CANTO VI

El huracán infernal

El problema del mal de Andreas Vicario, miembro del Gran Consejo

«Del pecado y los castigos de Dios: el Mal y el Poder», capítulo IV

… Resulta del judeo cristianismo que el edificio entero sobre el que descansa se sostiene sobre un único elemento: la conciencia del pecado, y según se sigue de la metáfora de la culpabilidad original, la transmisión de esta conciencia como pedestal de la civilización. Frente a este imperio, las sectas heréticas solo tienen dos caminos posibles: rechazarla en bloque y arruinar de este modo los fundamentos de la moral, o declararla incompleta y pretender volver a la fuente de los mensajes religiosos, apelando al rigorismo de los «puros». En todos los casos, sin embargo, es el pecado el que triunfa, es el rechazo o la llamada al castigo la que condiciona el ejercicio del poder espiritual, y es, de nuevo, Lucifer quien gobierna. Donde reside el terror, reside el poder. Por eso la paradoja quiere que el Mal sea el instrumento supremo de dominación de las religiones oficiales; por eso los imperios se imponen solo por la fuerza en el mundo entero; por eso el problema del Mal es político, y por eso, una vez más, nos indica el triunfo en este mundo de Satán.

—Él o los asesinos actuaron rápido —concluyó Pietro—. Rápido pero con bastante eficacia, hay que reconocerlo.

El príncipe serenísimo, estupefacto, parecía haber perdido su habitual aplomo.

Pietro, Emilio Vindicati y Antonio Brozzi se encontraban sentados ante él, en la Sala del Colegio. La tempestad seguía rugiendo en el exterior, y todas las arañas estaban encendidas. De vez en cuando Brozzi alzaba los ojos hacia los frescos del techo.

Era evidente que preferiría encontrarse en otra parte; tanta tensión no era buena para su corazón.

—¡No es posible, no es posible! —repetía Loredan.

El dux sacudía la cabeza a uno y otro lado. Finalmente golpeó con el puño el brazo de su trono.

—¡Si las circunstancias de la muerte de Marcello Torretone podían ocultarse a la población, esta vez toda Venecia está al corriente! El asunto será llevado inevitablemente al Gran Consejo, Emilio. ¡Usted mismo y los representantes de la Quarantia Crimínale serán llamados a dar explicaciones sobre la naturaleza y el curso de su investigación! Deben prepararse para ello. Por otra parte, ¡no me extrañaría que este asesinato se hubiera cometido en pleno día para obligarnos a involucrar al Gran Consejo! ¡Nos arriesgamos a tener que navegar, una vez más, en aguas pantanosas, entre nuestros pequeños secretos privados y las deliberaciones públicas! Si queremos perseverar en la investigación secreta de Viravolta, los Diez y la Quarantia deberán darles gato por liebre para salir del paso. ¡Todo esto no me gusta en absoluto, Emilio, en absoluto! Me coloca en una posición que me desagrada profundamente. Necesitamos resultados, el Gran Consejo no es imbécil; pronto verá que se trama algo a sus espaldas. ¿Y qué tenemos hasta ahora?

Pietro tomó la palabra.

—La pista del Minué de la Sombra no nos conduce a ningún lado. Confieso que me pregunté si Virgilio no sería uno de los emisarios de Emilio, que, por su parte, me asegura lo contrario; así pues, existe un vínculo entre el asesinato de Marcello, el del sacerdote Caffelli y la escena, como mínimo embarazosa, hacia la que me guiaron en la casa Contarini. Si, como creo, Marcello y Caffelli eran amantes, es probable que ambos representaran una amenaza real para la persona o las personas que buscamos. ¡Pero lo que más me preocupa es que ahora sé que alguien está al corriente de que me ha sido encargada esta misión! Tuve la impresión de que me seguían cuando fui a Murano. «El enemigo está en todas partes», decía el sacerdote. Y si no ha sido uno de nosotros quien se ha ido de la lengua, y perdonen que deba tomar en cuenta todas las hipótesis, pudo ser el propio Caffelli, antes de morir, o uno de los miembros de la compañía del San Luca un poco más astuto que los demás… O también Luciana Saliestri, cuyo broche encontramos en el teatro.

—El sacerdote de San Giorgio… —dijo el dux—. ¡Por todos los santos! Qué desgracia para sus piadosos parroquianos.

