CANTO III

El limbo

La noche caía sobre Venecia. Pietro Viravolta saboreaba cada uno de los instantes que le devolvían a su ciudad y a su libertad. Aunque le habían ordenado acudir enseguida al teatro San Luca a causa de un crimen que, según le habían informado, inspiraba horror, Viravolta se sentía de un humor alegre. Se había estremecido de felicidad al poner el pie, por primera vez desde hacía tanto tiempo, en esa góndola que le conducía en dirección al barrio de San Luca. Una hora antes había vuelto a examinar su vestuario, una colección de disfraces, a cual más original y extravagante, que había utilizado en el pasado durante sus misiones. Esa noche había decidido añadir un bigotito al rostro empolvado y, bajo un sombrero oscuro, un parche que le daba un vago aire de corsario o filibustero. Un manto negro, que cubría su chaqueta veneciana, completaba su indumentaria.

«Bien, vamos allá. Y como diría Emilio… ¡que empiece la fiesta!».

De pie en la proa, junto al gondolero, mientras Landretto se sentaba a popa, Pietro, con la mirada fija en el frescor crepuscular en que se hundían, exultaba al reencontrar el esplendor que había abandonado hacía casi un año. Venecia, su ciudad. Seis sestieri que habían sido escenario de sus correrías:

San Marco, Castello y Canareggio, de este lado del Gran Canal; Dorsoduro, San Polo y Santa Croce, más allá. Estos sestieri agrupaban setenta y dos parroquias, que Pietro había recorrido incansablemente una a una. De niño saltaba de una góndola a otra o pasaba como una flecha sobre los puentes para ir a perderse, encantado, en esas callejuelas tortuosas. Jugaba en las plazas, del San Samuele al San Luca, junto a los pozos públicos y las iglesias, ante los almacenes de vinos, las tiendas de los sastres, los boticarios, los vendedores de frutas y hortalizas, los comerciantes de maderas… Subía y bajaba sin parar por las Mercerie, que unían San Marco con el Rialto, deteniéndose ante las grandes jarras de los lecheros, los mostradores de los carniceros, los queseros, los joyeros. Afanaba alguna tontería, y huía riendo bajo las andanadas de injurias…

Sonrió; pero su sonrisa se borró lentamente.

Y es que Venecia tenía ahora otro sabor. El arrobamiento de Pietro se teñía de inquietud cuando, siempre de pie en la punta de su góndola, pasaba ante las villas deterioradas. Algunas parecían aguantarse de milagro; hacían agua por todos lados. Fachadas enteras descansaban sobre puntales improvisados. Algunos balcones, esos altane tan propicios a las declaraciones y a los suspiros, parecían a punto de derrumbarse. Venecia padecía los efectos de un clima mucho más severo de lo que pudiera pensarse. En verano, los pozos de agua dulce a menudo estaban secos; en invierno, la laguna crepitaba a veces bajo el hielo y se transformaba en una pista de patinaje. Pietro recordaba esos alegres instantes en que, escapando de las faldas de Julia, iba a deslizarse y a caer sobre el hielo entre el palacio ducal y la Giudecca, en medio de esas aguas de pronto petrificadas en mil perlas de cristal, a las que se unía la cortina ondulante de copos escupidos por un cielo uniforme. Momentos mágicos, aunque no para los edificios venecianos.

A esto se añadían los temblores de tierra y los incendios constantes que habían llevado al gobierno a constituir una cuadrilla especializada, dirigida por un «encargado de máquinas hidráulicas». Más frecuentes aún eran las lluvias torrenciales y el terrible ascenso de las aguas, el acaua alta, particularmente destructora. Las magistraturas se esforzaban en reaccionar y embellecer o restaurar la ciudad, numerando los edificios, mejorando la higiene de las calles, la evacuación de las aguas residuales, la decoración y la reestructuración de los sestieri. A los portadores de linternas que ayudaban a los peatones en el dédalo de callejuelas cuando caía la noche, se habían añadido ahora los llamados «señores de la noche», encargados de la seguridad de los habitantes. Un importante plan de iluminación estaba en marcha y Venecia se cubría de faroles.

Pietro se estremeció; con la llegada de la noche, la temperatura descendía. Tenía frío. Se subió el cuello del manto, y luego abrió una vez más el informe que Emilio Vindicad le había entregado. Su mano enguantada se deslizó sobre la cartera de cuero.

El asunto parecía, en efecto, tremendamente serio.

Un crimen en verdad abominable, que si bien no tiene precedentes en los anales de Venecia, contiene ciertos detalles que tienden a indicar que no se trata de un acto gratuito y que incluso podría tener, si se considera la puesta en escena del asesinato, un sentido político susceptible de inquietar directamente a los más altos dignatarios de la República…

La identidad de la víctima, Marcello Torretone, no era totalmente desconocida para Pietro. Marcello era un actor de cierta fama. El informe de los Diez resumía las pocas informaciones necesarias para conocer la trayectoria y la personalidad de este hombre. Nacido en el sestiere de Santa Croce, sus padres trabajaban en el teatro, como los de Pietro —un detalle que lo acercaba a la figura del difunto—. Marcello había pisado las tablas desde muy pequeño. Su padre había muerto de una gangrena a consecuencia de una herida mal curada, a la salida del teatro. Su madre, Arcangela, inválida a los treinta y tres años, se había encerrado en un convento de Venecia, el San Biagio de la Giudecca. Marcello representó primero papeles secundarios en el teatro San Moisé. Descubierto por el capotnico del lugar, el actor abandonó, sin embargo, el San Moisé para entrar a formar parte, dos años más tarde, de la compañía del San Luca. Pero, entre las notas del informe, un detalle atrajo la atención de Pietro. Marcello Torretone había disfrutado de una ferviente educación católica. Su madre era, según este documento, una mujer obsesionada con el pecado, de una devoción sin límites, que Marcello había heredado. El informe hablaba de él como de un ser de personalidad turbia y complicada.

También él tenía el hábito de las identidades múltiples.

«Un cofrade mío, en cierto modo», pensó Pietro.

