CANTO XV
Estigia
El problema del Mal, de Andreas Vicario, miembro del Gran Consejo
«La inspiración del Mal», capítulo XVII
Sería un error pensar que el Mal es el fruto perpetuo de una intención malvada; el más grande apela a menudo a la más noble causa. Su nombre es Utopía, procede de la más pura de las inspiraciones y su recorrido está sembrado de cadáveres. El Mal no podría desaparecer sino con la raza humana: él es la expresión desnaturalizada del Sueño que cada uno lleva en sí y de los medios de alcanzar ese sueño. Esto me lleva a plantearme la siguiente cuestión, vertiginosa como pocas: si el Mal, como pretendo, es la celda del hombre y de sus sueños rotos, y al mismo tiempo su fuente supera al hombre mismo, es posible que su encarnación última en Lucifer sea también el producto de un sueño. El sueño de Dios. El sueño maldito, la pesadilla del Todopoderoso, cuya Creación renegó de la inmaculada perfección, en el momento mismo en que surgió de la Nada, para perderse por siempre jamás en el río caótico de la historia.
La maniobra de despiste preparada por Landretto, que simuló estar borracho y provocó un escándalo, bastó para distraer la atención de los guardias mientras su señor se deslizaba sobre los tejados. Pietro había acabado por acostumbrarse a este tipo de acrobacias, y en medio de aquella situación de desconcierto, la vigilancia de una soldadesca que se encontraba superada por los acontecimientos jugó a su favor. Llegó como habían convenido, en mitad de la noche, a la basílica de San Marcos. En este lugar se habían conservado las reliquias momificadas del evangelista sirio, traídas de Alejandría por los famosos comerciantes que, para conservar el cuerpo, lo habían sumergido en pedazos de grasa de cerdo salada. Desde entonces, los restos de san Marcos se habían convertido en un elemento indisociable de la historia y el destino de la laguna.
La basílica había sido reconstruida en el siglo XI. Edificada con la forma de una cruz griega, según los planos que estaban también en uso en Constantinopla, la iglesia estaba provista de cinco portales adornados con mosaicos de estilo oriental, coronados por cúpulas recubiertas de láminas de plomo. Las influencias bizantina, islámica, gótica y renacentista se aliaban en ella con esa armonía y esa elegancia ligera tan características de la arquitectura veneciana. Desde el piso superior, el dux asistía cada año a las ceremonias que se celebraban en la plaza, bajo los célebres caballos de bronce robados en Constantinopla durante la cuarta cruzada. La balaustrada ofrecía a las miradas cuatro escenas que, mientras se acercaba a las puertas de entrada, despertaron en el espíritu de Pietro un eco muy especial: un nuevo Descendimiento de la cruz, un Descenso al limbo, así como otras dos representaciones que evocaban la Resurrección y la Ascensión.
Al leer la nota de Emilio, Viravolta se había sentido más que intrigado; de hecho, su preocupación no había dejado de aumentar desde entonces. «Tengo que decirte una cosa: he obtenido, gracias a Campioni, nuevas informaciones». Naturalmente para Pietro se trataba de decidir su propia suerte y al mismo tiempo la de Anna; pero que el jefe de los Diez le convocara así, en el secreto de la basílica, a una hora tan tardía y despreciando los usos habituales, solo podía ser un signo de extrema gravedad. ¿Qué informaciones poseía Emilio? ¿Habría identificado a Minos, o al Diablo? ¿Sabría algo más sobre el papel exacto de Ottavio en todo aquello? En todos los frentes, Pietro solo podía esperar lo peor. Tenía la sensación de que tenía las horas contadas. Y no había ni que pensar en la posibilidad de volver otra vez a los Plomos.
A esas horas de la noche, la plaza estaba casi vacía. En teoría, la basílica hubiera debido estar cerrada. Sin embargo, Pietro solo tuvo que golpear tres veces a las puertas para que una de ellas se abriera, casi milagrosamente, ante él.
Entró; sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad.