—Es cierto que a este ritmo nuestra investigación no podrá ser ya demasiado secreta —continuó Pietro—. Estoy de acuerdo con usted, serenísima. Ese mismo «alguien» quiere forzarnos a actuar a la vista de todos, promover toda clase de escándalos y ponernos en una situación incómoda. El plan es hábil, y la trampa en la que nos hemos metido revela claramente una estrategia política. Si le añadimos el carácter dramático de estos asesinatos espectaculares, se refuerza aún más el Fundamento de las sospechas de Emilio: nos enfrentamos a un jugador retorcido, perfectamente informado sobre las costumbres íntimas de aquellos a los que ha martirizado. Tal vez sea uno de nuestros patricios, alteza, o un extranjero, que ha reclutado a ejecutores para cometer sus crímenes. Ya se ha visto anteriormente.

—Alguien, alguien… ¿pero quién? —preguntó el dux con inquietud—. ¿Un noble veneciano, un espía extranjero, el embajador de una potencia enemiga? ¿Ese Minos cuyo rastro ha encontrado en los registros del vidriero y que, al parecer, encarga ante nuestras barbas barcos enteros de lentes de vidrio para un uso que desconocemos? No tiene sentido… Y, en todo caso, ¿cuál sería el móvil, Viravolta?

—Hacer tambalear a la República, quebrantar nuestras instituciones… ¿qué sé yo? Es cierto que Marcello o Caffelli no eran, a priori, objetivos políticos, pero hay algo evidente: Marcello trabajaba para los Diez y tanto él como el sacerdote sabían demasiado.

El dux, medio convencido, se pasó la mano por la frente y se ajustó el cuerno ducal, antes de levantarse. Caminó en dirección a las ventanas; la lluvia había arreciado y golpeaba los cristales, salpicándolos con mil constelaciones más allá de las cuales se hundía el abismo grisáceo de la laguna.

Cuando Loredan se volvió, un relámpago se recortó en el cielo.

—Bajo los artesonados, ¡la podredumbre! ¡El pecado! ¡La descomposición! ¿Qué horrores oculta el alma de los hombres? Señor… No, no, todo esto no funciona; no avanzamos suficientemente rápido.

Vindicati levantó una ceja.

—Consideremos las cosas con pragmatismo, alteza —dijo levantando la mano—, sin dejarnos impresionar por maniobras retorcidas ni atribuir a nuestro adversario más habilidad de la que podría tener, por más que yo mismo sea el primero en pensar que el peligro es grande. He enviado a algunos de nuestros agentes para que revisen cuidadosamente los registros de Spadetti y los de la guilda. Todos los vidrieros están siendo interrogados en este mismo momento; Spadetti el primero, aunque afirma que no sabe nada más. Le hemos amenazado, pero calla como un muerto, y por ahora no tenemos ninguna prueba de su posible implicación en todo esto. El vidriero no niega la existencia del encargo, pero habla de un error en el mantenimiento de sus registros, que aparenta lamentar. Su amnesia es muy oportuna, cierto, pero el problema está en que, en ausencia de informaciones precisas sobre la identidad del misterioso comprador de las lentes de vidrio, no puedo retenerlo indefinidamente e interrumpir la producción de su taller. Toda la guilda está ya conmocionada y habla de detener la producción. Me sorprende que tampoco mi querido Consejo de los Diez haya reaccionado antes, a la vista del registro del capomaestro; he ahí otro error que no me explico. No perdamos de vista a Spadetti, hagamos que le sigan, tratemos de hacerle hablar. Aunque no sé qué obtendremos por ese lado de momento. Los Pájaros de Fuego, las inscripciones pretendidamente bíblicas en el torso de Marcello y detrás del cuadro de San Giorgio: eso es lo que debemos esclarecer.

—Sí… Aunque personalmente —añadió Viravolta—, lo que más me intriga es el broche de Luciana Saliestri y su relación con el senador Giovanni Campioni. Para mí es la única pista tangible. Debo entrevistarme con Campioni, pero, al hacerlo, haré partícipe del secreto a uno de los miembros más destacados del Senado, y sus influencias en el Gran Consejo son conocidas. Necesito su ayuda, alteza serenísima, o bien la intervención de Emilio, para prepararme el terreno. Y tenemos que ponernos de acuerdo sobre la estrategia que debemos adoptar. Campioni es el primer sospechoso, aunque no les oculto que todo esto me parece… demasiado evidente.

