CANTO VIII

Los Nueve Círculos

Mañana por la noche, los pájaros estarán al completo en su jaula; para admirarlos, tendrá que dirigirse a Tierra Firme, a la villa Mora, en Mestre. El lugar está en ruinas, pero es un paraje ideal para calentarse en grupo ante una buena hoguera e intercambiar pequeños secretos. Sobre todo no olvide que, como en Carnaval, el disfraz es de rigor.

G. C.

—¿Es usted la Orquídea Negra?

—Sí.

—Vamos. Ya cae la noche.

Como habían convenido, la escolta acompañó a Pietro y a su criado hasta Tierra Firme, y al llegar a las cercanías de la ciudad de Mestre, los dejó para permanecer en las proximidades. Habían acordado que no se moverían hasta que Pietro no estuviera de vuelta; si no había llegado antes del alba, avisarían inmediatamente al dux y a Emilio Vindicati.

Desde hacía muchos años, los venecianos habían empezado a buscar en Tierra Firme un medio para escapar un poco de su entorno urbano. Las villas de recreo en la campiña se habían multiplicado y no era raro que familias enteras abandonasen definitivamente la laguna para probar la experiencia de una vida nueva, adquiriendo extensas propiedades rurales; o bien escapaban al campo el fin de semana —hombres, mujeres, niños, caballos y amigos— para disfrutar de unos días de descanso en alguna villa a la que acudían para recuperar fuerzas. Allí jugaban, celebraban fiestas y banquetes, disfrutaban de los encantos de la jardinería y los paseos campestres. Poseer una casa en Tierra Firme se había convertido en una verdadera moda nobiliaria. Naturalmente, Pietro y Vindicati se habían hecho preguntas sobre esa villa Mora de la que había hablado el senador Campioni en su nota. Conocer el nombre del propietario habría sido de gran ayuda para avanzar en el asunto que les preocupaba; pero una vez más se habían encontrado en un callejón sin salida. Lejos de ser el lugar de peregrinaje semanal de algún misterioso miembro del gobierno, la villa Mora era solo una casa en ruinas que no encontraba comprador desde hacía varios años.

A la luz del crepúsculo, Pietro y su criado pudieron distinguir a cierta distancia la solitaria edificación. La casa estaba situada en la frontera de Mestre con la llanura colindante, sembrada aquí y allá de pequeñas lomas silenciosas. El tiempo había refrescado de nuevo y, desde la imponente tormenta de San Giorgio, Viravolta tenía la impresión de que el clima se había trastornado. Pietro bajó de su caballo y Landretto le imitó. Desde el lugar en que se encontraban, podían contemplar el tejado medio destruido y el parque, rodeado de oscuros matorrales, donde se entremezclaban las zarzas y los cardos. La villa estaba cercada por un murete de piedras cuarteadas, también medio derruido. La noche ganaba terreno, y una bruma parecida a la que había acompañado a los dos hombres en su viaje a Murano envolvía el paisaje. Surgida de la laguna y traída por el viento, o ascendiendo de las mismas entrañas de la tierra, la neblina se insinuaba en jirones diáfanos y movedizos entre los vestigios de fuentes abandonadas, pilas secas y restos de columnas torcidas. Pietro se estremeció. No era extraño que los Pájaros de Fuego hubieran elegido un lugar como aquel para sus encuentros clandestinos: con sus paredes agrietadas, sus jardines de vegetación anárquica y su arco demolido, del que solo se mantenía en pie un trozo de pared, la casona ofrecía un espectáculo siniestro. Los continuos ladridos de una jauría de perros en la lejanía acentuaban aquella atmósfera lúgubre. Los tejos y los cipreses que se levantaban a uno y otro lado enmarcaban ese perímetro desolado como otras tantas estelas funerarias; un cementerio se extendía a unas decenas de metros de la villa, y un bosque de cruces, moteadas de miríadas de agujas blancas, se recortaban contra el cielo como manos desolladas que imploraban la clemencia de esa noche en la que pronto se hundirían.

