CANTO XXV
Los traidores
Una pequeña orquesta tocaba en la plaza de San Lorenzo. Algunos curiosos se detenían de vez en cuando, escuchaban unos minutos y luego volvían a sus ocupaciones. La plaza era encantadora, había conservado algo de la edad de oro florentina y recordaba la férula de Cosme el Viejo, ese gran mecenas de las artes. No lejos de allí, la iglesia de San Lorenzo, un puro ejemplo de la arquitectura del Renacimiento, despojada, sin embargo, de todo ornamento, dejaba entrever aquí y allá su hermosa estructura de ladrillo. El lugar se encontraba en la parroquia de los Médicis; numerosas capillas, diseminadas por los edificios religiosos contiguos, decoradas con mármoles preciosos y piedras duras, albergaban las tumbas de los más ilustres personajes de la dinastía: mausoleos engastados en el estuche de sus alegorías, que representaban tan pronto el Día como la Noche, tanto el Crepúsculo como la Aurora, como testimonios altivos del poder secular de Florencia. En la pequeña orquesta, Pietro Viravolta, en la segunda fila, hacía vibrar su violín. Para él había sido un auténtico placer volver a ese instrumento. Sus compañeros de circunstancias debían cubrir a veces algunas de sus notas falsas, pero, con un poco de práctica, podría recuperar en parte su virtuosismo de antaño. Pietro, con el rostro empolvado, llevaba una peluca blanca.
Su chaqueta clara con pasamanería de oro dejaba escapar unas largas mangas, que bailaban siguiendo los movimientos de sus manos. Mientras tocaba, antiguas imágenes volvían a su memoria; por ejemplo, cuando, de vuelta en Venecia después de haber servido brevemente en las fuerzas militares, regresó a la formación de San Samuele, amenizando las veladas de los nobles con barrocos vuelos musicales, o cuando se divertía acompañando con su arco una representación en el teatro del barrio en el que había crecido.
Hacía buen tiempo en esa tarde de junio. El cielo era de un azul límpido. Mientras seguía tocando, Pietro observaba las idas y venidas en la plaza, y en particular al hombre de la corta barba gris, que en aquel momento rodeaba la orquesta para acercarse a él.
El individuo no esperó al final de la pieza para inclinarse al oído de Viravolta y murmurarle, a pesar de la música:
—¿Ve a ese hombre, allá abajo?
A una veintena de metros, en la plaza, Viravolta vio a un enano de cierta corpulencia, vestido con una camisa blanca con gorguera bajo una chaqueta roja, con pantalones bombachos y botas oscuras. Pietro asintió.
—Sígale discretamente. El enano le conducirá al que busca.
Pietro entornó los ojos. Su mirada se hizo más intensa. No era cuestión de dejarlo escapar ahora.
Acompañó el final del concierto con una lluvia de pizzicato y, con un último punteado, moviendo el arco con un gesto sin réplica, acabó el movimiento al unísono con la orquesta.
Pietro había abandonado su violín y caminaba tras el enano por las calles de la ciudad. Florencia. Dos siglos antes de Jesucristo, la ciudad etrusca de Fiésole fundó una colonia, que se convertiría en Florentia en la época romana, ciudad de guarnición que protegía la vía Flaminia que unía Roma con Italia del norte y la Galia. En el siglo XII, la ciudad accedió al estatuto de comercio libre, bajo el control de doce cónsules y del Consejo de los Cien. Un gobernador —el podestá— reemplazó al Consejo después de interminables disputas intestinas. La ciudad siempre había tenido una vida política agitada. Dante Alighieri nació en ella en 1265, en una familia de la pequeña nobleza. En 1274, Dante vio por primera vez al amor de su vida, Beatriz. Luego volvió a verla dos veces, aunque no llegó a conocerla nunca, y ni siquiera le dirigió la palabra; sin embargo, para ella escribió la Vita nuova, antes de convertirla en un personaje central de la Comedia. Huérfano desde muy joven, el escritor prosiguió sus estudios superiores en Bolonia, bajo la influencia del filósofo Brunetto Latini y de numerosos poetas, como Cavalcanti o Ciño da Pistoia. Muy pronto se vio mezclado en la agitación política de su tiempo. En Florencia, los güelfos nacionalistas apoyaban el poder temporal del Papa contra los gibelinos, partidarios de la autoridad del Sacro Imperio Romano Germánico. Estalló una verdadera guerra civil. Dante, partidario de los güelfos, participó en la batalla de Campaldino en 1289, que se saldó con la derrota de los gibelinos de Pisa y Arezzo. Esta victoria no podía ocultar, sin embargo, las disensiones internas: los güelfos blancos, más moderados, que defendían la independencia tanto frente al Papa como frente al emperador, se oponían a los extremistas güelfos negros, para los que el pontífice representaba el único poder legítimo.
