CANTO IX
Los glotones
Pietro dejó caer el libro sobre el escritorio con un ruido sordo; luego, después de haberse humedecido el dedo, lo hojeó para buscar las páginas que le interesaban.
—Los términos de «diablo» y «demonio» fueron introducidos por los traductores de la Biblia tres siglos después de Jesucristo, en la traducción griega llamada de los «Setenta» —dijo—. Un egipcio, el pseudo-Aristeo, nos legó su historia en una carta dirigida a su hermano Filadelfo, deseoso de enriquecer su biblioteca con la legislación hebraica. Este último escribió al gran sacerdote Eleazar para pedir traductores instruidos, y setenta y dos israelitas fueron elegidos para esta misión. El gran sacerdote los envió a Egipto, cada uno con un ejemplar de la Tora transcrita en letras de oro. Los traductores terminaron su trabajo en ermitas, en la isla de Faros, al cabo de setenta y dos días. La leyenda afirma que fueron encerrados en celdas diferentes y que, sin embargo, al acabar su labor, sus traducciones se revelaron idénticas. Sin duda sus manos habían sido guiadas por Dios mismo. El daimon, el gran divisor, conocedor del Todo como el del antiguo Sócrates, ya no dejaría de alimentar las obras de teología y de esoterismo. También la literatura apócrifa hizo suya esta figura, y sus autores se apropiaron de los nombres de los antiguos patriarcas para hacerse oír: Henoch, Abraham, Salomón, Moisés. Numerosos eruditos perfilaron las jerarquías de la demonología tradicional. La más antigua se debe a Miguel Psello, que, en 1050, los reunió en seis categorías, en función de los lugares que estaban supuestamente llamados a infestar. Otros inventaron extraordinarias monarquías diabólicas y dieron nombres y sobrenombres a setenta y dos príncipes y 7 450 926 diablos, contados por legiones de 666, en referencia a la profecía del Apocalipsis.
El dux se inclinó sobre el libro, con los ojos muy abiertos. Pietro giró el manuscrito en su dirección para que su alteza pudiera leer cómodamente.
—Aquí están los nombres que oí. El Diablo no se inspira solo en La Divina Comedia, sino que también plagia el libro deLas fuerzas del Mal de Raziel, un tratado de demonología bastante popular a finales de la Edad Media. Nueve legiones de ángeles del Abismo, que preparan el holocausto final sellando el destino escatológico del hombre. Ahí puede verlos…
El dux se inclinó.
En medio de grabados evocadores figuraban los nombres en caligrafía gótica, con fórmulas intercaladas redactadas en lenguas incomprensibles.
—Los Serafines, los Querubines y los Tronos del Abismo —prosiguió Pietro—; las Dominaciones, las Potencias y las Virtudes, los Principados, los Arcángeles y los Angeles, todos gobernados por una entidad diferente, emanación directa del Diablo: Belcebú, Pitón-Luzbel, Belial, Satán, Asmodeo, Abadón, Meririm, Astaroth, Lucifer. Todos se enfrentarán a las legiones celestes el Día del Juicio.
Francesco Loredan estaba pálido. Pietro cerró el libro bajo sus ojos con un ruido seco.
El dux se sobresaltó.
—Tenemos que enfrentarnos a unos enfermos notorios, serenísima, y a uno en particular que se toma por el propio Diablo y se divierte interpretando un juego de enorme envergadura. Creo que representa no solo una amenaza tangible, sino incluso la más temible a la que hayamos tenido que hacer frente jamás. Se da varios nombres, y el de la Quimera dice bastante sobre su gusto por la ironía. Se aplica en tejer metáforas con las que se deleita, para tendernos trampas y arrastrarnos a los meandros de sus pequeñas charadas. La más importante de todas está clara: Venecia deberá atravesar los Nueve Círculos hasta ser dominada por las nueve legiones, que la conducirán al Purgatorio, antes de la restauración de la edad de oro. Esto implica su desaparición, alteza, pues ahora sabemos que se encuentra personalmente en su punto de mira. Los Estriges quieren matarle e instaurar en este palacio un nuevo poder. El apocalipsis sobre Venecia. Lo que vi era el acta de bautismo de las legiones que nuestro Lucifer prepara para su golpe de Estado. Tiene su jerarquía, y ya sueña con sus futuras instituciones. Y hay algo más…
Pietro dio unos pasos y luego se detuvo.