—Estábamos mejor en casa de la Contarini —masculló Landretto.

Viravolta golpeó la hierba resbaladiza con el talón para deshacerse de un terrón que se le había pegado a la suela. Verificó las dos pistolas de pólvora que llevaba a los costados, junto a la espada, y dejó caer de nuevo la capa negra por encima. El lánguido follaje del árbol bajo el que se habían resguardado susurraba en la oscuridad. Con los ojos fijos en la villa, Pietro frunció las cejas.

—No veremos gran cosa si la luna no nos ayuda. Cuando sea noche oscura, tendré que acercarme un poco. Tú llevarás los caballos más lejos, pero tampoco demasiado, Landretto. Si nos vemos obligados a salir precipitadamente, me gustaría encontrarte rápido. ¿Ves aquella colina, allí? Será nuestro lugar de encuentro. Ya sabes qué debes hacer si la aurora llega sin que yo haya aparecido.

—Comprendido.

Siguieron esperando. El mundo entero parecía poblado de fantasmas. En aquel lugar no era difícil imaginar la presencia de bandadas de espectros lastimeros, saliendo de sus tumbas para errar en torno a ellos con un ruido de cadenas que se confundiera con el silbido del viento. La hoz de una luna pálida aparecía de vez en cuando, pero enseguida era tragada por las nubes. Hacia las diez, Pietro y Landretto se separaron, y el criado fue a apostarse en la colina. Pietro se acercó sigilosamente hasta el murete que rodeaba la villa y allí permaneció al acecho. Solo sus ojos parecían brillar en la noche. Se mantuvo alerta, sin relajar ni un momento la atención. Los últimos acontecimientos volvían continuamente a su cabeza. Pensaba en Dante, en los grabados que había visto, en esos condenados sumergidos en las turbas infernales, en los aullidos de los atormentados; en Marcello Torretone y el sacerdote Caffelli, unidos por el secreto. Luego era el rostro de la cortesana Luciana Saliestri y el del senador, trastornado ante la evocación de la Quimera. Y finalmente, la aparición de Anna Santamaría; la manera en que la había visto en las Mercerie le desgarraba el corazón; y esa especie de impotencia que había sentido entonces, esa incertidumbre sobre la conducta que debía seguir… Pietro meditaba arrodillado bajo los tejos.

Dos horas más tarde todavía estaba sumergido en sus reflexiones. El viento seguía murmurando en sus oídos, pero nada se movía. Cada vez hacía más frío. Los perros se habían calmado y los pájaros dormían. Momentáneamente dominado por la fatiga, Pietro se desperezó y se sentó detrás del murete. Empezaba a creer que había sido víctima de una broma de mal gusto. ¿Tendría que esperar así hasta el alba? En el mismo instante en que, no sin cierta amargura, se disponía a considerar seriamente esta posibilidad, oyó algo. Se puso de rodillas, se incorporó a medias y miró por encima del muro.

Pasos. Sí, eran pasos, sobre la tierra fresca. Una antorcha acababa de encenderse.

Pietro sintió que la agitación crecía en su interior.

La antorcha bailaba a unos metros ante él, entre dos matorrales, en una de las avenidas del parque. Parecía avanzar sola entre los macizos. Al cabo de unos segundos se detuvo; la llama subía hacia el cielo. Pietro distinguió una forma encapuchada, que parecía mirar en otra dirección. El misterioso personaje reemprendió la marcha y se detuvo de nuevo. Movió la cabeza. Una segunda antorcha se encendió.

