CANTO XXII

Los Esponsales del Mar

Pietro se precipitó hacia los muelles. En el lugar habían instalado casotti de animales salvajes. Una leona giraba sobre sí misma detrás de los barrotes; un rinoceronte de Asia, con el cuerno apuntando hacia abajo, removía sin convicción un montón de heno sembrado de excrementos; un guepardo mostraba los colmillos mientras golpeaba el suelo con la pata, y un árabe montaba un dromedario que avanzaba con toda calma entre los entusiasmados paseantes. Pietro se detuvo un instante al borde del muelle, ante la laguna. Jardines artificiales, montados sobre enormes balsas, decoraban la orilla; panes de césped cargados de plantas en macetas y ramos de flores acababan de conferir toda su belleza al lugar. Diversos conciertos se celebraban aquí y allá, y la gente paseaba de una balsa a otra al son de músicas barrocas, a través de pasarelas de madera instaladas para la ocasión. Pietro avanzó por una de ellas y franqueó tres o cuatro balsas antes de saltar a una góndola. El esquife se bamboleó peligrosamente ante esta irrupción y el gondolero estuvo a punto de caer al agua. El hombre se rehízo justo a tiempo, y empezó a lanzar insultos. En ese instante, Pietro se dio cuenta de que diversas góndolas convergían hacia el Bucentauro, sembrando la discordia en el desfile acuático al cortar el paso a las náyades instaladas en sus conchas y a los Neptunos que agitaban en el aire sus tridentes.

—¡Condúceme al Bucentauro! —dijo Pietro jadeando—. ¡Es cuestión de vida o muerte!

El gondolero, un hombre de unos cuarenta años, de rostro tostado y párpados caídos, parecía vacilar entre la perplejidad y la cólera. Sin duda pensaba deshacerse íllico de aquel visitante imprevisto, pero algo en la mirada autoritaria de este le disuadió de hacerlo. Pietro deslizó bajo sus ojos el nuevo salvoconducto que le había entregado Ricardo Pavi, firmado personalmente por el jefe de la Crimínale y marcado también con el sello del dux.

—El dux corre un grave peligro. ¡Rema, amigo! ¡Rápido!

El gondolero observó el rollo de papel sin comprender, miró a Pietro, y por fin su rostro se iluminó. Dudó un momento, pero Pietro volvió a gruñir, y finalmente el hombre sonrió y se ajustó el gorro sobre la cabeza.

—Tiene suerte, maese. Ha ido a dar con el gondolero más rápido de la República.

—Ha llegado el momento de probarlo —dijo Pietro.

Los Esponsales del Mar. El viaje del dux a través de la laguna, en ese día de la Sensa, era uno de los más importantes de la vida de la Serenísima. La simbólica y breve odisea le conducía hasta San Niccolo del Lido. Allí, desde el Bucentauro, lanzaba cada año un anillo bendecido por el patriarca, pronunciando estas palabras: «Te desposamos, oh mar, en señal de eterna dominación» (desponsamus te, mare, ín signum veri perpetuique dominii). Este gesto de comunión y de alianza renovada conmemoraba el triunfo de 1177, cuando el emperador, para recompensar a la ciudad por su apoyo contra Barbarroja, fue a inclinarse ante el Papa bajo el porche de la basílica de San Marcos. Alejandro había concedido entonces a Venecia el dominio de los mares. Retrospectivamente, el acontecimiento podía considerarse una profecía, pues así había comenzado la Serenísima a labrarse su reputación. En el Bucentauro, Francesco Loredan, sentado en su trono de gala, conversaba con el embajador Pierre-Francois de Villedieu, que desde el baile de Vicario disfrutaba, encantado, de su reciente llegada a la Serenísima. El embajador parecía realmente extasiado ante la sucesión de maravillas a las que asistía. Rodeado, como correspondía, de ricas damas de la nobleza, inclinándose a derecha e izquierda para contemplar la laguna y las bandadas de embarcaciones que les rodeaban, De Villedieu lanzaba de vez en cuando exclamaciones de alegría y se perdía en felicitaciones admirativas.

Loredan, por su parte, disimulaba su profunda preocupación tras una sonrisa de circunstancias. No lejos de él, Ricardo Pavi, con las cejas fruncidas y un rostro de mármol, trataba igualmente de contener su nerviosismo. Con las manos cruzadas por delante del cuerpo, Pavi lanzaba de vez en cuando una mirada sombría hacia el extremo del Lido.