Pensando en esos tiempos convulsos, mientras caminaba en dirección a la plaza de la Señoría, Pietro no podía dejar de establecer una aproximación con lo que acababa de vivir en Venecia. Una guerra civil. ¿Hubiera sido realmente posible algo así en el corazón de la Serenísima? Sin duda, no. Pero solo Dios sabía cuál hubiera podido ser el destino de la laguna tras una eventual victoria de los Estriges. Un golpe de Estado más y la faz del mundo hubiera cambiado. Siempre era un error dar por seguros los equilibrios existentes; a veces pendían solo de un hilo. Un hilo sobre el que la Orquídea Negra había bailado por espacio de unas semanas.
Mientras avanzaba por las calles florentinas, Pietro tenía la sensación de que la sombra del poeta caminaba a su lado. Dante se casó con Gemma Donati, de una importante familia de la ciudad, y apoyó a los güelfos blancos. Aquí ocupó cargos administrativos y diplomáticos. Las tensiones no dejaron de crecer. Después del exilio momentáneo de los dos jefes de facción rivales, los negros volvieron para tomar el poder en 1302, con el apoyo del papa Bonifacio VIII. Dante tuvo que exiliarse a su vez. Vivió en Verona, en París. Al mismo tiempo, sus opiniones cambiaron; pensando que un emperador prudente podría construir una unión europea que evitara las guerras y los conflictos, abrazó la causa de los gibelinos, y exhortó a los príncipes italianos a reconocer la autoridad de Enrique VII de Luxemburgo, que hacía poco había accedido al trono imperial. Pero la muerte prematura de Enrique arruinó todas las esperanzas del poeta. En 1316, el Consejo de la ciudad autorizó a Dante a volver a su ciudad natal. Él se negó. No volvería mientras no le fueran devueltos su dignidad y su honor. Así acabó su vida en Rávena, donde murió en 1321. Había empezado la Comedia al inicio de su exilio; la terminó poco antes de su muerte.
Al pasar por la piazza del Duomo, Viravolta se quedó absorto unos instantes, perdido en la contemplación, a la sombra de la catedral, y luego en la plaza de al lado, ante las tres célebres puertas de bronce dorado del baptisterio. Una de ellas, El Paraíso, le recordó de nuevo que la Comedia no había recibido el epíteto de «divina» hasta después de la muerte de su autor, en la edición de 1555.
Porque terminaba bien, sin duda. Con la deslumbrante visión de Dios.
Aunque hubiera salvado a Venecia, Viravolta seguía a la caza de su misterioso Lucifer, el Diablo, escapado de los recuerdos dantescos. No tenía ninguna seguridad con respecto al resultado de esta última confrontación. Nada decía que su propia Comedia tuviera que acabar bajo los auspicios de la beatitud. Pietro sentía un profundo temor a no encontrar, por su parte, el fulgor inefable de Dios, pues su recorrido personal terminaba en el Noveno Círculo del Infierno. Sin duda Venecia se encontraba ahora en el umbral de su Purgatorio; sin duda Pietro solo encontraría su Paraíso volviendo a Anna Santamaría, su Beatriz, o lo que era lo mismo, saliendo vivo de esta ciudad.
El enano dobló en el ángulo de la calle para desembocar en la plaza de la Señoría.
Pietro aceleró el paso, mientras recordaba cada una de las etapas de su viaje por los meandros laberínticos de los fantasmas de la Quimera.
Primer Círculo: Marcello Torretone: Paganismo.
Segundo Círculo: Cosimo Caffelli: Lujuria.
Tercer Círculo: Federico Spadetti: Glotonería.
Cuarto Círculo: Luciana Saliestri: Prodigalidad y codicia.
Quinto Círculo: Emilio Vindicati: Ira.
Sexto Círculo: Giovanni Campioni: Herejía.
Séptimo Círculo: Andreas Vicario: Violencia.
Octavo Círculo: Francesco Loredan (atentado fallido), Eckhart von Maarken: Fraude, cisma y discordia.
Noveno Círculo:… Traición.