—Sin duda —dijo Brozzi—. Da la sensación de que quieran conducirnos directamente hacia él. El broche de oro encontrado en el San Luca pudo ser dejado a propósito cerca del cuerpo de Marcello. Tal vez sea otra maniobra. Pero si todos los caminos conducen al senador Campioni, ¡vayamos a entrevistarle! Y veamos lo que Pietro puede sacar de él.

Se produjo un silencio, turbado únicamente por el martilleo de la lluvia contra los cristales.

Luego Francesco Loredan inspiró profundamente y dijo:

—Bien. Ocupémonos de él, pues.

El Broglio, al pie del palacio ducal, era uno de los enclaves más curiosos de Venecia. Situado no lejos de la Piazzetta, el lugar había recibido su nombre de un antiguo huerto, y tanto los venecianos como los viajeros se detenían a menudo en él, fascinados. Cada día, los nobles se encontraban allí para discutir los últimos asuntos públicos. El Broglio tenía, en la ciudad, una auténtica función política: todo noble con veinticinco años cumplidos y llamado a ocupar desde ese momento su puesto en el Gran Consejo «tomaba los hábitos» allí, recibía en cierto modo la investidura oficial. Pero el Broglio era también el lugar privilegiado donde se urdían las intrigas de la República, lo que no dejaba de ser curioso teniendo en cuenta el decorado por el cual deambulaba ahora Pietro, con las manos a la espalda, en compañía de su excelencia Giovanni Campioni: la antología de las faltas cometidas por los traidores a la patria y la lista de sus castigos estaban grabadas sobre otras tantas piedras planas, dispuestas a lo largo de las avenidas. Sobre los dos hombres, el cielo, aún cargado, se había vuelto, con todo, algo más clemente; algunos pálidos rayos de sol perforaban las nubes e iluminaban su marcha por los jardines. Los parterres desprendían el característico perfume de la naturaleza que recupera la calma tras la lluvia.

—¡De modo que me encuentro ante la Orquídea Negra! —dijo el senador—. He oído hablar de usted. Hace tiempo que la fama de sus diabluras ha llegado hasta el Gran Consejo y el Senado… Muchos se preguntaban, y se preguntan aún, de qué lado estaba realmente… El senador Ottavio, ¿está al corriente de su liberación?

—Lo ignoro, pero no lo creo. Y es mejor así.

Viravolta dejó pasar un momento de silencio y luego dijo:

—Pero tenemos asuntos más urgentes que tratar.

—Cierto.

Campioni suspiró.

—Marcello Torretone, el padre Caffelli… ¿Así que los Diez, igual que la Crimínale, están convencidos de que existe un vínculo entre estos dos asesinatos?

Giovanni Campioni tenía unos sesenta años. El senador llevaba el vestido nobiliario de los miembros de esta cámara, negro y forrado de armiño, ceñido a la cintura por un cinturón de placas y hebilla de plata, y un gorro oscuro, la beretta, en la cabeza. Caminaba al lado de Pietro, con el bastón en la mano y las cejas fruncidas. Al cabo de unos instantes, Viravolta se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Ha visto a Luciana Saliestri recientemente?

Campioni se detuvo a su vez, sorprendido. Se encontraban cerca de un macizo de flores, cuyos vivos colores contrastaban con la austeridad y el aspecto grave del patricio.

—Es que… cómo decirlo…

—Perdone que le haga esta pregunta, excelencia, pero pronto comprenderá por qué el asunto es importante para la investigación que llevo a cabo en este momento. ¿Le ofreció usted, hace cierto tiempo, un broche de oro marcado con sus iniciales, L y S, con un motivo de dos espadas y una rosa con perlas engastadas?

Campioni parecía aún más perplejo.

—¡En efecto, así era exactamente! Dicho esto, me gustaría saber quién le permite…

—¿Cuándo vio a Luciana llevar ese broche por última vez?

—Hace quince días más o menos, pero…

—Quince días… ¿y ninguna otra vez después?

—No. ¿Me dirá qué relación existe entre ese regalo y los oscuros asuntos de los que había empezado a hablarme?

—Ese broche, excelencia, fue encontrado a los pies de Marcello Torretone en el teatro San Luca. Luciana se lo había ocultado, pero afirma que el objeto le fue robado unos días antes por un individuo cuya identidad desconoce.

Campioni levantó la nariz e hizo una mueca; su mano se agitó nerviosamente sobre el pomo del bastón.