—Él sabía que yo estaba allí.
Fue a sentarse. Una mueca horrorizada se dibujó en el rostro de Loredan.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Estamos en el Tercer Círculo, alteza.
Lentamente, el dux alzó la mirada. La expresión de su rostro se había endurecido. Sus ojos lanzaban chispas.
—Nombres, Viravolta. ¿Me oye? Quiero nombres.
Pietro cruzó una mirada con Vindicati. De nuevo se hizo el silencio.
—Que los Diez y la Crimínale dediquen todos sus efectivos a este asunto si es preciso —añadió Loredan—. Pero encuéntrenlos.
El manto púrpura del dux crujió suavemente. Loredan, erguido ante ellos, concluyó:
—Consideren que estamos en guerra.
Emilio recibió el encargo de reclutar a setenta y dos agentes de confianza. Cada uno de ellos desfiló ante los ojos del miembro de los Diez y los de Pietro en una de las salas secretas de los Plomos, a unos pasos de las prisiones, en el lugar donde habitualmente se sometía a los condenados al tormento.
Pietro quiso aprovechar la ocasión para informarse sobre Giacomo; pero a la entrada de las celdas donde él mismo se encontraba poco tiempo antes, tropezó con el guardián, ese buitre de Lorenzo Basadonna, que le sonrió con sus dientes mellados mientras levantaba la linterna.
—¿Y bien? Parece que tienes prisa por volver…
Basadonna le negó el acceso a las celdas, mientras hacía tintinear groseramente las llaves que colgaban de su cintura bajo el abombado vientre.
—¿Puedo hablar con él, al menos?
—Si quieres… —replicó Lorenzo con una risotada.
Pietro alzó la voz para llamar a Casanova.
—¡Giacomo! ¡Giacomo, soy yo, Pietro! ¿Me oyes?
Esperó un par de segundos; luego el prisionero respondió. Los dos pudieron conversar unos minutos, con Basadonna en medio, que se complacía en exhibir sus tristes poderes y disfrutaba viéndose de nuevo en el papel de acompañante de esos señores, o más bien, de maestro de ceremonias. Aunque si Pietro hubiera podido seguir adelante por aquellos sombríos pasillos, tampoco habría llegado a ver de Giacomo más que su ojo detrás del tragaluz y una parte de su rostro. De vez en cuando un grito o la imploración lúgubre de otro prisionero interrumpían la conversación, pero aun así pudieron hablar lo suficiente para que Pietro se tranquilizara con respecto al estado de salud de su antiguo camarada. Naturalmente no le dijo nada del asunto que le preocupaba; de todos modos, se alegró de saber que Giacomo se encontraba bien. A Pietro le hubiera gustado aprovechar la situación para negociar con Vindicad el reclutamiento de Casanova para su grupo; pero este, igual que el jefe de la Quarantia Crimínale, no quería oír hablar de ello.
Sin duda consideraban que no era momento de excederse en sus peticiones.
—¿Y las damas? —preguntó Giacomo—. Pietro, ¿qué tal están las mujeres ahí afuera?
—¡Te echan en falta, Giacomo! —bromeó Pietro.
—Transmíteles mis recuerdos. Dime… ¿has vuelto a ver a la Santamaría?
Pietro dudó, con la mirada fija en la punta de sus zapatos.
—Bien… es que… Sí, o mejor dicho, no. Yo…
—¡Pietro! —exclamó Giacomo en un tono que no admitía réplica—. Hazme un favor. ¡Encuéntrala, y marchaos de esta ciudad sin volver la vista atrás!
Pietro volvió a sonreír.
«Lo pensaré, Giacomo. Lo pensaré».
—¿Y tú? ¿Resistirás?
Casanova respondió con voz clara:
—¡Resistiré, sí!
El reclutamiento de los agentes continuó. No había un solo detalle de su vida que escapara al control de Pietro y Vindicati. Si la Sombra organizaba sus legiones, era preciso prepararse para el contraataque sin pérdida de tiempo. Cada uno de los espías enrolados al servicio de la República respondería con su vida, sus bienes y su familia de su fidelidad al juramento que renovaba ante Emilio.
El Consejo de los Diez se sumó de forma decidida a este proceso.
