CANTO XXVII

Epílogo

Hacia el Paraíso

–octubre de 1756–

Esa noche, Pietro Viravolta y Anna Santamaría habían acudido a la ópera. Se representaba Andrómeda, con libreto de Benedetto Ferrari: una reposición de la obra que, durante el Carnaval de 1637, había acompañado la inauguración del Teatro San Cassiano. Un primer teatro, el San Cassiano Vecchio, destinado a la comedia, había sido construido en 1580 por los Tron, familia patricia de San Benedetto. A consecuencia de un incendio, este fue reemplazado luego por un teatro de piedra abierto al público; los hermanos Francesco y Ettore Tron obtuvieron la autorización del Consejo de los Diez en mayo de 1636. Más tarde, después de un terremoto, el teatro, reconstruido por segunda vez, se destinó a la ópera; allí se representaron obras de Albinoni, Ziani y Pollacolo. Casi diez años antes de que Viravolta tuviera ocasión de asistir a una representación, el San Cassiano había sido el primer teatro en acoger opera buffa napolitana.

El San Cassiano tenía cinco clases y treinta y un palcos. En uno de ellos, en un puesto de honor, se encontraban Pietro y Anna, que marcaba el ritmo con el zumbido de su abanico. Al verla fascinada por el espectáculo, con los ojos brillantes, Pietro sonrió. Finalmente se habían reencontrado. Una nueva vida empezaba. Abajo, Andrómeda cantaba con una voz de sirena, hechizadora, pero clara y aguda. El brillante final se desplegó en un vuelo de arpegios y luego se calmó. Volvió el silencio, barrido enseguida por una tormenta de aplausos.

Al salir del palco, por los pasillos tapizados de rojo, Pietro se cruzó con Ricardo Pavi en dulce compañía. Filomena, con unos ojos capaces de condenar a cualquier hombre, estaba realmente encantadora.

—Bien, amigo —dijo Pietro sonriendo—, ¡parece que todo está decidido! Aquí le tenemos como jefe del temible Consejo de los Diez…

Ricardo sonrió a su vez.

—Una pesada carga, como puede imaginar…

—Apuesto lo que quiera a que lo hará mejor que su predecesor, si se me permite decirlo…

—Los tiempos de las diabluras han acabado, en todo caso. Venecia ha recuperado la tranquilidad, y por mucho tiempo, espero. La emperatriz María Teresa ha tenido noticia de las maniobras de este maligno duque a quien ya mantenía apartado. ¡Al parecer se puso hecha una furia! Pero todo ha vuelto al orden. Y ya conoce a los venecianos: una fiesta barre el recuerdo de la otra. Ya han olvidado lo poco que habían comprendido de los dolorosos momentos que hemos atravesado. Pero, dígame, Pietro… ¿dónde estaba esta noche? No le he visto.

La sonrisa de Pietro se ensanchó.

—Pues… en el paraíso, mi querido Ricardo, evidentemente. En el paraíso…

Anna, divertida, se apretó contra él. Ricardo se inclinó para besarle la mano. Luego fue interpelado por un noble veneciano conocido suyo, y se alejó con Filomena después de dirigirles un guiño.

Anna miró a Pietro.

—¿Y bien, caballero? ¿Nos vamos?

Pietro la abrazó.

—Sí. Nos vamos.

Unos instantes más tarde estaban fuera. Anna le cogió del brazo, arrancándole una mueca.

—¡Oh, perdón! —le dijo—. ¿Aún te duele?

Pietro sonrió.

Estaban a punto de llegar al pie de la larga escalinata del teatro, mezclados entre la multitud, cuando Pietro recibió un repentino empujón. El hombre vestido de negro que acababa de tropezar con él ni siquiera se volvió.

—¡Eh, maese! Podría disculparse, ¿no?