—De modo que por eso el Consejo de los Diez quería que yo me entrevistara con usted…

—Ese ha sido el motivo, en efecto. Excelencia… ¿sabe que Luciana era también la amante de Marcello?

Campioni sacudió la cabeza. Cada vez le costaba más esfuerzo conservar la calma.

—¿Cómo hubiera podido ignorarlo? Todo Venecia estaba al corriente. Sabe… Hay muchos hombres en la vida de Luciana.

A Pietro no se le escapó el tono con que había pronunciado estas palabras, que habían acabado en un murmullo. Era evidente que el senador estaba enamorado, y la idea de que la cortesana pudiera acoger a otros hombres en su lecho constituía para él un auténtico sufrimiento. El hombre frunció el entrecejo, con una expresión de dolor que apenas podía reprimir.

—Sí, la amo —confesó Campioni apretando el puño, como si hubiera adivinado las reflexiones de Pietro—. La amo desde hace ya casi diez años. Es gracioso, ¿no le parece? Que alguien como yo pueda estremecerse ante la idea de tener en sus brazos a una simple cortesana, tan joven y tan acostumbrada a las arcadas de las Procuratie… Lo sé muy bien. ¡Y eso me aleja de los asuntos de la República! Pero esta mujer es mi droga, no consigo deshacerme de ella… Es inútil que se lo oculte; tiemblo ante la sola idea de perderla, y sin embargo, ella es también mi mayor vergüenza… Es de esas mujeres que te embrujan, que te condenan a los más crueles tormentos y te ligan a ellas con tanta fuerza como las redes de Diana. ¡Una mantis religiosa, sí! Adorada y peligrosa. Oh, Señor… Pero usted ya debe de saber todo esto, ¿no es cierto?

La imagen de Anna Santamaría, la Viuda Negra, pasó ante sus ojos.

Pietro no respondió directamente.

—Tranquilícese, excelencia —dijo reanudando la marcha—. Un poco de sinceridad me resulta refrescante en los tiempos que corren.

Los dos hombres guardaron el silencio todavía unos instantes; luego Campioni continuó:

—Y en cuanto a ese broche, ¿qué puedo hacer yo si se lo han robado? ¡No creerá que estoy mezclado, ni remotamente en estos sórdidos asesinatos!

Pietro sonrió.

—Lejos de mí esa idea, excelencia.

Campioni pareció tranquilizarse; su respiración, que se había acelerado ligeramente, se hizo más pausada. Pero Pietro se había limitado a aplazar las cuestiones más delicadas. Buscó rápidamente en su bolsillo y sacó dos pedazos de papel, que tendió al patricio.

—Se han encontrado estas inscripciones; una en el cuerpo de Marcello Torretone, y la otra, en la iglesia de San Giorgio Maggiore. ¿Le dice algo esto?

Campioni cogió los papeles y leyó:

Yo era nuevo en este estado, cuando vi que llegaba un prepotente, con señal de victoria coronado.

La tromba infernal, siempre violenta, a las sombras arrastra en tremolina; y las voltea, sacude y atormenta.

Vexilla regís prodeunt inferní

—Sí… —dijo el senador, intentando definir aparentemente, qué le evocaban esas palabras—. Realmente me parece haber leído esto antes… Pero ¿dónde?

Se pasó la mano por la frente y preguntó a su vez:

—¿Qué significan estos epigramas? Se diría que es una especie de poema.

—Fuera de su contexto, que todavía desconozco —respondió Pietro—, no parecen significar gran cosa. No más que si se leen una detrás de otra, por otra parte. Excelencia… —Pietro cogió aire y se lanzó de cabeza—: Querría que me hablara de la Quimera y de esos que se hacen llamar los Estriges, o los Pájaros de Fuego…

Los dedos de Campioni temblaron sobre los papeles. Miró alrededor, y Pietro supo que había dado en el blanco. El interés de la conversación creció aún más. Pietro estaba ahora pendiente de los labios del patricio. La reacción de este último ante la mención de los Pájaros de Fuego era comparable a la que había tenido el padre Caffelli cuando Viravolta le informó de la crucifixión de Marcello Torretone. Los mismos signos de terror enfermizo aparecían en su rostro: la sangre hervía bajo su piel y tenía sudores fríos. El patricio se llevó una mano al pecho y tendió la otra a Pietro, como si los pedazos de papel que todavía sostenía estuvieran impregnados de veneno. Con la angustia reflejada en sus ojos, se inclinó hacía él y le dijo susurrando:

—¡De manera que también usted está al corriente!