Una traición, cualquiera que fuese, equivaldría a una o varias ejecuciones inmediatas; en ausencia de un culpable designado, los Diez golpearían al azar y la muerte se abatiría como un rayo, de forma arbitraria, sobre los agentes, colocados de este modo entre la espada y la pared. En tres días se constituyó y se desplegó a través de Venecia un segundo ejército secreto. En él se mezclaron nobles, áttadini, artesanos, actores, mujeres de vida alegre; todos se dispersaron de la plaza de San Marcos al Rialto, de las Procuratie a las Mercerie, de Canareggio a Santa Croce, de la Giudecca a Burano, con la misión de obtener información sacando partido de sus encantos y de las actividades que les eran propias. Más que nunca, la justicia de excepción de los Diez funcionaría a pleno rendimiento y sin asomo de piedad. Ante la urgencia de la situación, se adoptaron medidas sin precedentes. El dux sería vigilado las veinticuatro horas del día por diez hombres armados que, a la menor alerta, se transformarían en cincuenta si era preciso. El primer momento de pánico dio paso a una rigurosa organización. La Sombra tenía sus Dominaciones, sus Principados y sus Arcángeles; la República tendría sus fuerzas celestes, sus legiones propias, las de la laguna: Rafael, Miguel, Gabriel, Hesediel y otros Metatrón. Se organizó un registro a fondo del panteón de la villa Mora. Naturalmente, no se encontró nada. Ni el altar ni la edición del Infierno sobre su pupitre ni los cuadros colgados de las paredes, y menos aún alguna presencia humana.
La escalera que conducía a la sala subterránea, en medio de las ruinas, fue tapiada.
La noche del tercer día, Pietro, agotado, se encontró con Landretto en el puente de Rialto. Mientras, la vida veneciana continuaba como si nada hubiera pasado. El Rialto: Pietro y su criado habían llegado a él por esas calles pavimentadas con piedras cuadradas de mármol de Istria, que recientemente se habían repicado con el cincel para evitar que fueran demasiado resbaladizas. El puente, con un arco de casi treinta metros, cruzaba el Gran Canal, sosteniendo en su curva elevada unas ochenta tiendas y viviendas con los techos cubiertos de plomo, en medio de esa feria permanente del paso de los barcos y las góndolas. Después de unos días desapacibles, e incluso tempestuosos, el sol había vuelto a brillar sobre Venecia. El mercado estaba en plena efervescencia. Las barcas no paraban de descargar hortalizas, carnes, frutas, pescado, flores. Ahí podía encontrarse de todo; vendedores de especias que gritaban en mangas de camisa, joyeros que hacían probar a las damas sus nuevas creaciones, vendedores de vino, aceite, pieles, ropa, cordelería y cestería, funcionarios escapados de las oficinas cercanas, controladores, magistrados, aseguradores y notarios; las tres calles que conducían al puente resplandeciente de blancura vomitaban sin cesar nuevas oleadas de mirones, oficiales y tenderos. ¡Venecia vivía, vivía! Y los gondoleros seguían cantando: «Viva Venecia, en el corazón, que nos gobierna en la paz y el amor…».
—Uf —dijo Pietro dándose un masaje en las sienes, extenuado—, mi querido Landretto… Me pregunto si no empiezo a añorar la cárcel.
—No diga tonterías. Está mejor actuando que pudriéndose en un calabozo. Al menos tiene libertad de movimientos.
—Libertad, sí: para correr más deprisa y escapar de esa jauría. Es verdad que…
Se volvió hacia su criado y se esforzó en sonreír.
—Es verdad que podría hacer el equipaje esta misma noche, Landretto. Tal vez Giacomo tenga razón. Tal vez debería volver con Anna. Cogeríamos tres buenos caballos y nos largaríamos de aquí para buscar aventuras en otra parte.
Un sueño pasó por un instante ante sus ojos. Se vio huyendo con Anna Santamaría a algún lugar de Venecia, luego a la Toscana, y luego más lejos, a Francia tal vez.
—Pero Emilio tiene razón en una cosa. Estoy demasiado comprometido en esta empresa para huir ahora. Con lo que sé, yo mismo podría ser acusado de conspirar contra el Estado, lo que ya sería el colmo.
Pietro se volvió y se apoyó con los codos en el puente, con los ojos perdidos en el Gran Canal. Las villas que lo bordeaban adquirían a la luz del sol poniente un maravilloso tono rosa y anaranjado. Venecia, envuelta en sus ilusiones, parecía saborear la dulzura infinita de su alegría de vivir, una dulzura con la que Pietro soñaba. Deseaba saciarse de ella, dejarse ir, abandonarse a esta contemplación tranquila, y devolver a la ciudad su más hermoso ornamento, su más bello calificativo: la Serenísima.