Mármoles y mosaicos sobre un fondo de oro centelleaban extrañamente en la oscuridad. Los cuadros de Dampierre, el protegido del embajador de Francia, estaban instalados a uno y otro lado del nártex. Aparentemente la inauguración se había desarrollado sin contratiempos; centenares de visitantes debían de haber pasado desde la tarde para contemplar las obras del artista. Una oscura intuición invadió a Pietro en el momento mismo en que penetraba en ese gran vestíbulo. Con todos los sentidos alerta, se llevó las manos a los costados y permaneció inmóvil durante varios segundos. En el fondo de la basílica, detrás del altar, brillaba la Pala d’Oro, el retablo de oro con esmaltes insertados que representaba la vida de Jesús y sus apóstoles. El retablo estaba rodeado de piezas de orfebrería, cálices, pebeteros, cofrecillos con piedras preciosas engastadas. Los mosaicos componían una especie de impresionante Biblia ilustrada que cortaba el aliento; las piezas estaban como inundadas de oro, al que se mezclaba en ocasiones la plata, para crear esa especie de «vibración celeste» que les daba una profundidad y un esplendor únicos. Aunque el lugar estuviera sumergido casi por completo en la penumbra, Pietro distinguió también dos siluetas que inmediatamente le pusieron en guardia. De pronto comprendió el motivo de su alarma: un olor pesado, característico, que desde hacía algún tiempo se le había hecho familiar. Tuvo una clara intuición.
«Es una trampa. Evidentemente es una trampa». A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad del lugar, su instinto le condujo a volverse hacia las telas expuestas a uno y otro lado del nártex, justo en el momento en que los versos de Dante volvían a su memoria con una viveza y una agudeza insospechadas. Había leído esos versos una y otra vez, con la esperanza de descubrir en ellos un indicio que le permitiera anticipar los próximos movimientos del Diablo.
Una vez que a la playa gris e impía
este triste arroyuelo ha descendido,
en la laguna Estigia se vacía.
Yo que ojeaba con todo mi sentido,
vi gente encenagada en el pantano,
desnuda, con el rostro enfurecido.
No solo se golpeaba con la mano,
sino con la cabeza, el pie y el pecho,
y se rasgaba con morder no humano.
Y el buen guía dijo: «Contempla este desecho
de los esclavizados por la ira…».
El Quinto Círculo: los iracundos, comedores de fango en medio del Río negro. El Río de sangre… Pietro se acercó a uno de los cuadros del pintor francés, tocando las banderolas de la exposición, que colgaban del techo. «Temas de inspiración religiosa —había dicho Emilio con respecto a las obras de Dampierre—, todo belleza…». Pietro acercó lentamente los dedos a una de las telas; se dio cuenta de que le temblaba la mano. Rápidamente obtuvo la confirmación de lo que había temido y retrocedió unos pasos.
Su pulgar y su índice estaban impregnados de una sustancia roja y viscosa.
«Sangre».
Retrocedió aún más, volvió hacia el centro de la basílica para abarcar con una sola mirada esa espantosa perspectiva que acababa de dibujarse en su conciencia; porque todas las telas estaban manchada de sangre fresca, abigarrada, desfigurada por oscuros regueros acompañados a veces de grumos descompuestos, ¡pedazos de carne pegados a las propias pinturas! «La Estigia… ¡Telas de sangre!». Avanzó por en medio de ese río de sangre; desenfundó una pistola con una mano y con la otra sacó la espada de su vaina. Mientras se dirigía hacia el altar, las dos formas que había distinguido se hacían más precisas. Pronto comprendió la naturaleza de esa nueva «obra maestra» preparada por el Diablo.
Un hombre, casi desnudo, estaba atado ante el altar. Prendidos a lo que quedaba de sus ropas —o tal vez a su carne, a juzgar por las manchas de sangre—, cuatro ganchos tensaban unas cuerdas que iban desde sus hombros y sus piernas hasta los extremos superior e inferior de los pilares que enmarcaban la nave. Ante el cuerpo así tironeado, desplomado sobre una vulgar silla de madera, con el mentón caído sobre el pecho, se había derramado un fango negruzco. El hombre parecía escupir ese mismo fango, como una triste fuente. Pietro se dio cuenta de que todavía estaba vivo. Vio unos ojos en blanco, una cabeza que giraba lentamente a derecha e izquierda, implorando su ayuda antes de entregar el alma. Pero de pronto la respiración, ronca y entrecortada, calló definitivamente. Oyó un soplo, un largo soplo de agonía, como un susurro que se perdió en el silencio de la basílica. Y luego nada. Pietro reconoció entonces el rostro de esa víctima dispuesta de un modo tan atroz. Permaneció un momento petrificado, sus manos temblaron. No podía creer lo que veía.
—Emilio… —soltó en un suspiro.
Sí, era él: Emilio Vindicati, portaestandarte del Consejo de los Diez.
Pietro sintió que se le oprimía el corazón.
Entonces una voz estalló en el interior de San Marcos. Una voz que produjo en Pietro el efecto de un trueno; parecía venir de todas partes a la vez, de entre los pilares imponentes, en medio de las estatuas, de este derroche de mosaicos, rebotando a derecha e izquierda.