—¿Qué es lo que sabe? —preguntó Pietro.

Campioni dudó, estremeciéndose. De nuevo miró alrededor.

—Yo… Veo sombras, me siguen a todas partes, me temo. A veces me digo que son solo imaginaciones mías, pero… A decir verdad, tengo miedo.

Pietro insistió.

—Se han cometido dos crímenes espantosos, excelencia, y nada nos dice que no vaya a haber otros. Es absolutamente vital que me diga lo que sabe. ¿Quiénes son los Pájaros de Fuego?

Los dos hombres se miraron largamente. Luego Campioni pasó un brazo sobre los hombros de Viravolta, haciendo crujir su negro traje senatorial, y lo arrastró un poco más lejos. Habló con voz inquieta y entrecortada:

—Estamos hablando de una secta, amigo mío. De una organización secreta. Su jefe se hace llamar la Quimera, o el Diablo, pero nadie conoce su identidad real. Una secta luciferina que se esconde aquí, en Venecia, y en algún lugar en Tierra Firme… Sus ramificaciones superan el ámbito de Italia, por lo que se dice. Eso son los Pájaros de Fuego. Pero hay algo peor, mucho peor…

—¿Qué quiere decir?

—Al parecer, algunos de ellos se han infiltrado en los engranajes de nuestra administración, en el seno de las magistraturas y los oficios, ¡y alcanzan incluso al Senado, querido amigo, y al Gran Consejo!

Viravolta reflexionaba ahora frenéticamente.

—¿Pero cuál es su objetivo?

Giovanni volvió a mirarle.

—¿Su objetivo? ¡Vamos, amigo, es evidente! Los nobles huyen al campo, nuestra flota de guerra ya no consigue mantener nuestras posiciones en el extranjero, el juego y la disipación se extienden por todas partes, ¡Venecia se descompone! ¡Usted mismo, la Orquídea Negra, es un claro producto de este mundo!… ¿Quién cree aún que la República pueda ocultar bajo sus fastos la gangrena que la corroe? ¡Quieren el poder! ¡Una dictadura, amigo mío! O si lo prefiere, un régimen autocrático, ultraconservador. ¿Sabe sobre qué se edificó nuestro poder? Sobre el control de los mares. ¡Quien controla Venecia puede controlar el Adriático, el Mediterráneo, las rutas de Oriente y de Occidente! ¿No le basta eso? Es usted un ingenuo si cree que esto no es bastante para tentar al mundo entero. Pero, aunque todos reconozcan que la edad de oro se ha desvanecido, nadie se pone de acuerdo sobre los medios que debemos utilizar para restaurarla. ¡Los asesinatos de los que me habla son solo el árbol que oculta el bosque! Yo abogo, en el Senado, por que nos mostremos más generosos con el pueblo y le permitamos volver a la cima de nuestras instituciones. ¿Sabe qué se dice en Francia, en Inglaterra? Las cabezas coronadas de los demás países también tienen miedo. Según dicen, sus filósofos llevan ideas peligrosas a la gente. Sin embargo, hay que creer en nuestra capacidad de reformar nuestras propias instituciones. ¡Lo necesitan! Conmigo se alinean numerosos nobles del Gran Consejo, que me conocen y me aprecian; pero ya sabemos lo que eso le costó en otro tiempo al dux Faliero… Soy un estorbo, cada vez se levantan más voces para defender la causa opuesta y reclamar con sus votos un vigoroso regreso al orden de la ciudad. Realmente, el viento de la reacción sopla entre nosotros. Los Pájaros de Fuego son un maldito espantajo; muchos abusan de ellos entre nosotros y tratan de extender el descrédito sobre nuestro gobierno. Yo estoy en su punto de mira, hoy estoy convencido de ello. Y usted también, probablemente. Sin duda, lo único que les retiene es saber que un complot demasiado transparente se volvería rápidamente en su contra. Nuestra guerra es más insidiosa: es una guerra de sombras, de etiqueta y prerrogativas, ¡de juegos de poder! Quise alertar al dux, que durante mucho tiempo ha hecho ver que no me oía; pero varios proyectos de ley en los que pensamos tropiezan ya con toda clase de maniobras que pueden impedir su eclosión. Me obstaculizan en todo lo que emprendo. Aunque nunca de manera formal, claro está, sino con un arte y un cálculo consumados, puede creerme, y sin que yo sepa nunca exactamente de dónde procede el golpe. ¿Comprende ahora por qué robaron este broche a mi querida Luciana y luego lo abandonaron en el San Luca? Para incriminarme, naturalmente. ¡Quieren derribarme, a mí y a mis partidarios! Y no puedo pedir ninguna protección, porque ¿quién me dice que algunos de esos protectores no harían un doble juego? No se fíe de nadie, amigo mío, todo el mundo es sospechoso…