Pietro siguió con la mirada las dos siluetas. Las distinguió claramente mientras se acercaban al arco en ruinas, justo detrás de una de las fuentes de los jardines, que en otro tiempo debía de haber señalado la entrada. Luego, de pronto, las antorchas parecieron acercarse al suelo; descendieron gradualmente y se desvanecieron tan de repente que Pietro se preguntó si no había sido víctima de una ilusión. Volvió a sentarse. ¿Era posible que el arco ocultara algún pasaje secreto que conducía a las profundidades de la tierra? Debía salir de dudas. No tuvo que esperar mucho para solucionar el enigma, porque cinco minutos más tarde apareció otra antorcha. La misma escena se desarrolló entonces de idéntico modo. El recién llegado caminó unos metros, se reunió con otro hombre, y ambos desaparecieron junto a las ruinas. Por lo visto, los Pájaros de Fuego se presentaban de dos en dos, a intervalos regulares, antes de dirigirse al lugar exacto de su encuentro.

«Bien… —pensó Pietro—. Ahora me toca a mí».

Dejó pasar unos instantes, y luego, de un salto, pasó al otro lado del muro y se deslizó hasta el lugar donde había visto aparecer la primera antorcha. Allí se detuvo. Como había presentido, pronto oyó crujir la tierra de la avenida y distinguió una sombra. La figura se acercó. Al llegar junto a él se detuvo.

También iba encapuchada, y vestía un sayo que recordaba un hábito monacal, ceñido en la cintura por un cordoncito blanco. Una voz susurró, dubitativa:

—Porque el león ruge tan fuerte…

Pietro parpadeó. Instintivamente llevó la mano al pomo de la espada, dispuesto a sacarla de su vaina; pero si el otro era más rápido, corría el riesgo de dar la alerta.

—¿Porque el león ruge tan fuerte…? —insistió el miembro de la secta con nerviosismo.

Una contraseña. Tenía que ser una contraseña.

La silueta encendió su antorcha para divisar el rostro de su interlocutor. El puño enguantado de Pietro le golpeó al instante en pleno rostro.

El hombre lanzó un grito ahogado mientras Pietro lo dejaba inconsciente. Tendió el oído; nada. En unos segundos lo arrastró entre la maleza. Le quitó el sayo, lo ató sólidamente contra una pila con el cordoncito de su propia capa y lo cubrió con ella después de haberle amordazado con ayuda de un pañuelo. El rostro del hombre del que acababa de deshacerse le era desconocido. Pietro se vistió con el sayo y volvió hacia la avenida, disimulando lo mejor que podía la espada bajo la vestimenta. Se cubrió bien con la capucha y recogió la antorcha caída en el suelo. Luego avanzó por la avenida.

Una segunda antorcha se encendió mientras se acercaba a la arcada. Pietro se aclaró la garganta; tenía los labios secos. Había que improvisar.

—Porque el león ruge tan fuerte… —murmuró.

—… jamás temerá a la muerte —respondió su interlocutor, satisfecho.

Pietro se dirigió hacia la arcada con el otro «discípulo».

Solo se sorprendió a medias al descubrir los estrechos peldaños de una escalera de piedra que, disimulada entre los vestigios de la arcada y las columnas, se hundía en las profundidades. Siguió los pasos de su acólito de circunstancias, tratando de mantener regular la respiración. Ahora estaba completamente solo. La escalera giró dos veces sobre sí misma y después desembocaron en una sala rodeada de antorchas. Pietro contuvo una exclamación. La sala era bastante amplia. Se trataba, sin duda, de un antiguo panteón familiar. Una recámara albergaba una polvorienta figura yaciente, drapeada de mármol y piedra, con las manos juntas y una espada contra el cuerpo. Otras losas sepulcrales daban al lugar un aire de catacumba. Aquí y allá, telas de araña decoraban ese refugio húmedo. Seis pilares sostenían las bóvedas. Una reja de hierro oxidada daba a otra escalera, tapiada, que en el pasado debía de comunicar con otro lugar del jardín o con ese cementerio que Pietro había distinguido detrás de la villa Mora. Las otras personas que habían precedido a Pietro y a su colega se encontraban allí; todas se saludaron con una inclinación de cabeza silenciosa, antes de ocupar sus puestos en los asientos de madera que habían alineado a uno y otro lado, como filas de bancos de una iglesia. Pietro se las arregló para quedar en el extremo de uno de esos bancos y, con las manos juntas, esperó. Al fondo de la sala se levantaba un altar, así como un pupitre sobre el que descansaba un libro. Cortinajes púrpura caían del muro. En el suelo, un largo pentagrama estaba sembrado de signos incomprensibles hechos con tiza. Pero lo que más atrajo su atención fueron los cuadros que colgaban de las paredes a la derecha y a la izquierda. La inscripción sobre la Puerta, que mostraba a dos personajes en el umbral de los mundos subterráneos, le recordó enseguida aquella otra Puerta del Infierno que había visto en la obra de la colección Vicario. El papa simoníaco era lanzado a un caldero en llamas, en medio de una cascada de rocas negras de bordes cortantes; Pietro vio que el pintor había dado al pontífice los rasgos de Francesco Loredan. ¡El dux condenado al oprobio a la vista de todos! Una alusión de dudoso gusto… Más lejos, Caronte conducía las almas de los condenados sobre su barca en un universo tempestuoso. Los Estriges y las Hordas de demonios —imagen de los Pájaros de Fuego— rodeaban a Virgilio en lo alto de un precipicio, batiendo sus alas de murciélago.