—¿Sabes, Landretto, qué matará al hombre?
—No, pero adivino que usted me lo dirá.
—Mira estas villas, estos palacios, esta laguna magnífica; mira estas riquezas, escucha estas risas y estos cantos. No será la miseria la que mate al hombre.
—¿Ah, no?
—No —dijo Pietro—. Porque no es ella la que despierta la codicia…
Se desperezó, abriendo los brazos con una mueca.
—Es la abundancia.
Durante mucho tiempo, Pietro y su criado permanecieron inmóviles, sobre el puente, contemplando la vida que hervía a su alrededor. Súbitamente, la mano de Viravolta se crispó sobre el hombro de su criado.
Bajo los últimos rayos del sol poniente, ella había reaparecido.
Se encontraba un poco más lejos, sonriendo a esa luz suave y velada, esa luz de fin del día, amarilla y blanca, con un matiz anaranjado, que centelleaba en la fachada de las villas y en el agua del canal. Anna Santamaría sonreía. Se movía a unos pasos de él, más abajo, sobre el muelle donde se extendían los puestos del mercado y de los tenderos. De nuevo, Pietro creyó encontrarse bajo el influjo de un hechizo; admiró el color rubio de sus cabellos, la gracia de su porte, la finura de sus dedos. Anna caminaba ante él, más natural que nunca, y un ardiente arrebato de deseo se apoderó de la Orquídea Negra. Anna parecía haber surgido de la nada, de algún paraíso perdido al que no tardaría en regresar. Ahí estaba, de pronto, sin explicación. Esta vez no había visto a Pietro, mezclado con la multitud del puente.
Pero enseguida el rostro de Viravolta se ensombreció; acompañando a su diosa prohibida, reconoció al senador Ottavio. El hombre intentaba alcanzarla, buscaba su brazo. Ottavio. Ottavio y su nariz chata, sus mofletes adiposos y picados de viruela, su papada, esa frente brillante enmarcada por dos mechones de cabellos blancos ridículos. Ottavio el grave, el fatuo y severo Ottavio, que en otro tiempo había sido el protector de la Orquídea Negra. Él también caminaba, falsamente majestuoso en su traje negro, con esa afectación tan característica, con esos vulgares medallones de oro colgando del cuello como condecoraciones y su beretta en la cabeza, como su colega, el senador Campioni. De modo que también estaba allí, para desgracia de Pietro.
¿Pero iba a huir Anna también esta vez? ¿La dejaría marchar de nuevo?
La ocasión era demasiado buena.
Casanova. Ella, aquí y ahora.
Señales del destino.
«En fin, eso espero».
Se volvió hacia Landretto.
—Señor, no… —dijo el criado, sorprendido por la intensidad de su mirada.
Pietro dudó un segundo, pero de inmediato cogió la orquídea de su ojal.
—Lo que me temía —dijo Landretto sacudiendo la cabeza.
—Arréglatelas como quieras —dijo Viravolta tendiéndole la flor—, pero quiero que le hagas llegar esto… y quiero saber dónde se aloja.
Los dos hombres intercambiaron una larga mirada. Suspirando, Landretto cogió la orquídea.
—Bien.
Giró sobre sus talones.
—¿Landretto? —le retuvo Pietro.
El criado se detuvo. Pietro sonrió.
—… Gracias.
Landretto se ajustó el sombrero sobre la cabeza.
«Bien. De acuerdo —se dijo—. Pero… ¿y yo? ¿Cuándo se ocuparán un poco de mí?».
Aquella misma noche, en algún lugar de Venecia, una dama llamada Anna Santamaría, a la luz de una vela, se embriagaba secretamente con el perfume de una orquídea negra. Sonreía, pensando en las mil noches que ahora se atrevía a volver a esperar, y la luna parecía descender desde el cielo hasta sus ojos para mojarlos de lágrimas de alegría.
