Descender seis pisos
El rugido de los bombarderos apenas se ha desvanecido cuando los proyectiles de la artillería pasan silbando por encima de la casa y provocan un sordo estruendo al explotar no muy lejos de allí. Los objetos golpean contra el techo —¿fragmentos de proyectiles?, ¿ascuas?— y Marie-Laure dice en voz alta: «Estás demasiado arriba», y se obliga a abandonar el escondite de debajo de la cama. Se ha resistido demasiado tiempo a salir. Vuelve a guardar la piedra dentro de la casita de madera, vuelve a colocar los paneles que forman el techo, gira otra vez la chimenea hasta su sitio y se guarda la casa en un bolsillo del vestido.
¿Dónde están sus zapatos? Gatea por el suelo pero lo único que sienten sus dedos es el roce de las astillas de madera y las esquirlas del cristal de la ventana. Encuentra su bastón, sale por la puerta en calcetines y avanza por el pasillo. El olor del humo es allí más fuerte. El suelo sigue frío, las paredes siguen frías. Se alivia en el baño del sexto piso pero no tira de la cadena porque sabe que el wáter no se volverá a recargar y antes de continuar comprueba la temperatura del aire para asegurarse de que no está caliente.
Seis pasos hasta la escalera. Una segunda detonación de artillería pasa por encima, Marie-Laure suelta un alarido y el candelabro que hay sobre su cabeza repiquetea mientras los proyectiles estallan en algún punto del centro de la ciudad.
Una lluvia de ladrillos, una lluvia de piedras, una lluvia más lenta de hollín. Ocho escalones hasta la planta siguiente, el segundo y el quinto escalón crujen. Gira alrededor del pilar de la barandilla y baja ocho escalones más. El cuarto piso, el tercero. Comprueba el cable sensor de seguridad que su tío abuelo instaló bajo la mesa del teléfono en el descansillo. La campana está colgada y el cable sigue tenso, pasa verticalmente a través del hueco que taladró en la pared. Eso significa que nadie ha entrado ni salido.
Ocho pasos por el pasillo hasta el baño de la tercera planta. La bañera está llena. Hay cosas que flotan en la superficie, tal vez láminas del forjado del techo; sea como sea posa los labios en el agua y bebe con fuerza. Bebe todo lo que puede.
Regresa al hueco de la escalera y baja al segundo piso y luego al primero, reconoce las vides esculpidas en el pasamanos. El perchero se ha derrumbado. En el pasillo hay trozos de cosas afiladas —vajilla, piensa, de la vitrina que estaba en el comedor— y pisa con la mayor suavidad posible.
Las ventanas de aquí abajo debieron estallar también porque el olor a humo es todavía más fuerte. El abrigo de lana del tío abuelo cuelga de un gancho en el recibidor, se lo pone. Allí tampoco encuentra ningún rastro de sus zapatos —¿qué ha hecho con ellos? La cocina es una confusión de estanterías y cacerolas caídas. Se topa con un libro de recetas caído boca abajo como un pájaro herido. En la alacena encuentra media hogaza de pan que ha sobrado del día anterior.
Y ahí, en el centro del suelo, localiza la anilla de metal de la puerta del sótano. Mueve a un lado la pequeña mesa de la cocina y tira para abrir la trampilla.
Hogar de ratones, de humedad y de un olor desagradable a moluscos abandonados, como si una ola gigante se hubiera descargado décadas atrás y todavía no se hubiera retirado del todo. Marie-Laure duda con la puerta abierta, siente el olor de las llamas en el exterior y también el olor opuesto, uno pegajoso y húmedo, que llega del fondo. Según su tío abuelo, el humo es la suspensión de las partículas, miles de millones de partículas de carbón acumuladas. Pequeños fragmentos de habitaciones quemadas, de cafés, de árboles. De personas.
Un tercer lanzamiento de proyectiles ruge hacia la ciudad desde el este. Marie-Laure toca la casa de la maqueta en el bolsillo de su vestido. Coge la hogaza de pan, el bastón, comienza a bajar las escaleras y tira de la trampilla para cerrarla.