El pecado. El pecado fascinaba a Viravolta. Tantos reproches por algo en lo que él no veía sino la satisfacción de aspiraciones impuestas por la naturaleza. Cierto, había engañado a algunos senadores, había vuelto loca a la mujer de Ottavio. A veces había ido demasiado lejos. Pero Pietro había actuado siempre siguiendo los impulsos de su corazón. Y ese era, en cambio, el espejo que le tendían: el del pecado. La huella del mal en la tierra y en el corazón del hombre. Tal vez Marcello Torretone había alimentado sus sentimientos con esa singular obsesión a causa precisamente de su educación, impregnada de una religiosidad muy marcada, y herido por la falta de amor de su propia Iglesia. En cuanto a Pietro, en aquel momento volvía a encontrarse representando su papel preferido: el de agente secreto, que no dejaba de divertirle. Bien pensado, después del uniforme militar, las recepciones de salón y las múltiples artimañas en las que los patricios más reputados eran sus víctimas, Pietro hacía tiempo que había visto en esta evolución una conclusión lógica. Con una pirueta, volvía a pasar de los Plomos al servicio del gobierno. Él sabía ya que los Diez reclutaban a sus agentes tanto entre las cortesanas como entre los nobles arruinados, los artistas necesitados o los cittadini deseosos de crearse una reputación ante las instituciones de la Serenísima. Y Viravolta, un desclasado de incómodos orígenes sociales, fascinado por las apariencias de esas glorias favorecidas por la fortuna, cuyo papel sabía adoptar sin dificultad, no podía sino acomodarse a esta nueva función. Estaba acostumbrado a esos cambios inopinados de la sombra a la luz y de la luz a la sombra. Estas frecuentes transmutaciones constituían para él la sal de la vida.

Viravolta se había trazado un camino sinuoso, y debía reconocer que no siempre había podido controlar sus meandros. Su tenaz voluntad le había empujado a elevarse por encima de la gente común, y una mirada decepcionada a su propio nacimiento, una incapacidad de asumir plenamente su deseo de ser, le retenían con igual fuerza en las redes de unas aguas pantanosas. Los impulsos imperiosos de su pasión le arrastraban con una fuerza incontenible, y desplegaba una inteligencia igualmente poderosa para escapar a esta fatalidad y para afrontar las infinitas paradojas de su naturaleza. ¡Qué talentos, qué encantos, qué artificios había tenido que poner en práctica para ser digno del modelo que se había fijado, pero qué mal disimulaba sus debilidades, obsesionado por la necesidad de aparentar! También él era un comediante. Inaprensible, siempre ávido de reconocimiento, Pietro no podía dejar de lanzarse a la controversia, que no solo había acabado por aceptar, sino que incluso alentaba. Como si, irónicamente, deseara poner a prueba los fundamentos sociales sobre los que los hombres y las mujeres comunes edificaban sus principios; discutir la arrogancia de sus certidumbres. Pietro no estaba seguro de nada. En ese juego sobre el filo de la navaja, al borde del precipicio, los demás sentían vértigo ante él, y ese vértigo alimentaba su antipatía. Su libertad tenía un precio; por ella experimentaban ese furioso resentimiento contra su persona. Lo que llamaban su falta de fe o de moral no era a menudo más que el reflejo de un deseo inconfesado de parecérsele. Incomodaba al poder al mismo tiempo que lo servía, era rebelde a toda forma de autoridad. Sí: Pietro era un hombre libre.

Sin duda era eso lo que inspiraba miedo.

Él sabía que, en el fondo, el perfume de escándalo que rodeaba su personalidad era tanto fruto de sus actos como de la frustración secreta de sus detractores. Era sencillo querer imitarle; pero antes había que aceptar esa angustia tan particular que procuraba el irrevocable abandono de sí mismo a los impulsos del corazón, un abandono que toda civilización se esforzaba en contener. Pietro nunca había conseguido deshacerse de esta forma de angustia. Cuando daba libre curso a la introspección, era para tropezar de nuevo con ese mismo vértigo, que le estimulaba y le inspiraba, al mismo tiempo, el temor de perderse en él. Aunque todo —Dios, el amor, las mujeres—, coexistía en su persona, aunque todo hacía vibrar su alma, en cuanto se esforzaba realmente en comprenderlos, temía convertirse en un juguete en sus manos. Su orgullo le salvaba, y al mismo tiempo le condenaba. Y este íntimo callejón sin salida le dejaba a menudo un sentimiento de vacuidad y de absurdo; el mismo que su siglo cultivaba hasta la saciedad.

Y luego llegó esa mujer, Anna Santamaría, la Viuda Negra. La única que hubiera sido capaz de hacerle bascular, para atraparlo para siempre en sus redes. La Viuda Negra… Emilio fue el primero en llamarla así. Pietro ya no recordaba muy bien por qué. Sin duda porque su belleza, por sí sola, le había parecido peligrosa. Una belleza que se instilaba como un veneno, aunque pareciera un ángel extraviado en la tierra. Pero también porque, en cierto modo, era viuda de esos sentimientos que le habían negado. De luto por una vida a la que no había tenido realmente derecho. Sí, por ella tal vez Pietro habría aceptado renunciar a su libertad, volver a las filas. Si se hubieran conocido en otras circunstancias, si una boda familiar, de conveniencia, no hubiera empujado a Anna a los brazos de Ottavio, ese hombre al que ella nunca había deseado, Pietro habría podido tener hijos de ella. Habría sabido aprovechar otros apoyos políticos para encontrar una profesión honorable. Todo aquello nunca hubiera debido suceder de este modo. En cuanto la vio aparecer en la villa de Ottavio, en el momento mismo en que se la presentaron como la futura esposa de su protector, leyó su destino en los ojos de aquella mujer. Supo que la amaría. Y ella supo que no resistiría a su amor. En ese instante preciso sellaron un pacto. Estaba escrito que correrían juntos a la catástrofe. Esa mirada sombría que intercambiaron, esa respiración acelerada… Una falsa viuda y una orquídea: con todo, hubieran podido hacer una buena pareja.

«Y ahora…».

Todo aquello le dejaba un regusto amargo. Un gusto a inacabado. Un deseo de revancha. Anna… ¿Dónde estaría ahora? Esperaba, realmente lo esperaba, que no fuera demasiado desgraciada. Pero no podía correr el riesgo de ponerles de nuevo en peligro a los dos… y no le gustaba recrearse en su propio dolor. Había prometido a Emilio que no trataría de volver a verla, una condición sine qua non para lograr su libertad. Y además, precisamente a esa historia debía su visita a los calabozos mejor guardados de Italia. No tenía ningún deseo de volver a ellos. Trataba de no pensar, de no preguntarse si todavía la amaba. Al menos no demasiado.

