que se puede sentir el calor que emana.

—Hará más fresco en el tren, Marie. El director nos ha conseguido unos billetes.

—¿Podemos entrar?

—Las puertas están cerradas.

De la muchedumbre se desprende una tensión desagradable.

—Tengo miedo, papá.

—No te separes de mí.

La lleva en otra dirección. Atraviesan una calle atestada y luego suben por una avenida que huele como una zanja embarrada. Constantemente se oye el mudo golpeteo de las herramientas de su padre en el interior de la mochila y el distante pero incesante sonido de los cláxones de los coches.

Un minuto después se encuentran en medio de otra multitud. Escucha el eco de voces bajando desde lo alto de un muro y siente el olor a ropa húmeda a su alrededor. En algún lugar alguien grita nombres con un megáfono.

—Papá, ¿dónde estamos?

—En la estación de Saint-Lazare.

Un niño llora. Hay olor a orina.

—¿Hay alemanes, papá?

—No, ma chérie.

—¿Pero van a venir?

—Eso dicen.

—¿Y qué harán cuando lleguen?

—Cuando eso suceda estaremos en el tren.

A su derecha otro niño chilla. Un hombre a quien le tiembla la voz del pánico pide a la multitud que se aparte. Una mujer que está cerca gime una y otra vez: «¿Sebastien? ¿Sebastien?».

—¿Ya es de noche?

—Está empezando a oscurecer. Descansemos un momento. Reservemos las energías.

Alguien dice:

—El segundo destacamento ha sido destruido y el noveno ha caído. Han acabado con las mejores flotas francesas.

Otro dice:

—Vamos a ser invadidos.

Los camiones cruzan sobre las baldosas, un pequeño perro ladra, un conductor silba, alguna especie de maquinaria enorme tose al arrancar y luego se apaga. Marie-Laure intenta calmar su estómago.

—Pero si tenemos billetes, ¡por el amor de Dios! —grita alguien a su espalda.

Hay una pelea. La histeria se apodera de la multitud.

—¿Qué aspecto tiene, papá?

—¿El qué, Marie?

—La estación, la noche.

Escucha el chasquido del encendedor y el sonido del cigarrillo al encenderse.

—Veamos. La ciudad está a oscuras. No hay farolas encendidas ni luces en las ventanas. Se ven focos de luz moviéndose por el cielo de cuando en cuando en busca de aviones. Hay una mujer en bata. Y otra que lleva una pila de platos.

—¿Y el ejército?

—No hay ejército, Marie.

La mano del padre encuentra la suya y su miedo se calma un poco. La lluvia baja por el desagüe.

—¿Qué estamos haciendo ahora, papá?

—Esperando un tren.

—¿Y qué hace el resto de la gente?

—Lo mismo que nosotros.

La luz que no puedes ver
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