Un total de nueve cuadros.

«Sí, sin duda esto es un infierno», se dijo Pietro.

Poco a poco la sala se llenaba con nuevas sombras. Pronto fueron una cincuentena. Ahora llegaban en grupos de tres o cuatro y en intervalos más cortos. Todo eran murmullos y crujir de telas. Cada grupo se desprendía de sus antorchas, que añadían otras luces a la sala. Pietro, nervioso, ya no se movía. No se atrevía a imaginar qué ocurriría si le descubrían. La tensión y los movimientos se redujeron poco a poco; luego, los Pájaros de Fuego abandonaron toda actividad y se quedaron en postura hierática. El silencio se prolongó mucho tiempo; bajo las capuchas, todos los rostros estaban vueltos hacia el altar todavía vacío. «¿Qué estarán haciendo? —se preguntaba Pietro—. ¿Rezan? ¿Esperan a alguien más?».

La respuesta no tardó en llegar.

Porque la Sombra soberana estaba allí.

Había llegado sola, vestida como las otras, excepto por un medallón de oro que llevaba colgado al cuello, sobre el que Pietro tuvo tiempo de distinguir un pentagrama de perlas y una cruz invertida. El Diablo, la Quimera, pasó entre las hileras de bancos. Entonces, como una ola que refluye, de las últimas a las primeras filas, los luciferinos se arrodillaron. Pietro les imitó con un leve retraso. Al haber llegado entre los primeros, no se encontraba muy lejos del altar junto al que había ido a colocarse su enemigo. Si tenía que lanzarse hacia la escalera que le había conducido hasta allí, tendría que recorrer más de la mitad de la sala. La idea no le tranquilizó demasiado; pero no habría podido situarse en otro lugar sin parecer sospechoso. Esperó de nuevo, percibiendo el aliento que exhalaban esos pechos que respiraban al unísono en torno a su Maestro. Todo aquello tenía algo de pesadilla, y aunque, en otras circunstancias, Pietro, que no era un hombre impresionable, habría considerado esa puesta en escena con la más mordaz de las ironías, lo cierto era que no había podido evitar que un escalofrío recorriera su cuerpo cuando el misterioso personaje había pasado junto a él. La trampa se cerraba. La única posibilidad que tenía era pasar inadvertido y participar en esta ceremonia insólita. Las palabras de Emilio pasaron por su mente; se dijo que había sido un estúpido al no aceptar el refuerzo de las milicias secretas del Consejo e irrumpir allí por sorpresa para atrapar de un solo golpe a aquellos locos. Aunque lo cierto era que lo que tenía ante él bien podía considerarse un pequeño ejército, una tropa capaz de exterminar perfectamente a sus asaltantes.