«Vamos… Trata de olvidar».

Para mantener la cabeza fría, Pietro se esforzaba en recordar lo que era ante todo: solo un liberto. Trató de deshacerse de sus dudas y eligió aferrarse a la vida. Ahora que era libre, haría lo que siempre había hecho: transformar su huida hacia delante en un credo que le daba una energía soberana, una energía propicia a su expansión y a su propio cumplimiento. Libre y dolorido, jugador y filósofo, cazador de una gloria que, sin embargo, menospreciaba, brillante e inquietante: todo eso era Pietro en último término. Pero, como le había dicho al dux, tenía su ética: aventurero, capaz de amor y de pasión, sabía también dónde estaba la verdadera justicia, y si a menudo vivía cerca de las zonas sombrías, eso le permitía conocer aún mejor sus trampas y sus ilusiones. Más allá de ciertas fronteras, el Bien y el Mal tomaban definitivamente caminos contradictorios. Y Pietro procuraba no franquear nunca estos límites. A veces en recuerdo de lo que de Dios quedaba en él. A veces para protegerse. Pero la mayor parte del tiempo porque ahí estaba su responsabilidad de hombre, aunque no siempre fuera la del «hombre honesto». Con el primer paso que había dado fuera de la prisión, su naturaleza había vuelto por sus fueros y solo había pensado en una cosa: empezar por satisfacer sus pulsiones entusiastas y demasiado tiempo reprimidas. Pero no era cuestión de faltar a la palabra que había dado a Emilio; al menos, no por el momento.

De modo que, fueran cuales fuesen, los festejos quedarían para más tarde.

«¡En fin! Ya hemos llegado».

Cuando la góndola se detuvo en las inmediaciones de San Luca, Pietro guardó el informe de los Diez y bajó al muelle en compañía de Landretto, para caminar, con paso alerta, por las callejuelas resbaladizas en dirección al campo donde se encontraba el teatro. El San Luca databa de 1622, y como los demás —el San Moisé, el San Cassiano o el Sant'Angelo—, había tomado el nombre de la parroquia donde estaba situado. Desde que habían abandonado parcialmente el comercio, los nobles alardeaban de su contribución al desarrollo de las actividades teatrales de la ciudad. Padua había abierto camino tras reunir a las primeras compañías de actores ligadas por contrato y que se repartían los beneficios. Había nacido así el teatro profesional, dirigido por un capomico, que designaba los «empleos» fijos de los comediantes: los Arlequín, Pantalón, Brighella… La ópera, que iniciaba su expansión en Florencia y Mantua, seguía, en este aspecto, la misma evolución. El San Luca, en concreto, estaba dirigido por los hermanos Vendramin. Estos se contaban entre los pocos comanditarios que negociaban directamente los contratos con los autores y los actores, ya que en la mayoría de los casos, el propietario delegaba la gestión de la sala a un empresario, que era el mismo artista, o bien un ciudadano o un miembro de la pequeña nobleza. Esta profesión no siempre tenía buena prensa: muchos comediantes se quejaban de su descarada incultura o de su mercantilismo torpe y mezquino. Los Vendramin habían evitado este escollo: si uno quería estar bien servido, debía hacer las cosas por sí mismo. El San Luca, ciertamente, no tenía el prestigio del San Giovanni Crisóstomo, estandarte de la ópera seria, las tragedias y las tragicomedias; en él se programaban esencialmente comedias. Pero se había convertido en uno de los teatros más florecientes de Venecia.

Pietro pronto se encontró ante la fachada del edificio, una fachada de piedra blanca adornada con columnas al estilo antiguo, que albergaba unas inmensas dobles puertas de madera oscura. Un hombre que sostenía una linterna le esperaba. Pietro le presentó su salvoconducto con el sello y la firma del dux y ordenó a Landretto que esperara fuera.

Le abrieron las puertas y Viravolta entró.

La sala del San Luca era fiel a su reputación. Un amplio patio de butacas para acoger al público popular, un poco polvoriento pero dotado de filas de asientos rojo y oro, en arco de círculo, que le otorgaban cierta distinción; un anfiteatro ricamente decorado, rodeado de cuatro hileras de palcos que daban cabida a unos ciento setenta gabinetes, con frontones y balcones alegrados por frescos y pinturas barrocas. Cuerdas brillantes caían ante los cortinajes. En el techo, innumerables medallones componían un sereno rosetón, con un corazón en el que aparecían representadas volutas nubosas atravesadas por rayos de sol. Aquí y allá, alegorías de Venecia, Venus calipigias o Dianas coronadas de estrellas se elevaban en medio de un profusión de Virtudes. Al fondo, el escenario iluminado, las tablas patinadas y unas inmensas cortinas carmesíes.

Pietro se quitó su sombrero de ala ancha y avanzó.

Tres personas se encontraban en el interior del San Luca. Hablaban en voz baja, pero parecían estar fuera de sí. Una de ellas debía de ser Francesco Vendramin, uno de los hermanos propietarios del lugar; el rostro de la segunda le era familiar, aunque no podía recordar de quién se trataba exactamente; en cuanto a la tercera, no la conocía. Viravolta se adelantó hasta el centro del patio de butacas para unirse al grupo. Al verle llegar, los tres hombres callaron y se volvieron hacia él. Viravolta les saludó y les mostró el salvoconducto.

—Estoy aquí en misión especial por cuenta del Consejo de los Diez —dijo a modo de presentación.

La momentánea reacción de sorpresa de Francesco Vendramin pronto dio paso a la desconfianza. Tal vez temía tener que habérselas con uno de los inquisidores delegados por el Consejo. Pietro le tranquilizó sobre este punto. Enseguida, la segunda persona se adelantó.

—Emilio Vindicati nos había avisado de que enviaría lo más pronto posible a uno de sus tristes emisarios, señor…

—Mi identidad importa poco —cortó Pietro—; actúo en secreto y con todas las autorizaciones necesarias. En cambio, si me lo permite, conocer la suya sería útil para el inicio de mi investigación.