Federico Spadetti, capomaestro y miembro de la guilda de los vidrieros de Murano, estaba solo bajo las inmensas naves de su taller. La noche había caído. ¿Estaba solo? En realidad no habría podido decirlo. Se sabía vigilado por los agentes de los Diez. De hecho, había faltado poco para que acabara en los Plomos. Y su suerte no estaba aún, ni mucho menos, decidida. Pero Federico Spadetti tenía la cabeza bien plantada sobre los hombros. Era un hombre emprendedor y atrevido. La guilda lo sabía, y había tomado partido por él, incluidos los jefes de los talleres rivales de Murano. La emulación y la competencia entre miembros de la corporación era una cosa, pero el ataque directo a uno de sus representantes por parte del poder era otra muy distinta.
Aunque lo cierto era que Federico se encontraba en una posición harto difícil.
Normalmente le gustaba quedarse así, solo en ese lugar, cuando los elementos, por fin calmados, habían callado. Las forjas de Vulcano en reposo. Los hornos dormidos. Ni un obrero ya, ni un aprendiz, circulando de un lugar a otro. No más gritos ni exclamaciones; ni ruido de metal en fusión, de golpes y soplidos superpuestos. Le gustaba esta oscuridad acogedora, esta paz en que se sumergían las naves. Esta noche no se veía gran cosa. Inmóvil en su imperio, Spadetti, con los ojos perdidos en las tinieblas, se esforzaba en aprovechar esta soledad para recobrar el dominio de sí mismo. Por un instante su mirada se posó en el vestido de cristal, el vestido de Tazzio, ese vestido inspirado por el amor, con sus perlas y sus lenguas de vidrio opalescentes, su cinturón de diamantes. Incluso en medio de la oscuridad, el vestido parecía brillar. Su hijo lo había acabado ese mismo día. Federico sonrió. Dentro de unas semanas habría vuelto el Carnaval. En realidad casi no cesaba durante seis meses al año, en Venecia; pero durante la Ascensión la fiesta alcanzaría su apogeo. Federico inspiró hondo. ¿Ocurriría todo tal como deseaba? ¿Podía esperarlo aún? Tazzio y él mostrarían el vestido al dux. Con una proeza como aquella, ganarían el concurso de la guilda. ¿No les daban ya todos por vencedores? Francesco Loredan los miraría, admirado; les felicitaría, absolvería a Federico, les otorgaría las coronas de laurel que merecían. Luego Tazzio iría a buscar a la hermosa Severina. ¡Spadetti envidiaba a su hijo al pensar los momentos que le esperaban! Severina moriría de amor por él, se cubriría de velos para preservar el raso de su piel, y se prestaría al milagroso ejercicio de llevar este vestido, el vestido de cristal. Brillaría con mil fuegos, con todo el rubor luminoso, con todo el esplendor de su juventud. Se amarían. Y Federico Spadetti bendeciría esta unión. Velaría por ellos. Recordaría con ellos a su propia mujer desaparecida demasiado pronto, y mil, dos mil, diez mil obreros de la guilda cantarían sus alabanzas.
Federico se pasó una mano sucia por la comisura de los labios. «Sí… Si todo va bien». Unas inoportunas lágrimas asomaron a sus párpados ante estas evocaciones. ¡Él, Spadetti, ciudadano e hijo de hijo de hijo de vidriero, se abandonaba a los impulsos de su corazón! Esa misma noche, Tazzio debía de haber ido a cantar su serenata bajo el balcón de la hermosa, a acechar un beso en el frontón de su altana. «¡Qué suerte tienes, hijo mío! ¡Y qué feliz me siento por tu felicidad!». Pero, y su juventud, ¿dónde estaba? ¿Qué sería ahora de él? Un velo sombrío cayó ante sus ojos.
Se había defendido bien durante los interrogatorios de los agentes del Consejo y de la Crimínale. Después de todo, ¿qué tenía que reprocharle?
«Lo sabes muy bien, Federico».
Una falta profesional. Una falta, sí… Por dinero. Por el taller. Por Tazzio y el vestido de cristal. Una falta que, en su momento, no le había parecido tan grave. ¡No se trataba de informaciones vendidas al extranjero, de un fraude, de algún tejemaneje extraño! Él solo había hecho su trabajo: fabricar lentes de vidrio. Y si el comprador había querido mantener su anonimato, después de todo, estaba en su derecho. Entonces ¿por qué buscar culpabilidades? Tal vez porque Minos no había querido figurar en el registro contable ordinario y había llevado a Federico a falsificar la orden de pedido. Tal vez porque el vidriero había tenido la sensación, vaga pero persistente, de que compraban su silencio en el momento mismo en que había aceptado. La perspectiva de esos doce mil ducados había acallado su desconfianza. «Doce mil ducados». No era justo, siempre acusaban de todos los males precisamente a los que más trabajaban.