En el palacio, los vidrios del piso superior saltaron en pedazos. Uno de los Pájaros de Fuego, encapuchado de negro, rodó por el suelo y se levantó sacándose una pistola del costado. Diez de sus compañeros se lanzaron en dirección a la Sala del Consejo, mientras una quincena se dirigía hacia la Sala del Colegio. Las primeras escaramuzas habían empezado; bajo el fresco de Tintoretto, Venecia recibiendo los dones del mar, se escuchaban disparos, que resonaban con más fuerza aún debido a la prohibición de llevar armas durante las festividades. Fuera la gente todavía aplaudía, creyendo que se trataba de simples petardos, preludio de los fuegos de artificio de la noche, los más esperados, los del Gran Baile de la Dominadora. Después de las primeras salvas, se desenvainaron espadas y puñales. Un gran número de soldados ascendía por la Scala d’Oro y se precipitaba al interior del Ante colegio; en tres lugares del palacio, los Pájaros seguían descolgándose de los cabos, mientras otros descendían por los tejados. Las cuadrillas, tardíamente alertadas, habían tardado un rato en comprender lo que ocurría, y ahora trataban de dispersar a la multitud agolpada en la plaza para impedir que los enemigos siguieran afluyendo desde la torre del campanile. Al mismo tiempo, a unos centenares de metros de allí, en torno al Rialto, Barakiel de Pitón-Luzbel, Turiel de Belial, Ambolino de Asmodeo y algunos mercenarios de Von Maarken empezaban a ocupar las oficinas judiciales, económicas y financieras, en medio de un caos que la multitud, aún ajena a los hechos, contribuía a aumentar estorbando a las autoridades en su repentina puesta en movimiento.

—¡Más deprisa, más deprisa! —exclamó Pietro, furioso por no poder disponer de un remo con el que ayudar al gondolero, que jadeaba por el esfuerzo.

Pietro estaba encaramado en la proa, con una mano sobre las rodillas y la otra en el costado. El Bucentauro, imponente en el centro de esa marea, se iba acercando; pero estaba aún bastante lejos, y la góndola se veía obligada a dar rodeos continuamente para evitar a las embarcaciones de gala que se interponían en su trayectoria. Los insultos seguían lloviendo, y habían estado a punto de ser despanzurrados un montón de veces. «¡Cuidado!», gritaba Pietro, al ver que rozaban aquí una carroza náutica y allá una de las peotas que surcaban las aguas. «¡A la derecha, a la izquierda!». Al mirar alrededor, pudo constatar que otras góndolas actuaban del mismo modo que ellos.

En algunas distinguió claramente a unas siluetas encapuchadas que le resultaban más que familiares. Apretó los dientes y siguió animando a Tino, el gondolero, que hacía todo lo posible por acelerar un ritmo que era ya muy vivo. Gotas de sudor resbalaban por su frente y sus músculos resaltaban bajo el chaleco y las mangas arremangadas de su camisa. Sin embargo, solo estaban acercándose a la punta de la Giudecca, y Pietro comprendió que, a ese ritmo, Tino no podría aguantar mucho tiempo. Entonces distinguió uno de los bissone de diez remeros, deslizándose no muy lejos, a la estela del Bucentauro, en medio de una bandada de embarcaciones del mismo tipo. Después de ordenar a Tino que se acercara, Pietro interpeló a gritos a los remeros. Se produjo entonces, de uno a otro esquife, una insólita conversación, en la que cada uno de los interlocutores se desgañitaba para tratar de imponerse al ruido; luego Pietro hizo una señal con la cabeza y se volvió hacia el gondolero.

—¡Te doy las gracias, amigo! Puedes volverte satisfecho, ¡pero ha llegado el momento de un cambio de poderes!

Diciendo esto, cogió la flor de su ojal y la lanzó a los pies del gondolero, que abrió unos ojos como platos al ver la orquídea negra.

La góndola tocó la embarcación, y Pietro subió mientras dentro se apretaban para hacerle sitio. Los remeros eran vigorosos pero acababan de salir de una carrera febril en el Gran Canal. Aun así, los hombres empezaron a cantar, entre jadeo y jadeo, y sacando fuerzas de la flaqueza, como si se tratara de una nueva competición —y en cierto modo, así era—, hicieron entrar en acción sus bíceps con energías renovadas.