El hombre dio un paso adelante, con aire irritado. Nacido a inicios del siglo en una esquina de la calle Ca’Cent’Anni, en la parroquia de San Thomas, entre el puente de Nomboli y el de Donna Onesta, se había casado en Génova antes de escribir y presentar sus primeras obras de teatro en Milán. La búsqueda de un estatus conforme a su educación le había hecho desempeñar primero la función de médico en Udine, y luego la de abogado en Pisa; al presentarse a Pietro, este pudo comprobar que había conservado de esta última profesión el tono ligeramente doctoral, aunque vivo, y un digno porte de la cabeza. Su actitud no revelaba, sin embargo, ninguna afectación, ningún orgullo; al contrario, a pesar de las circunstancias, parecía ocultar con dificultad un temperamento que se adivinaba jovial, e incluso apasionado. Debía de rondar ahora los cincuenta; un rostro ni hermoso ni feo, pero de rasgos regulares, una chaqueta ribeteada de perlas negras y un pantalón bombacho por encima de unas calzas impecables. En su juventud había recorrido todo el Véneto. Durante mucho tiempo, se había recluido en Parma, en Roma, Nápoles y Bolonia, y había tratado de labrarse una reputación con éxito desigual. Finalmente se había decidido a desembarazarse de sus ropas de abogado para convertirse en poeta a sueldo y consagrarse plenamente a su verdadera pasión, el teatro, decidido a desempolvar los papeles tradicionales de los pífanos de la commedia dell’arte; Venecia, su ciudad de origen, lo había consagrado rey de la comedia. Llevaba tres años contratado por los hermanos Vendramin. Se hablaba de él en las cortes más prestigiosas de Europa.

—Soy Cario Goldoni.

Pietro sonrió. Ahora lo reconocía. Había asistido a varias representaciones de sus obras. Aún recordaba El caballero Giocondo y La manía del campo, e incluso se había aprendido algunas tiradas de memoria. Dispuesto a aprovechar todas las ocasiones que se le presentaban para mantener un intercambio de ideas sobre las artes, Pietro habría querido alargar la conversación con este brillante dramaturgo; pero el tercero del grupo, adelantándose también, le recordó que no iban sobrados de tiempo. Era un hombre de barba gris, vestido con un traje oscuro con cuello de lienzo blanco, que sostenía en la mano una bolsa medio abierta de la que sobresalían un caduceo y diversos instrumentos quirúrgicos.

—Soy Antonio Brozzi, médico delegado por la Quarantia Crimínale.

Hasta ese momento, Pietro no había percibido el olor. Un olor inmundo, de sangre y putrefacción, que de pronto le subió por la nariz, envolviéndole a medida que trataba de detectar su procedencia. Se volvió hacia las cortinas carmesíes.

—Prepárese para lo que va a ver, maese —continuó Brozzi—. Los dos tenemos trabajo que hacer. Ya era hora de que llegara.

El médico hizo una seña a Vendramin, que lanzó un silbido en dirección a bastidores. Pietro vio una sombra que corría los pliegues de las inmensas cortinas.

«Oh, Dios mío».

La visión acababa de desvelarse ante él en todo su horror.

Un hombre —¿era todavía un hombre?— se encontraba ante él, justo en el centro del escenario. Primero vio los pies suspendidos en el vacío, por encima de un charco de sangre seca que cubría al menos una cuarta parte del estrado y que había debido de extenderse en largos chorros continuados. Los dos pies estaban clavados a una tabla de madera. Pietro, con los labios apretados, levantó un instante su parche negro. Alzó la mirada. El cuerpo estaba totalmente desnudo. Un profundo corte rasgaba el costado. Lentamente, Pietro tomó conciencia del conjunto del cuadro. Marcello Torretone había sido crucificado. Los brazos estaban extendidos, también clavados. A uno y otro lado del cuerpo, dos velos diáfanos y lacerados se agitaban suavemente, enlazados con cuerdas a los mecanismos de la maquinaria disimulada bajo los techos. Los velos hacían juego con otras cortinas púrpuras, que parecían abrirse sobre esta visión trágica. Un escena sobre la escena. Espectacular y dolorosa. Pietro contuvo con esfuerzo un grito de repugnancia al examinar en detalle el cadáver azulado. Le habían colocado una corona de espinas. Pero había algo más… Los ojos habían sido arrancados de sus órbitas. La boca de Marcello estaba petrificada en un espasmo espantoso. A sus pies, fragmentos de vidrio dispersos, mezclados con sangre. Una inscripción recorría el torso, tallada en carne viva con un cuchillo. Desde el lugar en que se encontraba, Pedro no podía leerla con exactitud.

Después de un instante, se decidió a saltar al estrado, mientras el médico enviado por la Quarantia Crimínale daba la vuelta para subir por los escalones que se encontraban en el ángulo del escenario y se unía a él junto al cadáver.

—¿A qué hora murió? —preguntó Pietro a Goldoni y a Vendramin.

—Esto tendrá que decírnoslo sier Brozzi —respondió Vendramin—. Dimos una representación anoche…

—Sí, es la primera de L’Impresario di Smirne —dijo Goldoni—. Una comedia en tres actos y en prosa. Marcello, que en paz descanse, encarnaba a Alí, un negociante procedente de Oriente que viaja a Venecia por trabajo y se le mete en la cabeza hacer ópera…

Brozzi había abierto su bolsa y empezaba a girar en torno al muerto. Pietro se acercó al torso lacerado y consiguió leer:

Io ero nuovo in questo stato, Quando ci vidi venire un possente, Con segno di vittoria coronato.

Yo era nuevo en este estado, cuando vi que llegaba un prepotente, con señal de victoria coronado.

La inscripción había labrado la carne y dejaba adivinar aquí y allá el abultamiento de las costillas. El conjunto del torso estaba marcado por esa caligrafía minúscula, como si el autor de la hazaña se hubiera servido de la piel a modo de un libro. Brozzi se ajustó los quevedos sobre la nariz, levantó el mentón y leyó a su vez. En ese momento parecía un alquimista a punto de descubrir el secreto de la piedra filosofal. El médico lanzó un «¡Uf!» de desagrado y se volvió hacia Viravolta.

—¿Le recuerda algo?

—No —reconoció Pietro—, aunque, de algún modo, el estilo me resulta familiar.