«No —se dijo Federico, apretando los puños—, esto no acabará así».
Aún le quedaban energías. Pelearía. Y si era preciso, diría quién era Minos. Había establecido un compromiso con él, pero nunca se había hablado de que el Consejo de los Diez fuera a meter las narices en sus asuntos. ¿Por qué habían ido así las cosas? ¿Qué buscaban? Minos también tenía algo sobre su conciencia… y sin duda algo mucho más grave. Estaba tan claro como el cristal. Federico no podía diferir el momento de volver a la transparencia. Cuanto más esperara, más se arriesgaba a caer en desgracia ante el gobierno; y en ciertos casos, la desgracia podía llevar de la confiscación de los bienes al encarcelamiento de por vida, e incluso a la muerte. El Consejo no estaba seguro de nada, eso era evidente. Por el momento se había mostrado «amable». Los interrogatorios no habían sido demasiado rigurosos. Pero aquello no iba a durar… Y Federico sabía de qué eran capaces. Mañana, entonces; mañana iría a verlos y saldría de aquella maldita trampa. Aunque eso le obligara a revelar su propia ligereza y, en particular, su excesiva afición a los ducados contantes y sonantes. Trataría de explicar a Tazzio lo que había pasado. Su hijo lo comprendería, ¿no? Comprendería que había actuado así también por él, porque…
«Eh, aquí ocurre algo».
Federico alzó los ojos al sentir que ya no estaba solo.
Alguien, detrás de él, le observaba.
Y acababa de encenderse un horno.
—¿Quién va?
Federico miró un instante hacia las sombras; adivinaba la silueta de un hombre, pero no llegaba a ver su rostro. ¿Sería uno de ellos, uno de los agentes del Consejo? O bien…
—Soy yo —dijo una voz lúgubre.
Federico no pudo contener un grito de estupor, pero se rehizo enseguida.
Ya había pensado en aquella eventualidad.
Y se había prometido que no temblaría.
—¿Quién es yo? —preguntó con voz firme.
Durante unos segundos solo oyó una respiración regular, y luego la voz respondió:
—Minos.
Spadetti no perdió la calma. Sus ojos se movieron furtivamente en dirección al banco que se encontraba a unos pasos de él, pero el resto de su cuerpo permaneció inmóvil. Allí, apoyado contra el banco, había un atizador que todavía debía de estar caliente. Vio el horno encendido no muy lejos; las brasas refulgían, rojizas, tras la mirilla enrejada.
—¿Minos, eh…? Ya veo. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
El hombre se aclaró la garganta.
—Recientemente ha recibido la visita de representantes de los Diez y de la Quarantia Criminale, ¿no es cierto, Federico? Dígame si me equivoco.
—No —dijo Federico—. Así es.
—¿Sabe que el hombre que vino a husmear en sus registros es la Orquídea Negra, uno de los más temibles agentes de la República?
Spadetti entornó los ojos. Aparentemente el hombre estaba solo.
Los dos se hablaban en la inmensidad de las naves desiertas.
—Y los Tenebrosos le convocaron para un interrogatorio, en el propio palacio…
Minos marcó una pausa y luego suspiró. Lentamente, cogió una silla de madera y se sentó cerca de una cuba donde habitualmente se colaban piezas de vidrio ardiente.
—¿Qué les dijo, Federico?
—Nada —respondió este último—. Nada en absoluto.
—Pero descubrieron… lo de mi pequeño pedido, ¿no es verdad?
—No me necesitaban para eso. Los Diez hubieran podido descubrirlo antes. Uno de sus hombres tuvo un poco más de juicio que los demás, eso es todo.
—Es todo, claro…
El hombre había cruzado las piernas. Federico calló unos segundos, antes de continuar:
—Esas lentes… Esos miles de lentes de vidrio… Ellos saben tan poco como yo sobre esto, maese. ¿Qué ha hecho con ellas?
—Me temo, Federico, que ese asunto no le concierne. Le había dicho bien claro que hiciera desaparecer todo rastro de este pedido.