Después de la muerte de Dante, la vida florentina conoció otras tragedias. Aunque el gobierno empezó a democratizarse y Florencia se transformó poco a poco en una República comercial, la gran peste de 1348 había diezmado de golpe la mitad de la población. Los Médicis, poderosa familia de banqueros, consolidaron luego su dominio sobre la ciudad. Cósimo de Médicis se rodeó de los mayores grandes artistas de su tiempo: Donatello, Brunelleschi, Fra Angélico. A la cabeza del gran ducado de Toscana, cuya capital era Florencia, Lorenzo fue, por su parte, el protector de Botticelli, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel. Pero cuando la ciudad más florecía, el fanático monje dominico Savonarola instauró en ella una República puritana. Savonarola tuvo el buen gusto de perecer en la hoguera antes de la restauración del poder de los Médicis, apoyados por las tropas pontificias y las españolas de Carlos V. Los Médicis reinaron aún durante dos siglos, pero unos años después del nacimiento de Viravolta en Venecia, el gran ducado de Toscana pasó a la casa de Lorena.
La Quimera esperaba, sin duda, encontrar refugio allí, al menos de forma provisional.
La plaza de la Señoría, erizada de torres, ocupaba un lugar de privilegio en el corazón de los florentinos. Foro de la vida política, daba al celebérrimo Palazzo Vecchio, magníficamente redecorado por Vasari, que hacía las funciones de ayuntamiento desde hacía varios siglos. La característica torre que lo flanqueaba era uno de los símbolos de la ciudad. Más de una vez, Dante debía de haber soñado emocionado con esta plaza. En su centro habían dispuesto un curioso espacio. Sobre el suelo se había dibujado la trama de un tablero blanco y negro. A uno y otro lado, dos tronos se enfrentaban. Habitualmente en aquel lugar se jugaban unas partidas de ajedrez muy peculiares: un ajedrez humano en que florentinos de carne y hueso representaban el papel de las piezas. Una forma agradable de divertirse en el corazón de la ciudad. En los intervalos de estas justas inesperadas, piezas de madera ligeras de talla humana sustituían a los participantes. El enano se había detenido un poco más lejos y conversaba animadamente con un clérigo desgarbado que, con las manos juntas sobre el hábito, asentía de vez en cuando con la cabeza, respondiendo a las interpelaciones de su pequeño compañero. Pietro pasó por detrás de la torre y luego del alfil, y siguió observándolos desde lejos. Finalmente el enano, balanceando la cabeza, saludó al sacerdote y giró sobre sus talones para proseguir su marcha. Pietro se deslizó hasta el centro del tablero, estuvo a punto de derribar uno de los peones, y se excusó con una sonrisa ante la reina allí abandonada.
Luego continuó con su seguimiento. El enano acababa de entrar en la loggia, la galería al aire libre. Pietro siguió sus pasos, saludando por el camino al Perseo de Benvenuto Cellini y a las demás estatuas, que, en su vibrante austeridad, parecían vigilarle, asistiendo a su secreta persecución. En el ángulo de la loggia, el enano desapareció. Pietro aceleró el paso. Lo distinguió de nuevo, más al oeste de la ciudad, caminando a lo largo del río. Pietro tenía la sensación de que el enano daba grandes rodeos, sin llegar a volver sobre sus pasos; tal vez le hubieran dado esa consigna. Su marcha estaba salpicada de encuentros diversos; el sacerdote con el que se había cruzado en la plaza de la Señoría, un simple verdulero en la orilla del Arno, y ahora un hombre con aires de patricio. En el Ponte Vecchio se detuvo una vez más para contemplar con fascinación las joyas que se exponían en los puestos de los orfebres. Pietro se apostó en el extremo del puente, detrás de los clientes. Y en cuanto el enano prosiguió su camino, le imitó.
Aún necesitaron media hora hasta llegar al término de su recorrido, de modo que Pietro, que empezaba a cansarse, llegó a pensar que tal vez le hubieran engañado con falsas informaciones.
Se ponía el sol.
La iglesia de Santa María Novella se levantaba ante él, en la luz del atardecer.
El enano se deslizó al interior del templo, franqueando las dobles puertas coronadas por su rosetón, que evocaba el estilo gótico, y su capitel grecorromano —curiosa alianza que proporcionaba a la basílica su sello característico y le daba un carácter único—. Pietro permaneció unos instantes ante esa fachada irisada de luz, de mármol marqueteado blanco y negro, que parecía llevar aún la impronta lapidaria de Alberti. Santa María Novella, que había sido en otro tiempo una iglesia destartalada cedida a los dominicos cuando se instalaron en el arrabal, rivalizaba hoy en fasto y belleza con la catedral. La iglesia había recibido la visita de los papas, e incluso había albergado un concilio, cuando se intentó, en vano, unir a las Iglesias de Oriente y Occidente.
De pie en el atrio, Pietro apartó un pliegue de su manto y dejó correr la mano por la empuñadura de su espada.
Inspiró profundamente y avanzó.
Lejos, por encima de Santa María Novella, las nubes se acumulaban en el cielo.