—Nos encontramos ante una alegoría que podríamos calificar de bíblica… con toda seguridad.

—La Biblia, cree usted…

Detrás de ellos, Vendramin continuó:

—La representación acabó a las once. Abandonamos el teatro hacia la medianoche. Le garantizo que entonces estaba vacío.

—Vacío… Pero ¿vieron salir a Marcello?

Goldoni y Vendramin intercambiaron una mirada. Fue el dramaturgo quien respondió ahora:

—No. En realidad ninguno de los miembros de la compañía le vio.

—Diga, pues, mejor, que creyó que estaba vacío —dijo Pietro—. ¿Es posible que Marcello se quedara después del cierre? Solo, escondido entre bastidores, ¿tal vez?

Mientras hablaba, Pietro rodeó el cuerpo para acercarse a la zona de bastidores, sumida en la oscuridad. Algunas cuerdecillas yacían por el suelo. Un charco de agua y sangre mezcladas. Un trapo que aún mostraba marcas púrpura. En el aire flotaba un vago olor a vinagre, que se superponía al de la muerte. Una lanza de madera, sin duda uno de los accesorios habituales del teatro, estaba apoyada contra la pared. Pero su punta de metal —la que había debido de perforar el costado de Marcello y que tal vez le había reventado los ojos— era totalmente real. También estaba manchada de sangre.

—¿Escondido? —dijo Vendramin, sorprendido—. Pero ¿por qué iba a estar escondido?

—Qué sé yo —dijo Pietro—. Una cita galante, quizá… o de otro tipo.

Se inclinó tras tropezar con un montón de ropa abandonada tras el telón, en un rincón oscuro. Desplegó un turbante, un pantalón, y luego una túnica de mangas anchas que se parecía mucho a un caftán turco. El vestido de Marcello para el papel de Alí en L’Irnpresario di Smirne, sin duda —a menos que fuera el de Pantalón, ese personaje de comerciante veneciano, patriotero y avaricioso, que entusiasmaba al público—. No muy lejos había un arcón lleno de vestidos similares, raídos o resplandecientes, lisos o multicolores —Zanni, el Villano, el Magnífico—. Pietro fue levantando una tras otra las máscaras y los ornamentos de esos personajes de comedia.

—¿Sabe si Marcello tenía aventuras? ¿O enemigos?

Fue Goldoni quien, tras un momento de duda, respondió:

—Aventuras, sí. Enemigos, no. ¡Ya sabe cómo son los actores! Tenía una relación aquí, otra allá. Nada demasiado serio. Marcello no tenía apego a nadie. A veces aparecía del brazo de una de esas cortesanas que deambulan por las Mercerie, caída la noche. Por mi parte, creo que no se entendía realmente con las mujeres. Siempre daba la impresión de que se burlaba de ellas. En cuanto a sus enemigos, por lo que sé, no tenía ni uno solo. Al contrario, el público le adoraba.

Se produjo un silencio mientras Pietro volvía al centro del escenario. Brozzi estaba arrodillado y examinaba las heridas de Marcello, con los pies clavados en la cruz de madera. Con ayuda de un pincel, el médico limpió la sangre en torno a los clavos, midió la herida del costado y volvió a revolver en su bolsa. Pietro se arrodilló a su lado. Brozzi sacó una botellita traslúcida, y con ayuda de otro pincel, reunió los pedazos de vidrio dispersos, que formaban como un halo en torno a la sombra del crucificado. De nuevo los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Vidrio… ¿por qué?

Pietro cogió también algunos fragmentos, que envolvió en un pañuelo.

Se levantaron juntos. Brozzi se secó la frente y contempló las órbitas vacías del cadáver, los agujeros negros bordeados de rojo. Se podían adivinar, mezcladas en las heridas, algunas esquirlas plateadas. Una de ellas, en particular, sobresalía limpiamente de un resto de párpado.

—No me sorprendería descubrir que utilizaron vidrio para arrancarle los ojos. Pudo morir a consecuencia de las heridas o, muy probablemente, por asfixia, lo que es más corriente en estas circunstancias. En todo caso, lo desangraron. Santa María, ¿qué monstruo ha podido cometer semejante ignominia?

Pietro se pinzó los labios con los dedos.

—Están al corriente de todo en la Quarantia, ¿no es cierto, Brozzi? Dígame, pues… ¿Qué relación hay entre la muerte de un actor y el gobierno de la República?

Había hablado muy bajo. Brozzi tosió y le miró por encima de los quevedos. Luego dijo:

—¿La relación…?

Tendió el índice en dirección a una de las tablas del entarimado, donde había un objeto encajado que Pietro aún no había visto.

—Ahí está la relación, maese.

Pietro se acercó al objeto, lo cogió y le dio vueltas entre los dedos. Era un broche de oro que llevaba dos iniciales entrelazadas, L y S, y por debajo dos espadas y una rosa dibujada con perlas. Pietro dirigió una mirada interrogadora al médico.

—L y S —explicó Brozzi—, la rosa y las espadas… Se trata de Luciana Saliestri. Cortesana de lujo y amante de… Giovanni Campioni, que, como sabe, es una de las cabezas más eminentes del Senado. El senador es sospechoso, digámoslo así, de excesiva liberalidad para con el pueblo. Como en otro tiempo el dux Faliero. Campioni tiene ideas propias sobre el modo de reformar la República, unas ideas que están mal vistas por muchos nobles, que tienen posturas radicalmente opuestas. Pero es un hombre ambiguo… Algunos le consideran un soñador con ambiciones peligrosas, mientras que otros no dudan en ver en sus discursos altruistas un modo muy oportuno de disimular un incontrolable deseo de poder. Campioni fue, durante mucho tiempo, embajador de la Serenísima en Inglaterra, Francia y Holanda. Dicen que allí entabló amistad con filósofos y poderosos, y que hoy se inspira en sus teorías, más o menos descabelladas, para inventar nuevos sistemas de gobierno.