—Se disponían a interrogar a mis aprendices, que conocen cada una de las piezas en que han trabajado. Si hubieran llegado a hacerlo, me habría encontrado en una posición muy incómoda. No puedo hacer desaparecer milagrosamente las anotaciones contables, maese. Mis balances están sometidos a control, como todos los de la guilda. No hace falta que le recuerde los términos de nuestro contrato; yo no he faltado a él. Simplemente me las he arreglado para que no pudieran llegar hasta usted, tal como estaba convenido. Y no pueden hacerlo… por el momento.
Minos rio. La amenaza, apenas velada, no le había pasado por alto. Era un risa convulsa, ahogada, como si se hubiera colocado la mano ante la boca. Por primera vez, Spadetti sintió que le dominaba el nerviosismo.
—Es su punto de vista, Federico. Pero yo creo que, al pretender protegerse, ha querido, como buen negociante, nadar y guardar la ropa. Y debe saber que el Diablo abomina de los tibios, maese Spadetti.
—Escuche. El Diablo, Lucifer, todas esas bobadas no me impresionan.
—¿Ah, no? Pues se equivoca, maese Spadetti. Se equivoca por completo…
El hombre se inclinó. Su voz se hizo sorda, incisiva.
—El nombre de Minos aún figuraba en el registro, ¿no es cierto?
—¿Y eso qué importa? Minos no significa nada.
—¿Cree usted que el juez de los Infiernos «no significa nada», Spadetti? ¿Por qué aceptó el encargo si era incapaz de respetar íntegramente sus compromisos? Sé lo diré: porque fue demasiado goloso, amigo mío. Un feo defecto, y un pecado capital. Solo pensó en engordar su fortuna con este nuevo pedido. Pero ¿por qué? ¿Para que su hijo pudiera acabar a tiempo este vestido de cristal, tal vez? ¿Lo hizo por él, Spadetti? Oh, tranquilícese, no tengo nada contra la guilda. Usted es como el resto de sus miembros, Spadetti. Como los que, estando en otro tiempo en su lugar, vendieron el honor de la República dejándose sobornar por los agentes franceses y la cuadrilla de Colbert. Dispuestos a entregar todos los secretos de Estado en cuanto el oro brillaba, deslumbrándolos, al final del camino. Usted es como la mitad de las corruptas corporaciones de esta ciudad, dispuestas a venderse al extranjero. Pero al final del camino, Spadetti, no hay oro. No hay oro, sino…
Minos se levantó. Spadetti se puso rígido. Miró de nuevo en dirección al atizador.
—Ya se lo he dicho: no tengo nada contra el vestido de cristal…
Spadetti vio por primera vez la sonrisa del hombre.
Una sonrisa centelleante, como sus ojos.
—… sino contra usted.
Federico se lanzó aullando en dirección al banco, dispuesto a agarrar el atizador.
No llegó a alcanzarlo.
El hombre también había saltado. Con todas sus fuerzas, le hundió una hoja en el estómago. La mantuvo allí, clavada hasta el fondo de sus entrañas. Su muñeca giró una y otra vez en la herida, mientras el vidriero, con los ojos en blanco, despavoridos, escupía chorros de sangre y se desplomaba lentamente contra su cuerpo. Por fin el hombre sacó la hoja y la colocó ante los ojos de Federico.
—Mire, Spadetti, y observe la ironía: entrará en el reino de las sombras con uno de sus propios estiletes de vidrio, con mango de nácar, con la serpiente y la calavera. ¿No es justo, después de todo, que el pecador perezca por el objeto que sus manos envilecidas crearon? Usted es el del Tercer Círculo, Spadetti. No lo comprende, pero no importa. Sepa solamente que este será su último y único título de gloria.
Con un último estertor, Federico se desplomó, mientras el hombre concluía:
—Al final del camino está el Infierno, Spadetti.
Se volvió hacia el horno y sus ojos se perdieron en las brasas enrojecidas.
Una hora más tarde, acabada su tarea, Minos esbozó una sonrisa satisfecha.
—Decididamente, Federico Spadetti, puede decirse que inflama usted mi inspiración.
Andreas Vicario, miembro del Gran Consejo, célebre por su incomparable Librería, su biblioteca infernal instalada en pleno corazón de Venecia, se volvió después de haber contemplado por última vez su obra.
Mientras se alejaba, sus pasos resonaron en el silencio de las amplias naves del taller.
El estilete de vidrio ensangrentado cayó tintineando al suelo.