En San Niccolo, el Bucentauro pareció lanzar un último resoplido; un temblor recorrió sus flancos, cogió impulso, y giró lentamente para situar su proa frente a la embocadura de la laguna. No muy lejos, la Negrone hizo lo mismo y fue a colocarse a su lado. Había llegado el momento solemne. El dux se levantó entonces de su trono, invitando al embajador a hacer lo mismo y a seguirle. Los senadores, las damas de la nobleza y los representantes de las grandes familias se apostaron a uno y otro lado del puente central, formando un pasillo de honor que dibujaba una especie de suntuosa guirnalda de un extremo a otro de la galera. Loredan avanzó lentamente, seguido por el embajador. Dio unos pasos alejándose del baldaquino rojo, observando la hilera de sonrisas y de ojos luminosos que convergían hacia él. Los pajes alineados a ambos lados de la nave alzaron sus trompetas al cielo. Lanzaron un primer toque; a Loredan le pareció oír, por encima del bramido, el rugido del león de Nemea. Prosiguió su marcha hasta la proa del navío; allí, otro paje le esperaba, un hijo de tierras lejanas, de piel morena, con la cabeza envuelta en un turbante azul en el que brillaba una diadema. Llevaba el anillo sobre un cojín de terciopelo rojo y oro. Junto a él, apoyando su mano en el hombro del muchacho, se encontraba el patriarca de Venecia, vestido de gala. Loredan se acercó a ellos y apareció claramente ante los ojos del mundo, con el manto bailando al viento, la zogia brillando en la frente, el cetro en la mano y sus anillos resplandeciendo al sol; se detuvo, dominando el mar, y miró alrededor. Una segunda salva de trompetas acabó de llamar a la laguna al silencio. En todas partes, los barcos se detuvieron; toda la armada se inmovilizó después de un último deslizamiento, y de San Marcos a la Giudecca, todos callaron, con los ojos clavados en el Bucentauro.

A una cincuentena de metros, en una simple barca estacionada al alcance de la vista de la galera del dux, un hombre encapuchado acababa de tenderse tranquilamente. El hombre retiró con un gesto el tapete púrpura de la proa antes de asegurar su posición. Un cojín colocado bajo el torso le levantaba un poco el tronco, para facilitar su última inspiración antes del momento decisivo. Se apoyó en el codo. Lentamente deslizó una mano hacia el gatillo del arcabuz que acababa de desvelar, mientras con la otra sostenía el interminable cañón, cuyo extremo descansaba en una contera de metal destinada a asegurar la estabilidad del arma en el instante del disparo. Le llamaban el Arquero, el Arcabucero, o también Gilarión de Meririm, de los Principados, y era el hombre que, en plena noche, a ciento cincuenta metros y disponiendo solo de la luz de una antorcha, había alcanzado a Giovanni Campioni con un único virote en el cementerio de Dorsoduro. Desde el lugar en que ahora se encontraba, con el dux erguido totalmente a la vista en la proa del navío, Gilarión no podía fallar. Pero no estaba solo en su empeño; antes de volver a la lente de fabricación propia que le permitiría ajustar el tiro dentro de unos segundos, Gilarión entornó los ojos y miró hacia el flanco derecho del Bucentauro. Allí, otra embarcación acababa de acostar, y mientras sobre la galera todo el mundo estaba concentrado en la ceremonia que ejecutaba Loredan, el Minotauro, con su capa color sangre ondeando a la espalda, utilizó una de las escalas para izarse con presteza hasta la cubierta de la nave.

«¡Está allí! ¡Está en el barco!», pensó Pietro.

El Bucentauro permanecía quieto en medio de la laguna. Durante un instante el oleaje pareció calmarse. Era una imagen impresionante la del Bucentauro, la Negrone, las góndolas y embarcaciones de todos los tamaños allí inmóviles, con las velas blancas izadas y las guirnaldas agitándose suavemente al viento. El dux se había levantado, abandonando su trono y su baldaquino junto a la Justicia y la Paz, y ahora cogía con solemnidad el anillo que le tendía el paje. Lo levantó al sol, en señal de triunfo. Y así apareció en medio de toda la población de Venecia y de Tierra Firme y de los extranjeros llegados de los rincones más alejados de Europa y de Oriente, con su zogia resplandeciente, de pie bajo el astro de oro. Entonces, con una voz clara surgida de la historia de Venecia como una fuente que celebraba siete siglos de un esplendor que había deslumbrado al mundo, reiterando ese gesto de comunión y de alianza fraternal, en medio de un silencio absoluto, pronunció la fórmula ritual.