Brozzi había juntado las manos sobre su vestido negro. El médico prosiguió:

—Ya sabe usted lo complejas que son las relaciones que el dux y nuestras instituciones mantienen con nuestro buen pueblo veneciano; lo que desean preservar, ante todo, es el frágil equilibrio sobre el que descansa nuestra Constitución. Y este equilibrio es delicado. Desde este punto de vista siempre hemos ido por delante de los demás, y nuestro régimen despierta la admiración de nuestros vecinos. Venecia es libre, pero está sometida a vigilancia. El amor del pueblo es absoluto, pero pragmático. Siempre es difícil encontrar la medida entre los extremos y escuchar la voz de la razón cuando rápidamente pueden inflamarse las pasiones, y a veces con una violencia insospechada… No haría falta mucho para que todo el edificio se tambaleara en un sentido o en otro: eso es, por encima de todo, lo que aterroriza a nuestros políticos. Tienen la obsesión de apagar las ascuas bajo las cenizas. Nada que pueda perjudicar a la República debe llegar a incubarse. El espectro de la conspiración de Bedmar sigue presente. Añada a esto que Campioni tiene de su parte a un tercio de los miembros del Gran Consejo… No le será difícil comprender que los Tenebrosos no pueden dejar de ver en ello la sombra de una posible conjura. Aunque no tiene nada de excepcional, no pasan quince días sin que nos inventen una nueva. Pero tal vez hayan omitido hablarle de algo que tendería a apoyar sus sospechas.

—¿Qué quiere decir?

Brozzi le dirigió una sonrisa enigmática, y continuó, siempre en voz baja:

—Sabe, maese, Marcello Torretone no era solo actor en el teatro San Luca. Era también… agente secreto por cuenta de los Diez y de la Quarantia Crimínale. Como usted. A título anecdótico le diré que los Tenebrosos le llamaban «el Arlequín».

Pietro irguió el busto. Durante unos segundos se quedó inmóvil, estupefacto.

—Ah… Ya veo —dijo finalmente—. Sí, claro. Un detalle importante, en efecto. Se guardaron bien de hacerlo constar en el informe que me remitieron. Emilio hubiera podido avisarme. En fin…

Se levantó de nuevo.

—Gracias, sier Brozzi.

Viravolta frunció los labios, pensativo. Emilio Vindicati no podía desconocer este dato cuando le contó su misión. Y en el informe que le había remitido tampoco se mencionaba el broche de Luciana Saliestri o al senador Giovanni Campioni. Sin duda Emilio había preferido que su emisario se enterara a través de Brozzi, antes que dejar esos nombres por escrito.

Nunca se era demasiado prudente. Sobre todo si, como en este caso, se encontraban implicados personajes que intervenían en las más altas instancias del Estado…

«En todo caso —pensó Pietro—, todo esto no promete nada bueno…».

Una cosa era segura: el asesinato se veía ahora bajo una luz muy distinta. Pietro recordó de nuevo las reflexiones que había hecho acerca de Marcello a partir de los detalles que constaban en el informe. Ahora comprendía mejor qué podía significar el pecado a ojos de aquel hombre y cómo su temor al juicio del cielo había podido influir en su temperamento, tanto para respaldar como para torpedear sus ambiciones artísticas. Sin duda, su doble identidad no le había salvado. Arlequín, un comediante. Todo aquello adquiría un nuevo relieve. Para servir a la justa causa de la República, Marcello había tenido que vivir en secreto lo que su vida de actor le permitía gritar sobre el entablado, pero solo mediante esta clásica y efímera procuración, bajo el ropaje de unas existencias robadas a través de las cuales únicamente podía obtener una redención ilusoria. Sin duda esa había sido la grieta por la que el Consejo de los Diez —no sin perspicacia, por otra parte— había querido penetrar al reclutar a Marcello. Al unirse a las filas de sus informadores, Marcello se había condenado a actuar en silencio por el bien común; pero esa misma elección debía de haber implicado, desde el punto de vista moral, las peores renuncias. Porque, después de todo, solo se había convertido, como Pietro, en uno de los recaderos de la Serenísima. ¿A quién había denunciado? ¿A quién había traicionado? ¿Había llegado a matar? ¿Se había manchado las manos de sangre? Pietro solo llegaba a entrever el extraño desasosiego que había debido de dominar a Marcello, dividido entre los dos rostros de Jano, en sus momentos de angustia. Actor y agente de la República: un hombre abocado al abismo. No era algo tan inesperado.

Viravolta volvió a bajar del estrado. Goldoni se había sentado, con las manos entre las piernas, hundido.

—Creo que esto es demasiado para mí —decía—. Tengo pendiente un viaje a Parma desde hace algún tiempo. Me parece que ha llegado el momento.

—¡Cario! —exclamó Vendramin—. ¿Y el Carnaval? Lo que propones está totalmente fuera de lugar. Me habías prometido tres obras más; deberíamos presentarlas como estaba convenido. La temporada de otoño ha sido buena gracias a ti. Por fin conseguimos hacer lo que siempre habíamos soñado. ¡No es momento de renunciar! Si este triste hecho permanece en secreto, como espero, el público no hablará sobre lo que ha pasado entre nuestros muros. Si supiéramos realmente lo que ha ocurrido, yo podría…

—Maese Goldoni, la posibilidad de dejar Venecia queda descartada por el momento —dijo Pietro—. Debe permanecer en la laguna por las necesidades de la investigación. Tengo que interrogar en el plazo más corto posible a todos los miembros de la compañía, además de a los libretistas, los músicos de la orquesta, los coreógrafos y escenógrafos, los cantantes, los bailarines y las bailarinas; en suma, a todo el personal del San Luca.

—Pero entonces, ¡el asunto se hará público! —exclamó Vendramin—. ¡Todo esto no es bueno para el negocio!

—De todos modos, de algún modo habrá que explicar la desaparición de Marcello. Tranquilícese: sabrán solo lo que tengan que saber, nada más. Nadie, si no es a solicitud mía, se extenderá en los detalles de este crimen ignominioso. Apuesto a que estarán de acuerdo conmigo en que esta es la mejor forma de proceder.

Vendramin y Goldoni asintieron con la cabeza. Pietro se volvió una vez más hacia el cuerpo crucificado.

—Una pregunta más…

—¿Sí? —dijo Goldoni.

—Creo que Marcello era un hombre de temperamento bastante religioso…

El dramaturgo asintió.

—Sí. Es cierto que pocos de los nuestros cumplen con los deberes exigidos a Dios. Pero Marcello, a pesar de su vida frívola y agitada, no se ajustaba a este patrón; él iba cada semana a San Giorgio Maggiore.

