Dos latas

Cuando Marie-Laure se despierta, la pequeña casa de la maqueta está aplastada contra su pecho y ella suda bajo el abrigo de su tío abuelo. ¿Ha amanecido? Trepa por la escalera y posa el oído contra la trampilla. Ya no se oyen sirenas. Tal vez la casa ha ardido hasta los cimientos mientras dormía. O tal vez ha dormido durante las últimas horas de la guerra y la ciudad ha sido liberada. Tal vez hay gente en la calle: voluntarios, gendarmes, bomberos. Puede que incluso estén los americanos. Debería salir y caminar hasta la puerta principal que da a la rue Vauborel.

Pero ¿y si Alemania ha logrado conservar la ciudad? ¿Y si los alemanes están registrando ahora casa por casa, disparando a quien les viene en gana?

Esperará. En cualquier momento Etienne podría ir a buscarla, podría intentar encontrarla con sus últimas fuerzas. O puede que esté agazapado en alguna parte cubriéndose la cabeza, viendo demonios.

O tal vez está muerto.

Se dice a sí misma que debe conservar la barra de pan, pero está hambrienta y el pan se está poniendo duro y, antes de que pueda pensarlo de nuevo, el pan se ha terminado.

Si al menos hubiese podido traer su novela.

Marie-Laure recorre el sótano en calcetines. Descubre una alfombra enrollada, parece llena de algo que huele a virutas de madera: ratones. Hay un cajón con viejos papeles, una antigua lámpara, los frascos vacíos de madame Manec. Y ahí, al fondo de una estantería cerca del techo, dos pequeños milagros. ¡Dos latas llenas! No quedaba nada de comida en la cocina (solo harina de maíz, un manojo de lavanda y dos o tres botellas de vino), pero, aquí abajo, en el sótano, de pronto hay dos pesadas latas.

¿Serán guisantes? ¿Judías? Tal vez sean granos de maíz. Espera que no sea aceite. ¿No son más pequeñas las latas de aceite? Cuando las coge no le dan ninguna pista. Marie-Laure calcula las posibilidades de que alguna contenga los melocotones de madame Manec, aquellos melocotones blancos de Languedoc que compró a granel, peló y luego coció con azúcar. Recuerda cómo se llenó toda la cocina de su olor y color y cómo se le quedaban los dedos pegados con ellos, puro éxtasis.

Dos latas que se le pasaron por alto a Etienne.

Pero elevar las esperanzas es arriesgarse a que caigan desde un lugar más alto. Guisantes. Judías. Las dos serían más que bienvenidas. Se mete las latas en los bolsillos del abrigo de su tío y comprueba que la casita sigue en el bolsillo de su vestido. Luego se sienta sobre una caja y sujeta su bastón con las dos manos para no pensar en su vejiga.

En cierta ocasión, cuando tenía ocho o nueve años, su padre la llevó al Panteón de París para describirle el péndulo de Foucault. Su masa, le dijo, es una esfera dorada del tamaño de la cabeza de un niño. Cuelga de un cable de sesenta y siete metros de largo. Le explicó que el hecho de que su trayectoria variara con el tiempo era una demostración irrefutable de la rotación de la Tierra, pero lo que mejor recuerda Marie-Laure es a su padre diciendo que el péndulo de Foucault jamás se iba a detener, que seguiría oscilando después de que dejaran el Panteón, cuando durmiera esa noche, incluso cuando lo olvidara y viviera el resto de su vida y muriera.

Ahora le parece que puede oír el péndulo oscilando en el aire frente a ella otra vez: esa enorme masa dorada, ancha como un barril, que se mece una y otra vez sin detenerse, afirmando y reafirmando su inhumana verdad sobre el suelo.

La luz que no puedes ver
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