El pequeño paje del turbante azul sonrió.

Desponsamus te, mare…

Gilarión se disponía a apretar el gatillo de su arcabuz cuando un golpe repentino estuvo a punto de hacerle caer de lado. Sorprendido, volvió la cabeza; la capucha le estorbaba. Aún no había tenido tiempo de disparar, aunque un instante antes la postura del dux le había parecido ideal. Se dio cuenta de que un hombre acababa de lanzarse a su lado y sus ojos se dilataron de asombro.

De un puntapié, Pietro hizo volar el arcabuz. El arma saltó de su contera de metal, pasó sobre la borda y, levantándose casi en vertical, cayó de punta en el agua de la laguna. Gilarión reaccionó demasiado tarde. Lanzando un grito de estupor, se revolvió para tratar de recuperar el arcabuz antes de que desapareciera. Cuando alzó los ojos de nuevo, se encontró ante la Orquídea Negra.

La lucha fue breve.

Pietro lanzó a su enemigo por encima de la borda.

Durante un breve instante, con las manos sobre las rodillas y la mirada apuntando al fondo de la barca, trató de recuperar el aliento, con el rostro sudoroso.

Luego se incorporó.

Desde la barca empezó a hacer señales, abriendo los brazos, casi dando brincos sobre la frágil embarcación, que se tambaleaba a derecha e izquierda.

Desponsamus te, mare, in signunt veri perpetuique dominií. El dux dejó caer el anillo, que desapareció, tragado por las aguas.

Entonces, desde San Marcos al Lido, resonó en todas partes un clamor sin igual. La población, exultante, dio rienda suelta a su alegría.

Ricardo Pavi recorría el puente del Bucentauro con aire grave. Buscaba signos, miraba a derecha e izquierda, incomodado por aquella exaltación, por las banderolas y pañuelos agitados al viento, por los disfraces de carnaval. Se pasó la mano por la nuca, con el pelo negro muy corto, y por un instante creyó distinguir, entre todas las embarcaciones que le rodeaban, una barquita sobre la que se agitaba una silueta familiar.

Se detuvo, entornando los ojos.

Una dama de alto rango, con un vestido malva con reflejos de seda, pasó ante él.

«Viravolta… ¡Es él!».

Le pareció que su corazón se detenía.

¡Trataba de decirle algo!

«¡Demasiado lejos, Pietro! ¡Estás demasiado lejos!».

Pavi trató de comprender las señales que le enviaba la Orquídea Negra; unos ademanes que, en ese instante, hubieran podido parecer cómicos. Viravolta bailaba como la población y Pavi podía ver cómo su boca se agrandaba, pero era incapaz de oír nada en medio del clamor general.

«¿Qué? ¿Qué quieres decirme?».

Representaba con gestos, en lo alto del cráneo, la presencia de… ¿unos cuernos?

Con la vista nublada, Pavi se volvió y miró en dirección al dux.

Desponsamus te, mare, in signum veri perpetuique dominii.

Loredan, momentáneamente distraído por la ceremonia, se volvió también para abandonar la proa del navío. Pasó la mano por la mejilla del paje y dirigió una sonrisa satisfecha al embajador Pierre-Francois de Villedieu, así como a los miembros de la nobleza reunidos en el Bucentauro. De pronto, un coloso pareció surgir ante él.

El Minotauro y su máscara cornuda, sus hombros de metal, su capa púrpura.

—¿Francesco Loredan?… —dijo con voz gutural, una voz que resonaba como una sentencia.

Los rasgos del dux se crisparon.

Mas mira al valle, cuyas tierras toca ese río de sangre en que se agita quien sobre los demás violencia invoca.

El Minotauro se lanzó con un gesto la capa sobre los hombros y hundió las manos en su espalda, de donde sacó, como un ilusionista, las dos pistolas deslizadas en su vaina. Se oyeron gritos de estupor. Detrás de la máscara del Minotauro, Loredan, petrificado, creyó adivinar una sonrisa, y pensó: «Esta vez es el final».