Pietro frunció las cejas y permaneció pensativo unos instantes. ¿Realmente el espía cumplía cada semana con sus deberes para con Cristo resucitado? Era muy posible, si Pietro se atenía a sus anteriores reflexiones. Lo que le intrigaba ahora era la correspondencia evidente entre esta posibilidad —o esta certidumbre— y la simbólica puesta en escena del asesinato. Aquello merecía ser investigado. Un hombre obsesionado por el pecado, crucificado sobre el escenario de su propia duplicidad, en medio de las ropas de los diversos personajes que solía encarnar, con los globos oculares arrancados… ¿Había visto algo que le había convertido en peligroso? ¿El vínculo con su fe era real, o era solo una impresión de Pietro?

De pronto su rostro se iluminó.

—¿Sabe quién oficia en San Giorgio Maggiore?

Esta vez fue Vendramin quien respondió.

—El padre Cosimo Caffelli.

«C affelli. Vaya…».

—Le conozco —dijo Pietro.

—También era el confesor de Marcello —añadió Goldoni.

—¿Su confesor, dice? Interesante…

Pietro calló y se pasó los dedos por los labios, pensativo.

Efectivamente en el pasado se había cruzado con Caffelli, y este forzosamente tenía que recordar a la Orquídea Negra. Es más, había ayudado al senador Ottavio a convencer a los inquisidores de que acusaran a Pietro de ateísmo, cabalística y moralidad dudosa, para apartarlo de Anna Santamaría y arrojarlo a prisión. Caffelli había desempeñado un papel nada desdeñable en el arresto de Viravolta.

«Esto promete ser interesante…».

Pietro recuperó la sonrisa.

—Gracias por todo.

En ese momento, Brozzi le llamó, y Pietro se volvió hacia él. El médico de la Quarantia Crimínale, que seguía sobre el escenario, empezó a arremangarse las anchas mangas negras de su traje.

—Tendrá que ayudarme a descolgarlo.

El cadáver de Marcello Torretone estaba tendido en una de las salas bajas de la Quarantia Crimínale. Allí no había dorados ni artesonados, sino muros de piedra desnudos y sin adornos y un frío glacial que se colaba por el respiradero que daba a la callejuela. Pietro tuvo súbitamente la impresión de encontrarse de nuevo en su celda. Brozzi se afanaba en el centro de la habitación. No sin repugnancia, Pietro le había ayudado a instalar el cuerpo de miembros rígidos sobre la mesa de examen. Brozzi podía proceder ahora a un análisis más profundo. No sería necesario disecar el cadáver, pero no debía escapársele nada sobre la naturaleza exacta de las heridas y de las circunstancias del asesinato. Después de haber mascullado para sí durante un buen rato, Brozzi volvió a calarse sus quevedos y examinó la raíz de los cabellos, las órbitas, los dientes, la lengua y la boca, las heridas de los pies, las manos y el costado, la inscripción del torso. El médico caminaba de un extremo a otro del cuerpo, deteniéndose ora en las uñas, ora en el interior de los muslos. Había esparcido un poco de perfume en el aire, pero aquello no bastaba para disipar el nauseabundo olor que inundaba la habitación. No muy lejos, su bolsa estaba, de nuevo, abierta; había dispuesto sus instrumentos sobre una mesita cubierta con un paño blanco: cuchillos quirúrgicos y bisturíes, tijeras, lente de aumento, pinceles, éter y alcohol, instrumentos de medida y polvos químicos de los que Pietro desconocía incluso la existencia. Muy cerca había una cubeta en la que Brozzi sumergía de vez en cuando sus utensilios, que tintineaban con sonidos cristalinos. Pietro había visto numerosos cadáveres en su vida, y sus recientes recuerdos de la cárcel no eran precisamente alegres; sin embargo, mientras permanecía de pie en medio de la oscuridad de aquella sala glacial, iluminada apenas por dos linternas, no pudo evitar un estremecimiento. La contemplación de ese ser descarnado, despojo atravesado por venas azuladas al que se había arrancado incluso la mirada, penetraba en el alma del modo más siniestro. Y ver a Brozzi tratando así a la víctima, como un vulgar pedazo de carne, resultaba particularmente repugnante. «Pensar que esta noche me proponía visitar los jardines de alguna princesa abandonada», se dijo Pietro. Había querido prepararse para la glorificación nocturna del cuerpo, perderse en los senos, los muslos, la grupa de una mujer, para olvidar a Anna Santamaría y sus meses de prisión; y en lugar de eso, se encontraba ante un cuerpo sin vida, tendido sobre su sudario. Ahora quería saber algo más sobre él. Inclinado sobre el cadáver, Brozzi hablaba en voz alta, tanto para Pietro como para sí mismo.

—La herida del costado ha sido ocasionada, efectivamente, por la punta de la lanza encontrada en los bastidores del teatro San Luca. El arma está aquí, tendremos que colocarla bajo sello. Es una herida profunda que ha perforado el pulmón izquierdo, aunque sin alcanzar el corazón; sin duda aceleró la agonía de la víctima, pero no necesariamente le quitó la vida. El cuerpo fue dispuesto al modo de Cristo en la cruz, con la frente ceñida por una corona de espinas. Hay rastros de vinagre en la comisura de los labios…

El camino de vuelta a la Quarantia había proporcionado a Pietro la ocasión de conocer mejor a ese curioso hombre que era Brozzi. También él estaba atado al secreto. El médico trabajaba para la Crimínale desde hacía más de diez años. Por nacimiento, Antonio Brozzi no tenía nada de noble; era un simple cittadino al que sus aptitudes habían elevado al rango en el que hoy se encontraba. En el pasado había sido médico personal de numerosos senadores y miembros del Gran Consejo; así había ampliado su red de relaciones y se había labrado su reputación. Antonio quería servir al Estado, y como había confiado a Pietro, necesitaba buenas dosis de entrega para compensar el carácter malsano de su tarea cotidiana. Su propio padre había sido asesinado en una esquina de una de las callejuelas de Santa Croce; aquel acontecimiento había influido en que Antonio se hubiera convertido, tardíamente, en uno de esos enterradores de la República cuya función exigía tanta fuerza interior como abnegación.