La Sombra invitó a la asamblea a levantarse. Un oficiante le trajo un pollo que pareció surgido de la nada. La hoja de un puñal brilló. La Sombra degolló al animal con un golpe seco, encima del pentagrama dibujado con tiza. El ave, con la glotis desgarrada, lanzó un cloqueo ahogado. La sangre brotó a grandes chorros y se extendió por el pentagrama y luego sobre el altar. El Diablo llenó con ella un cáliz, que se llevó a los labios. Aquella mascarada esotérica tenía un regusto fúnebre. «Un carnaval», había dicho el senador Campioni en su nota. Mortífero, sin duda. ¿Era posible que bajo aquellas tenebrosas capuchas se ocultaran algunos de los más altos dignatarios de Venecia? ¿Era aquello un juego trágico al que se entregaban los nobles decadentes de la laguna, dispuestos a utilizar cualquier maleficio, a tramar las conspiraciones más viles, para mitigar su aburrimiento? No, aquello no podía ir en serio; a Pietro le costaba creerlo, pero no podía olvidar el terror del sacerdote Caffelli ni el del propio senador.

De pronto, la voz —su voz, profunda, cavernosa— rompió el silencio.

El maestro de ceremonias se había acercado al libro colocado sobre el pupitre.

Ya me encuentro en el Círculo Tercero: el de la lluvia eterna, fría, que no cesa en su fuerza y ritmo fiero. Cruzan granizo, agua negruzca y nieve el aire tenebroso en lluvia adversa: hiede la tierra que esta lluvia bebe. Cerbero, fiera cruel, torpe y diversa, ladra trifauce, mientras la hostiliza, contra la gente que aquí yace inmersa. Tiene pelambre hirsuta, de ojeriza rojos ojos, gran vientre, uñosas manos con que a las almas hiere, rasga y triza. La lluvia arranca aullidos infrahumanos…

El Diablo continuó así su lectura. Al cabo de un rato se detuvo, volvió hacia el altar y levantó las manos:

—Como en otro tiempo el poeta predijo las discordias en Florencia, yo os digo que estas llegan a Venecia, y que vosotros seréis sus más ardientes promotores. Os digo que el dux Francesco Loredan merece la muerte, que también él será devorado. Os exhorto a que no olvidéis lo que la República fue en otro tiempo, para comprender mejor así lo que es hoy: la guarida del pecado y la corrupción. Pronto la derribaremos, y la edad de oro volverá a nosotros. Recuperaremos el dominio de los mares. También nuestro poder será nuevo, un poder rudo hacia el mundo, pronto a imponer su supremacía, como el imperio lo hizo antaño en todas sus colonias, en sus factorías y sus bases imperiales, hasta el otro extremo de las tierras conocidas. Inundaremos la laguna con estas nuevas riquezas, que merece; salvaremos a nuestros menesterosos y reforzaremos nuestros ejércitos. Nuestro poder se alimentará de los siglos antiguos y del ardor de nuestro combate. ¡Y vosotros, mis Estriges, vosotros, mis Pájaros, seréis arpías y furias, lanzadas sobre toda la ciudad, hasta que, sobre los vestigios del mundo antiguo, se levante por fin el régimen nuevo, el régimen que reclamamos en nuestros votos!

—Ave Satani — clamó la asamblea con una sola voz.

A Pietro casi se le escapó la risa, que se transformó en una breve tos entrecortada. Uno de los miembros de la secta volvió el rostro hacia él. ¿Había notado también la Sombra este movimiento? Inspirada por una repentina intuición, la figura pareció mirar un breve instante en su dirección. Pietro se puso rígido, pero solo podía distinguir un agujero negro, una nada bajo la capucha del enemigo. Y pronto empezó una extraña procesión. Uno tras otro, los luciferinos fueron a arrodillarse ante el altar, en el centro mismo del pentagrama, para prestar juramento.

Pietro sacudió la cabeza.