—Así debía perecer aquel a quien venció la ira, Viravolta. Sea bienvenido.
Pietro entornó los ojos. Detrás de la víctima, triste espantajo negro, se encontraba la Sombra encapuchada, el Diablo en persona, tal como lo había visto en su intrusión en la ceremonia secreta de la villa Mora. De pie, hierático, inmóvil en una postura de una solemnidad llena de énfasis y locura, parecía presidir ese nuevo espectáculo.
—Quería que pudiera contemplar este cuadro antes de lanzar el cuerpo de su amigo a la laguna. Emilio Vindicati acabará su carrera en otro río, se mezclará para siempre con el fango de donde surgió. Ha llegado el momento de que comprenda cómo acaban los que se me oponen.
—¡Emilio! —gritó Pietro con la garganta seca.
Entonces lo comprendió: no sabía cómo, pero Emilio había caído en la trampa antes que él; tal vez a través de una nota idéntica a la que Pietro había recibido en la casa Contarini. En cuanto a esta, la Quimera debía de haber obligado a Emilio a escribirla, antes de torturarlo, como había hecho con Marcello Torretone o con el padre Caffelli. Una oleada de furia le inundó; sin reflexionar, se lanzó de un salto hacia delante, con la espada en una mano y la pistola en la otra. Como un rayo cayó sobre su enemigo. Pietro atravesó al Diablo, mientras dejaba escapar un grito.
—¡Muere! ¡Muere, maldito!
Retiró la espada al oír un ruido sordo. Perplejo, vio cómo la capa negra caía al suelo. Un casco metálico rodó a sus pies, un bastón envuelto en heno se rompió.
«Un muñeco. ¡Un vulgar muñeco!».
De nuevo, la risa resonó en todas partes a su alrededor.
—Me decepciona, amigo mío. Esperaba más de la Orquídea Negra. Está muy por debajo de su reputación.
Pietro no tuvo tiempo de comprender el alcance de su error; el enemigo surgió de la sombra de un pilar, se escurrió en un abrir y cerrar de ojos hasta el altar y se lanzó sobre él. Pietro recibió un violento golpe en el cráneo. Durante un segundo permaneció de pie, tambaleándose, con la mirada perdida. Luego se sintió aspirado por un sifón negro y, de golpe, sus piernas cedieron. Se desplomó; su cuerpo rodó al pie de los escalones del altar, la pistola y la espada se le escaparon de las manos.
La silueta encapuchada se inclinó sobre él.
—Ah, Viravolta… Ahora que está a mi merced, merecería que acabara con su vida. Pero ha tenido suerte.
La Sombra se arrodilló y le acarició el rostro.
—Aún forma parte del plan. Pietro, es usted el instrumento, el culpable supremo y el chivo expiatorio de la Justicia.
Lanzó de nuevo una carcajada pensando en el río, en el río borboteante de sangre en que se ahogaban los condenados.
Cuando Pietro despertó, una gran confusión reinaba en el interior de la basílica, ahora iluminada. Notó que dos soldados lo cogían por las axilas para incorporarlo a la fuerza. Recibió sucesivamente agua y luego una bofetada en plena cara. Como en una pesadilla, vio el rostro azorado de Landretto y, más lejos, el de Antonio Brozzi, que se movía ante las telas profanadas de Dampierre.
—¡Vamos! Llevadlo a los Plomos, ¡y que no vuelva a abandonar su celda!
—Pero… Emilio…
Quiso echar un vistazo por encima del hombro, en dirección al altar. Distinguió vagamente los restos del espantapájaros de heno que había simulado la presencia de la Sombra; la silla donde había estado Emilio estaba vacía: solo quedaban los rastros de sangre y las cuerdas, ahora destensadas, que tapizaban el suelo. Pietro fue arrastrado vigorosamente hacia fuera a pesar de las protestas de Landretto. Una voz le aullaba al oído:
—¿Qué ha hecho con Emilio Vindicati? ¡Es culpable, culpable!
Luchando contra un nuevo desvanecimiento, Pietro se vio arrastrado sin miramientos al exterior de la basílica. Fuera, el alba rosa y anaranjada desgarraba el cielo de un nuevo día.
Encontraron los jirones de las ropas que habían pertenecido a Emilio Vindicati unas horas más tarde, en uno de los canales de Venecia. El dux, desconcertado y abrumado por este incomprensible golpe del destino, fue informado del asunto en el mismo momento en que encerraban de nuevo a Pietro en prisión y el guardián Lorenzo Basadonna, con aire socarrón, le recibía con untuosidad y le decía con el rostro deformado en un rictus sarcástico:
—Me alegro de volver a verte… florecilla.