Al oír esa voz, el hombre se detuvo bruscamente, de espaldas, rígido como una estaca. Otras personas pasaban ante él, llegando de derecha e izquierda; pero no se movió. Luego, lentamente, se volvió. Llevaba un sombrero oscuro y un pañuelo le ocultaba parte del rostro, de modo que solo se veían sus ojos, centelleantes. Pietro frunció el entrecejo. De repente el hombre fue hacia él y, sujetándolo por el hombro, de un modo casi autoritario, dijo, con la voz deformada por el pañuelo:

—Discúlpele un segundo, princesa. Y tú… ¡ven!

Pietro estaba atónito.

—Por favor, ¿quiere decirme qué…?

—¡Vamos, ven!

Intrigado, Pietro miró a Anna y abandonó su brazo un instante, dejándose llevar por el misterioso personaje. Juntos se alejaron de la multitud; el hombre se detuvo cerca de una callejuela oscura. Se volvió de nuevo hacia Pietro y lanzó una risita. Aquellos ojos le resultaban extrañamente familiares. Con un suspiro, el hombre se bajó el pañuelo; parecía particularmente ansioso.

Pietro le reconoció enseguida.

—¡Giacomo! ¡Tú! —dijo estupefacto.

Casanova sonrió. Luego su sonrisa desapareció. Tenía la tez pálida, la frente calenturienta, y el rostro demacrado por efecto de las largas privaciones sufridas.

—¡Te creía encerrado aún en los Plomos! Propuse al Consejo de los Diez que te tomara a su servicio. El dux hablaba de volver a estudiar tu liberación, pero…

Casanova extendía la mano.

—¡Calla, amigo mío! No puedo hablar mucho tiempo. Estoy huyendo. Me espera un caballo, me voy lejos de aquí.

—¿Huyendo? Pero ¿cómo has…?

—¿Recuerdas a Balbi? Estaba encerrado no muy lejos de nosotros. Aunque parezca imposible, consiguió excavar un agujero, bajo el techo de su celda, para pasar a la mía. Juntos pudimos trazar un plan, y he conseguido escapar por los tejados…

—¡Una evasión! ¡Una evasión de los Plomos! Pero… ¡esto es increíble!

—¡Es la primera vez, lo sé! Pietro, amigo mío… ¿cómo estás? Veo que también tus asuntos se han arreglado —dijo mirando por encima del hombro a Anna, que los observaba—. ¿Así que Ottavio ha abandonado la escena? Pero ¿qué ha ocurrido durante todo este tiempo? El Carnaval se ha desarrollado en medio de una agitación tal que…

—Oh —dijo Pietro sonriendo—. Es una larga historia. ¡Venecia! Sabes… Pero ¿y tú, Giacomo, adonde vas a ir?

—No te lo tomes a mal, pero no puedo decírtelo. ¡Y ahora tengo que dejarte! ¡Dios quiera que nos crucemos de nuevo, amigo! No te olvidaré.

—Yo tampoco, Giacomo. Yo tampoco.

Los dos hombres se abrazaron; luego, con una última sonrisa, Casanova le saludó con el sombrero y se volvió bruscamente haciendo susurrar su capa.

Giacomo Casanova desapareció en la oscura callejuela.

Pietro permaneció allí unos instantes. Miró en dirección a Anna Santamaría. Le esperaba, en medio de la multitud que se dispersaba.

Lanzó una última ojeada hacia la callejuela y volvió junto a Anna.