Giovanni Campioni había hablado a toda velocidad y ahora tomaba aliento. De pronto dejó caer los hombros. Sacudió la cabeza.

—En fin, creo que basta con eso. Ya le he dicho demasiado.

Pietro tenía todavía un montón de preguntas que hacerle. Quiso insistir, pero el senador levantó la mano.

—¡No, ya basta! Con esto arriesgo dos vidas, la mía y la suya. Déjeme en paz, se lo ruego. Ahora tengo que reflexionar sobre el modo de defendernos, yo y los míos. Si por casualidad recibiera informaciones útiles para su investigación, ya me encargaría de transmitírselas. ¿Dónde se aloja?

—En los apartamentos de la casa Contarini.

—Bien. Pero cualesquiera que sean las informaciones que pueda comunicarle, debe prometerme que no hablara de ellas a nadie, a excepción del propio dux. ¿Estamos de acuerdo? ¡A nadie, ni siquiera a los miembros del Minor Consiglio o del Consejo de los Diez!

—Se lo prometo.

Campioni se alejó, con expresión sombría, agitando la mano en el aire para alejar a Pietro.

Este se quedó solo en medio del Broglio.

«Una dictadura en Venecia. ¡Un complot de luciferinos!».

La Orquídea Negra dejó correr sus dedos por las nalgas turgentes de Ancilla Adeodato, que leía, tendida, el libreto de una obra de teatro imitando las voces de los distintos personajes. Lo cierto era que no le faltaba talento para este ejercicio. De vez en cuando se volvía hacia Viravolta, que le dirigía una sonrisa; sin embargo, sus pensamientos estaban en otra parte. Pietro acarició los cabellos rizados de la joven que, una vez más, había arrebatado a su esposo, ese capitán del Arsenal que había partido de nuevo a algún lugar en los mares del golfo. La bella Ancilla no carecía de poesía. Había conservado de su Chipre natal el recuerdo de los jardines en flor y los mares de aceite, del polvo ocre, los perfumes y las especias orientales; su madre era originaria de Nubia y había sido vendida como esclava a su padre italiano, habitante de Verana. Prestada y vendida durante toda su vida, Ancilla debía agradecer su salvación al amor incondicional de su guapo capitán, que toleraba, sin embargo, sus aventuras. Él mismo estaba siempre de viaje por montes y valles, y consideraba que todo lo que contribuyera a la felicidad de la joven lo haría igualmente a la suya, ya que ella volvía siempre con él en cada una de sus escalas en Venecia. Pietro no podía sino saludar la cortés abnegación de ese venerable oficial.

La voz risueña de Ancilla resonaba en la habitación.

FULGENCIA: Escúcheme, pues, se lo ruego, y respóndame como es debido. El señor Leonardo está a punto de realizar un matrimonio muy ventajoso. BERNARDINO: Tanto mejor, estoy encantado de saberlo. FULGENCIA: Pero si no encuentra un medio de pagar sus deudas, corre un gran peligro de dejar escapar esta buena ocasión. BERNARDINO: ¿Cómo? Un hombre como él no tiene más que golpear con el pie contra el suelo para que el dinero surja de todas partes…

Ancilla se volvió hacia Pietro. Prosiguió:

PIETRO: No te escucho, dulce luz de mi vida. ANCILLA: ¿Por qué esa frente arrugada, Pietro? ¡Eh, Pietro!

Arrancado a sus meditaciones, Pietro volvió a sonreír y le pidió excusas.

—Perdóname, Ancilla. Es que tengo en la cabeza un asunto complicado.

Ancilla rodó de lado entre las sábanas, y luego se sentó ante él con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Pietro admiró la curva de sus piernas, sus senos de aureolas pardas. La cabellera le caía sobre los hombros. La joven cogió una fruta de una mesita que tenía al alcance de la mano y le dio un buen mordisco antes de preguntar con la boca llena:

—¿No quieres hablarme de ello? Tal vez podría ayudarte… Mmm… Esta fruta es deliciosa.