—Yo te nombro Semyaza, de los Serafines del Abismo —decía la Sombra dibujando un cruz invertida con ceniza sobre la frente de su discípulo, sin quitarle la capucha—. Yo te nombro Chocariel, de los Querubines del Abismo y de la orden de Pitón-Luzbel. Tú serás Anatnah, de los Tronos, con Belial por jefe.

Pietro no tuvo más remedio que unirse a los demás. Ante él, los encapuchados seguían arrodillándose. Se pasó la lengua por los labios. ¿Llegaría a ver los rasgos del hombre que se ocultaba bajo aquella capucha oscura? Era una ocasión única; pero si lo conseguía, él mismo corría peligro de ser descubierto. Cerró el puño; su mano estaba húmeda en el interior del guante. Y había algo más: la espada le molestaba bajo el manto. Temía desvelar la hoja, que colgaba de su cinturón, al ponerse de rodillas. Con cuidado, aflojó el cordoncito que llevaba atado a la cintura.

—Alcanor, de las Dominaciones del Abismo, tu jefe será Satán; Amaniel y Raner, de las Potencias, serviréis a Asmodeo… Amalín, tú seguirás a Abadón, de las Virtudes del Abismo…

Pietro no comprendía nada de aquello, pero se iba acercando al altar.

—Sbarionath, de los Principados, y Golem de los Arcángeles, en nombre de Astaroth…

«Es imposible, es una farsa, una mistificación…».

Por fin llegó ante el jefe de la secta. Se llevó la mano al costado, sobre el sayo. Tuvo que arrodillarse —con gesto algo torpe—, porque la voz espectral de la sombra había marcado una pausa. Por suerte, la vaina de la espada no emitió ningún ruido. Pietro se encontraba a su vez en el centro del pentagrama. Sus ojos contemplaron un instante los signos cabalísticos dibujados con tiza. Luego alzó la cara. Estaban frente a frente. Ambos camuflados bajo sus capuchas. Pietro no pudo distinguir el rostro del Diablo, igual que él no podía distinguir el suyo. La mano de la Sombra se posó sobre la frente de Pietro. ¿Había sentido la humedad? Su pulgar pareció, en efecto, retrasarse más de lo necesario. Pietro aún conservaba la sangre fría, pero había empezado a transpirar. De pronto tenía la pavorosa sensación de que el Maestro le olía, le husmeaba, como un animal salvaje olfatea a su presa antes de lanzarse sobre ella. En ese gigante que se erguía sobre él había algo profundamente bestial. Y esa voz…, por un momento le pareció que no había nada humano en ella.

Finalmente el dedo del Diablo dibujó sobre su frente la cruz de ceniza invertida.

—Tú serás Elafón, de los Angeles del Abismo, con Lucifer por señor…

Pietro se levantó despacio, para que sus movimientos no le traicionaran. Dio media vuelta y aprovechó el final de la procesión, no para volver a su puesto cerca del altar, sino para dirigirse al fondo de la sala, muy cerca de la escalera. A medida que avanzaba en esa dirección, suspiraba de alivio. Aún no había acabado la ceremonia, pero era inútil seguir allí más tiempo; había sido una locura aventurarse solo en ese nido de víboras. Tenía que desaparecer discretamente y correr a informar a Vindicati de lo que había visto. Aunque se preguntaba quién iba a estar tan loco para creerle. Detrás de él, la Sombra había vuelto a ocupar su lugar junto al altar y levantaba de nuevo los brazos:

—¡Vamos, mis ángeles, vamos, mis demonios, mis Pájaros de Fuego! ¡Dispersaos sobre Venecia, y estad atentos a responder a la llamada de los cañones! Pero antes…

Pietro ya estaba solo a unos pasos de la escalera; de la libertad.

—… antes dad las gracias conmigo a nuestro invitado por estar entre nosotros esta noche. Un invitado de alcurnia, amigos míos… Porque debéis saber que con nosotros se encuentra una de las más hábiles espadas del país…

Pietro se volvió.

—¡Saludad a la Orquídea Negra!

Pietro se detuvo, petrificado.