Era el mes de octubre de 1756. Giacomo Casanova acababa de escapar de la prisión de los Plomos. Pietro, pensativo, se encontraba ante la laguna, en la plaza de San Marcos. Llevaba el sombrero en la mano y vestía un gran manto negro por encima de su chaqueta con motivos florales y una camisa blanca de mangas anchas. La noche tocaba a su fin; amanecía. Capas de bruma se elevaban lentamente hacia el cielo. Las góndolas alineadas a lo largo del canal se balanceaban ligeramente a derecha e izquierda, acompañando el chapoteo del agua. En el corazón de Pietro no había tristeza, pero sí un extraño sentimiento de nostalgia. Miraba a San Giorgio, adivinaba a lo lejos las orillas del Lido; detrás de él, la aguja del campanile y el león alado. ¿Por cuánto tiempo?, se preguntó. Venecia ya había pasado por tantas pruebas… Una joya, sí. Pero ¡tan frágil! Ese pedazo de laguna amenazado por el acqua alta, las inclemencias del tiempo, los temblores de la tierra y del mar; ese pedazo de laguna que se habían esforzado en salvar desde hacía ya seiscientos años, había sido un imperio, un puente entre Oriente y Occidente, un faro para el mundo. Pero ¿cuánto tiempo sobreviviría? ¿Cuántos esfuerzos deberían realizarse aún para que pudiera preservar su belleza y su esplendor? ¿Qué nuevas inspiraciones haría nacer? Venecia con sus máscaras y su verdad, ciudad de las artes y el Carnaval, de la alegría y las apariencias engañosas. ¿Qué ambiciones despertaría aún?

Pietro amaba a Venecia como a una mujer, como a su primera amante.

—¡Pietro!

Se volvió.

Anna Santamaría, resplandeciente, le esperaba; le hizo un gesto y subió a la carroza que debía llevarles lejos de allí. El cochero también le miraba, y Landretto, el fiel Landretto, que apenas se había repuesto de una noche agotadora. Pietro volvió hacia ellos, con los ojos fijos en el pavimento. Aún contaba cada paso que daba en esa plaza que tantas veces había recorrido. Al llegar junto a Landretto, le palmeó el hombro con tanta fuerza que casi le hizo caer. Era evidente que al criado le dolía la cabeza.

—¿Qué ocurre, amigo? ¿Y tu Reina de Corazones?

—Oh —dijo Landretto—. Es una verdadera fiera, créame. Estoy agotado. Ya sabe qué es eso: la Venecia secreta… No lamento demasiado haberla dejado.

Pietro rio mientras Landretto cargaba sus últimos enseres en el carruaje.

—¡Bien, tal vez ahora pueda decirme por fin adónde vamos! —dijo Landretto.

Pietro abrió los brazos.

—¿No lo has adivinado? ¡A Francia, Landretto! ¡Claro está! Versalles nos espera. Y gracias a los buenos oficios del dux, no tendremos motivos para quejarnos de nada. Agradéceselo a la Serenísima, amigo mío. Dime… ¿has cogido mis juegos de cartas?

—Desde luego. ¿Así que Francia?

—Francia, amigo.

Pietro volvió unos instantes al borde de la laguna. Contempló los reflejos aún tímidos del cielo en sus aguas y sus turbadoras oscilaciones. Le costaba abandonar aquel lugar. Lentamente cogió la flor de su ojal. La lanzó al agua y la siguió con la mirada.

Finalmente volvió a la carroza.

—¡Se acabó la Orquídea Negra! —dijo a Landretto—. Pero no te preocupes. Lo importante está en otra parte.

Sonrió y le hizo un guiño.

—Después de todo, ¡ahora soy una leyenda!

Se encajó el sombrero y sonrió. El rostro de Anna Santamaría apareció ante él. Después de dirigir una última mirada a la laguna, se inclinó en una larga reverencia.

Luego subió a la carroza.

Las sorprendentes aventuras de ese año de 1756 en el seno de la República no se recuerdan demasiado. Los fastos del Carnaval, uno de los más brillantes del siglo, borraron el rastro de esta conspiración cuyo nombre no quedó inscrito en la historia. Solo se conservaron en la memoria algunos de los episodios que salpicaron esos meses singulares. El propio destino de la Orquídea Negra quedó sellado en un expediente polvoriento que acabó en los estantes de la Quarantia Crimínale y de la Venecia secreta de ese siglo XVIII.

Estantes en los que sería olvidado a su vez.

Con todo, no es tan grave.

Como es sabido, las leyendas no necesitan de la historia para sobrevivir.