Lanzando un alarido, Ricardo Pavi se precipitó contra el Minotauro. El coloso se tambaleó. Dos disparos se perdieron en el aire entre una fugaz nube de humo, agujereando las velas y los cortinajes rojos, mientras se derrumbaba hacia atrás. Los soldados, como si salieran de un sueño, se lanzaron también sobre él. Seis personas rodaron sobre el puente con el Minotauro, en medio de la confusión más absoluta. Una lluvia de puños y picas se abatió sobre él, en medio del horror y la estupefacción generales.

Desde el lugar en el que se encontraba, Pietro no distinguió enseguida qué ocurría. Al parecer peleaban sobre la cubierta del Bucentauro. Vio siluetas, el destello de alabardas resplandecientes. Y también había oído disparos.

Por fin vio al dux, con su traje de gala, que volvía a la proa del navío, y a Pavi que se levantaba.

Estuvo a punto de caer por la borda tras derrumbarse en el interior de la embarcación.

Lanzó un suspiro de alivio.

Pero el respiro fue breve.

Desponsamus te, mare, in signum veri perpetuique dominii.

En un recodo de la laguna, en el extremo de la Giudecca y el Lido, aparecieron las galeras. La Joya de Corfú, la Santa María y las embarcaciones austríacas resplandecían al sol; de los barcos dispuestos por el Arsenal en la punta de San Giorgio, para cerrar la entrada de la península, llegaron sordos clamores. Las galeras enemigas, de dos y tres mástiles y aparejo cuadrado como las caracas, equipadas con una tripulación de doscientos remeros y con el fondo de la cala repleto de armas y pólvora, parecían dispuestas a hacer tronar sus cañones; las naves habían surgido repentinamente de las aguas y avanzaban con todas las velas desplegadas. Ballesteros de élite y arcabuceros se dispersaban por los pontones; más de trescientas veinte piezas de cañón se preparaban para apuntar en dirección a la Serenísima y a los barcos enemigos. El Arsenal tenía, sin duda, con qué responder a estas fortalezas móviles, escoltadas por seis fragatas; pero la laguna hormigueaba de esquifes que habían salido para la fiesta, y los espacios de abertura, fuera de la península, eran reducidos. Cuanto más se acercara el enemigo a la ciudad, más complicadas serían las maniobras y mayores los riesgos de que el campo veneciano sufriera daños irreparables. Para la ocasión, se habían sacado de nuevo de los hangares a los herederos de la flota de guerra especializada, encabezados por la legendaria galera sutil, la sottile. Bandadas de escuadras ligeras, habitualmente encargadas de efectuar patrullas lejanas en el golfo, convergían hacia los asaltantes; pero de ningún modo podía asegurarse que la intercepción anunciada llegara a tiempo, antes de que San Marcos, o incluso el propio Bucentauro, estuvieran a tiro. Una veintena de unidades de reserva, bajo el mando del capitán general del mar, colocaban en batería su artillería.

Tanto Pietro, en su barca, como Pavi en el Bucentauro, pensaron en lo mismo. Los dos hombres se volvieron con angustia hacia la salida de los muelles del Arsenal. Dos explosiones consecutivas acababan de atraer su atención.

Aquel era otro punto estratégico de Venecia, y ya se veían ascender nubes de humo. Seguramente en ese momento se estaban desarrollando combates en el lugar. Pero ¿quién obtendría la victoria…? ¿El jefe del Arsenal o los Estriges?

Contuvieron la respiración.

En los muelles de San Marcos, el pueblo miraba a derecha e izquierda, perplejo, sin saber si se trataba de nuevas sorpresas preparadas para las festividades… o de algo mucho más grave.

De pronto, surgiendo del puerto, una fragata con todas las velas desplegadas hendió las aguas en medio de la humareda y de las llamas causadas por la explosión repentina de los barriles de pólvora. Elegante, orgullosa como un pájaro, fue a unirse a las escuadras legitimistas, seguida pronto por otras.

—¡Sí! ¡Sí! —aulló Pietro—. ¡Son de los nuestros!

Se produjo un silencio…

Luego se escuchó el primer cañonazo.

Desponsamus te, mare, in signum veri perpetuique dominii.

Entonces, una nueva tormenta estalló.