Ya no podía dar marcha atrás y volver a una de las filas de bancos.

Permaneció inmóvil un segundo, mientras un rumor crecía en la asamblea. Las desconfiadas capuchas se volvían en todas direcciones en busca de un indicio, una señal, una explicación. La Sombra reía, con una risa continua que resonaba grotescamente bajo las bóvedas. Lentamente, Pietro se volvió. Ahora la Quimera tendía un dedo hacia él.

«¡Oh, no!».

Cincuenta rostros siguieron la dirección que indicaba el Maestro.

—Un impostor, amigos míos… Prendedle.

«Sabía que esto acabaría mal».

Bajo la capucha, Pietro esbozó una sonrisa crispada.

Durante un breve instante no ocurrió nada; luego, como un solo hombre, los caballeros del Apocalipsis se precipitaron hacia él.

Con un gesto brusco, Pietro levantó su sayo y empuñó las pistolas que llevaba a la cintura.

Con el movimiento, la capucha cayó hacia atrás, desvelando su rostro. Había llegado la hora de saber si estos demonios eran mortales. Los disparos restallaron entre un olor a pólvora y dos de sus asaltantes se desplomaron en el acto con un gorgoteo, en el mismo momento en que iban a abatirse sobre él. El clamor se convirtió en un bramido; los encapuchados se abalanzaban sobre él desde todos lados. Pietro giró sobre sus talones y se precipitó hacia la escalera. Mientras subía los peldaños de cuatro en cuatro, se deshizo del sayo, que lanzó a la cabeza de sus perseguidores. Fuera, dos de los Pájaros de Fuego montaban guardia. Pietro les propinó un violento empujón. Sorprendidos, los hombres cayeron, uno contra la arcada del jardín y el otro en la entrada de la escalera. Pietro corrió sin dudar hacia el este del parque y saltó por encima del murete. Los Pájaros de Fuego seguían tras él.

Corrió a través de la llanura, en dirección a la colina donde había concertado el lugar de encuentro con Landretto.

Este estaba adormilado bajo un tejo, con una manta sobre los hombros.

—¡Landretto! —exclamó Pietro—. ¡Landretto, por lo que más quieras! ¡Huyamos!

El criado, horrorizado, se desprendió enseguida de la manta y corrió hacia los caballos. Pietro subía por la colina y un ejército, una horda sombría equipada con armas y antorchas, le pisaba los talones como una jauría, dándole caza. Landretto no podía dar crédito a sus ojos. Por un instante le pareció ver en aquella imagen la señal de que los muertos, tras surgir de sus tumbas, habían vuelto a la tierra y perseguían a Pietro con sus siseos y sus sortilegios. El criado sujetó las riendas de la montura de Viravolta; la suya giró sobre sí misma relinchando. Pietro siguió corriendo, saltó rápidamente a la silla y golpeó vigorosamente los flancos del animal, que se encabritó y salió al galope.

Los dos huyeron levantando terrones de hierba y tierra.

Esta carrera nocturna duró hasta que encontraron la escolta de Vindicad, a las puertas de la ciudad de Mestre. Pietro ordenó a los hombres de Emilio que le siguieran sin dar más explicaciones. La escolta tampoco contaba con suficientes efectivos para hacer frente a los Pájaros de Fuego en caso de que les alcanzaran. Todos cabalgaron, pues, a galope tendido en dirección a Venecia. Pietro no se había encontrado en una situación como aquella desde hacía mucho tiempo, cuando, siendo oficial en Corfú al servicio de la República, había tenido que escapar a los furiosos ataques de hordas de campesinos bajados de las montañas, armados con fusiles y horcas.

Pero lo cierto era que no le habría importado prescindir del recuerdo de esa noche. Mientras galopaba hacia la Serenísima, no podía evitar pensar en la figura gigantesca y sombría del Diablo y en su voz surgida de los infiernos.

«Vexilla regís prodeunt inferni».

Los ángeles de la Sombra se desplegaban sobre Venecia.