Bretaña

A primera hora de la mañana un viejo camión de mudanzas se detiene frente a ellos. El padre la levanta y la coloca en la plataforma, donde una docena de personas se acurruca bajo una carpa de lona impermeable. El motor ruge y emite pequeños estallidos, rara vez avanza más rápido que el paso de un hombre.

Una mujer reza con acento normando, alguien comparte un poco de pâté, el ambiente huele a lluvia. Ningún Stuka baja en picado sobre ellos ni se oyen armas. Nadie de los que viajan en el camión ha visto jamás a un alemán. Durante la mitad de la mañana Marie-Laure trata de convencerse a sí misma de que los últimos días han sido una especie de prueba inventada por su padre, que el camión no se está alejando de París sino acercándose y que esa noche regresarán a casa. La maqueta estará en su esquina y el azucarero en el centro de la mesa de la cocina, con su pequeña cucharita en el borde. Del otro lado de las ventanas abiertas, el quesero de la rue des Patriarches pondrá el cerrojo a su puerta y cerrará los postigos, como ha hecho todas las tardes desde que ella tiene memoria, dejando encerrados aquellos olores maravillosos, y las hojas del castaño harán ruido y murmurarán mientras su padre pone a hervir el café, le prepara un baño caliente y le dice: «Lo has hecho bien, Marie-Laure. Estoy orgulloso de ti».

El camión avanza dando tumbos por la autopista hacia la comarcal y de ahí hasta la estrecha carretera de tierra. La maleza araña los costados del camión. Bien pasada la medianoche, al oeste de Cancale, se quedan sin gasolina.

—No estamos lejos —susurra su padre.

Marie-Laure lo acompaña medio dormida y arrastrando los pies. El camino parece apenas más ancho que un sendero. El aire huele a cereales húmedos y a arbusto recién cortado. En los momentos de silencio entre pisada y pisada ella percibe un rugido profundo, subsónico. Tira de su padre para pedirle que se detenga.

—Las tropas.

—El océano.

Ella inclina la cabeza.

—Es el océano, Marie. Te lo prometo.

La carga a su espalda. Se escucha el chillido de las gaviotas. Siente el olor a piedras mojadas, a excremento de pájaro y a sal a pesar de que nunca antes se había dado cuenta de que la sal tiene olor. El mar murmura en un lenguaje que viaja a través de las piedras, del aire y del cielo. ¿Qué decía el capitán Nemo? «El mar no pertenece a los tiranos».

—Estamos cruzando hacia Saint-Malo —le dice su padre—, vamos al lugar al que llaman la ciudad amurallada.

Relata todo lo que ve: una compuerta de rejas, unos muros defensivos a los que llaman muralla, mansiones de granito, capiteles sobre los techos. El eco de sus pasos rebota en las casas altas y la lluvia vuelve a caer sobre ellos, el padre se esfuerza bajo su peso pero Marie-Laure tiene la edad suficiente como para sospechar que lo que él describe como pintoresco y acogedor puede ser en realidad extraño y horroroso.

Por encima de sus cabezas las aves emiten chillidos entrecortados. Su padre gira a la izquierda, luego a la derecha. Marie-Laure siente como si esos cuatro últimos días hubieran estado serpenteando en torno al centro de un desconcertante laberinto y ahora estuvieran atravesando de puntillas la cerca de una última celda interior. Un celda en la que puede estar hibernando una bestia terrible.

—La rue Vauborel… —dice su padre entre dientes—. Tiene que ser por aquí. ¿O es por allí?

Gira, vuelve sobre sus pasos, sube por una calleja y luego se pone a dar vueltas.

—¿No hay nadie a quien podamos preguntárselo?

—No hay ninguna luz encendida, Marie. Todo el mundo duerme o finge que duerme.

Por fin se detienen frente a una puerta. La deja en el suelo sobre el bordillo, toca el botón del timbre eléctrico y ella escucha tratando de identificar algún sonido en el interior más profundo de la casa. Nada. Él vuelve a llamar. Tampoco ocurre nada. Llama por tercera vez.

—¿Esta es la casa de tu tío?

—Sí, es esta.

—Él no sabe quiénes somos.

—Está durmiendo, lo mismo que tendríamos que estar haciendo nosotros.

Se sientan apoyando la espalda contra la verja. Es de hierro forjado y está fría. Tras ella hay una pesada puerta de madera. Marie-Laure apoya la cabeza en el hombro de su padre mientras él le quita los zapatos. El mundo entero parece mecerse lentamente de un lado a otro y la ciudad ir rápidamente a la deriva. Como si le diera la espalda a la orilla, Francia entera ha sido abandonada para que se muerda las uñas, huya, tropiece, llore y se despierte en un entumecido y gris amanecer, incapaz de creer lo que le está sucediendo. ¿A quién le pertenecen las carreteras ahora? ¿Y los campos? ¿Y los árboles?

Su padre saca el último cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo enciende.

Del interior de la casa a sus espaldas les llega el sonido de unos pasos.

La luz que no puedes ver
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