—No, querida. Son cosas que es mejor guardarse para uno.

—Pero ¿en qué trapicheos andas metido con el Consejo de los Diez? Sabes que empiezan a murmurar sobre ti, aquí y allá…

—Lo sospechaba, en efecto. ¿Qué dicen exac…?

Pietro calló. Acababan de llamar a la puerta.

Se levantó, se vistió rápidamente y fue a abrir. Se encontró ante un niño andrajoso, que le dirigió una sonrisa radiante. El chiquillo tenía la carita sucia, le faltaban uno o dos dientes y no dejaba de rascarse la nariz, pero sus grandes ojos, insolentes y risueños, hacían olvidar todo el resto.

—¿Quién te ha dejado subir, si puede saberse?

La sonrisa del chiquillo se hizo más amplia.

—¿Viravolta de Lansalt?

—El mismo.

Le tendió una carta, doblada en cuatro y lacrada.

—Tengo un mensaje para usted.

Sorprendido, Pietro cogió la carta. Quiso cerrar la puerta, pero el niño no se movía. Pietro comprendió, fue a revolver en su bolsa y le dio unas monedas. El chiquillo desapareció corriendo escaleras abajo. Pietro, intrigado, rompió el lacre. En la cama, Ancilla se había incorporado.

«Vaya, parece que las cosas han ido rápido», pensó Pietro mientras leía la nota.

Mañana por la noche, los pájaros estarán al completo en su jaula. Para admirarlos, tendrá que dirigirse a Tierra Firme, a la villa Mora, en Mestre. El lugar está en ruinas, pero es un paraje ideal para calentarse en grupo ante una buena hoguera e intercambiar pequeños secretos. Sobre todo no olvide que, como en Carnaval, el disfraz es de rigor.

G. C.

G. C. Giovanni Campioni. Y los pájaros eran evidentemente los Pájaros de Fuego.

—¿Malas noticias? —preguntó Ancilla.

—En absoluto, cariño. Al contrario…

Se sentó en un sillón, con las piernas cruzadas y una mano apoyada en el brazo del asiento. Volvió a sumergirse en sus pensamientos. Ancilla lanzó un pequeño suspiro de impaciencia mientras se arreglaba el pelo.

—Bien, si no quieres compartir tus secretitos…

Ancilla se dejó caer de nuevo en la cama y volvió a su lectura.

Pietro se inclinó hacia una mesa baja que tenía al lado y dejó la carta. Sobre la mesa, cubierta por un tapete bordado, había una estatuilla de bronce: el Cerbero, el perro de tres cabezas, guardián de los Infiernos. Pietro observó unos instantes las fauces abiertas de la criatura, la musculatura de sus flancos, la espiral ahorquillada de su cola. Por un momento le pareció oír al monstruo ladrando furiosamente y expulsando llamas infernales por la boca.

A veces, algunos pensamientos se abren camino de una forma tan singular como inesperada hasta hacer surgir en nosotros ideas luminosas; estos momentos de súbita inspiración son raros en la vida. Al realizar el simple gesto de dejar el mensaje junto a la estatuilla, Pietro disfrutó de uno de estos instantes de gracia. Las preguntas que se arremolinaban en su mente convergieron de pronto en una revelación única. Se articularon para adquirir un sentido, cristalizaron en torno a ese núcleo huidizo que no habían dejado de buscar. Las dos inscripciones en el cuerpo de Marcello y en la iglesia de San Giorgio Maggiore… «Yo era nuevo en este Estado, cuando vi que llegaba un prepotente con señal de victoria coronado…». La frase de Emilio Vindicad: «Créeme, acabas de poner los pies en el vestíbulo del Infierno». La firma de Virgilio en el Minué de la Sombra. El nombre del comprador de las lentes de vidrio de Murano: Minos. «Los estandartes del rey del Infierno avanzan…». Y esta estatuilla; este perro con las fauces abiertas, un objeto decorativo al que, en otras circunstancias, no hubiera prestado ninguna atención.

En otras circunstancias, no, pero en estas…

Su rostro se había iluminado. Se llevó la mano a la frente.

Ancilla saltó de la cama y miró, sorprendida, el rostro descompuesto de Pietro.

—¡Se diría que has visto al Diablo!