Pietro se pasó la mano por el rostro. La fatiga empezaba a dominarle.

Reprimió un bostezo y luego dijo:

—Todo esto es una puesta en escena…, una puesta en escena carnavalesca. Las cortinas, el telón abierto que parece decir: bienvenidos al espectáculo… Sospecho que, en realidad, tras este asesinato se encuentra una mente menos bárbara de lo que su violencia haría presagiar. O para ser más precisos, una mente bárbara oculta tras las maneras más delicadas del mundo. Este refinamiento cruel lleva la marca de los auténticos decadentes. Todo ha sido elegido y calculado para obtener… un efecto dramático. El crucificado, esta curiosa frase en el pecho, como una especie de poema enigmático…

—Es posible que el asesino hiciera tragar a la víctima vinagre con el que habría empapado un trapo —continuó Brozzi—. Y eso en el mismo momento del suplicio, con lo que infligió a Marcello las diversas sevicias de Cristo tuvo que padecer desde la procesión del Calvario hasta su muerte. Los ojos han sido extraídos, y en el globo ocular derecho hay partículas de vidrio que rompieron al seccionar el nervio. Habrá que tratar de identificar su procedencia. Es un vidrio blando, pulido, pero de cierta densidad; podría proceder de Murano, si se considera su factura y la limpidez del cristal; los restos son demasiado pequeños para decir más.

—Entiéndame, Brozzi. Puedo aceptar que este hombre haya sido asesinado porque actuaba en la sombra por cuenta de los Diez y de la Crimínale. Pero ¿por qué un asesinato tan espectacular? ¿Por qué ese guiño, y perdone la imagen, que parece invitarnos al escenario del drama, como si entráramos a nuestra vez en una habitación preparada por no sé qué loco dramaturgo? Un dramaturgo que sin duda está muy alejado del temperamento de sier Goldoni, a quien creo poder tachar de mi lista de sospechosos, igual que a cualquiera de los hermanos Vendramin; pero, en todo caso, un enamorado del teatro, del pastiche… y de Pantalón, cuyo vestido hemos encontrado no muy lejos hecho un ovillo. El broche que me mostró, el de Luciana Salestri… ¿No encuentra que la coincidencia resulta muy apropiada? Demasiado, tal vez. A menos que Marcello fuera el amante de esa joven, al igual que Giovanni Campioni, miembro del Senado. Un banal asunto de celos me tranquilizaría, pero me cuesta creerlo. Todo esto me parece endemoniadamente preparado, Brozzi.

El médico levantó los ojos.

—Preparado, sí, como un autor que dispusiera su decorado y el destino de sus personajes. Comparto su opinión.

—Se ha empleado mucho talento y dedicación para ejecutar esta sombría hazaña. Marcello debió de gritar durante mucho tiempo, en este teatro desierto, mientras se desangraba y lo clavaban a esas tablas a martillazos. Demasiado retorcido para una simple vendetta; una espada, una pistola o un arcabuz lo hubieran solucionado igual de bien, y más limpiamente. Pienso que querían hacerle sufrir, y tal vez hacerle hablar. Una tortura… Pero si fuera así, ¿por qué en el teatro, Brozzi? ¿Por qué no haberlo secuestrado y llevado a otra parte?

—Porque debíamos encontrarlo, amigo mío —dijo Brozzi mientras se inclinaba de nuevo sobre el muerto.

Pietro chascó la lengua en señal de aprobación.

—La enigmática inscripción sobre su cuerpo es otra señal de que el asesino quería dirigirse a nosotros. En efecto, Brozzi. Ha querido gritarnos algo… Y esto no se parece en nada a una sesión de tortura, cómo diría…, clásica. Ha sido montada para nosotros, o dicho de otro modo, para la República. Pero aún hay otra cosa francamente sorprendente.

—Ya veo lo que quiere decir —dijo Brozzi, cogiendo su pañuelo para limpiarse los quevedos.

Tenía la frente húmeda de sudor.

—Los ojos…

Pietro levantó el índice y sonrió.

—Los ojos, sí. Entiendo lo de la corona de espinas, la herida en el costado, la cruz, el vinagre, todas las otras formas de equimosis o de estigmas de lapidación… Pero ¿por qué sacarle los ojos? Eso no es demasiado bíblico, Brozzi. Una nota falsa, sin duda, en esta triste representación. Pero estoy convencido de que no es fruto del azar. ¡En fin! Me parece que tenemos ya varios hilos de los que tirar: Luciana Saliestri, la cortesana… Giovanni Campioni, el senador… y por si acaso, el confesor de San Giorgio, el padre Caffelli.

Pietro suspiró y recordó las palabras que había pronunciado Emilio al salir del palacio ducal: «Acabas de poner los pies en el vestíbulo del infierno, créeme. No tardarás en darte cuenta de ello».

Pietro miró a Brozzi. Este le sonrió, rascándose la barba, y lanzó un estilete ensangrentado a la cubeta, donde rebotó con un nuevo tintineo.

El agua se mezcló con la sangre.

—Bienvenido al limbo de los asuntos criminales de la Quarantia —dijo escuetamente.

Pietro caminaba por las calles de Venecia. Se disponía a encontrarse con Landretto en la posada donde se alojarían provisionalmente aquella noche, mientras esperaban que Emilio diera con un lugar más confortable para ellos. Con la cabeza llena todavía de ideas sombrías, Pietro se miraba los pies con las manos a la espalda y la expresión concentrada. Se había levantado un viento frío. Los pliegues de su gran manto negro se agitaban tras él. Absorto en sus pensamientos, no se fijó, al entrar en una callejuela, en los cuatro hombres que, equipados con linternas y vestidos con ropas oscuras, hubieran podido pasar por Señores de la Noche si no fuera por sus inquietantes máscaras. La penumbra les daba un aire aún más extravagante y quimérico. Pietro no se dio cuenta de su presencia hasta que fue evidente que estaba acorralado. Dos hombres le cerraban el paso por un lado, y los otros dos por el otro. Por debajo de las máscaras podían distinguirse sus sonrisas malévolas. Los hombres dejaron en el suelo sus linternas, lo que dio fugazmente a la callejuela un aspecto de escenario o de galería iluminada a la espera de alguna personalidad importante. Pietro levantó los ojos.

—¿A qué viene esto, señores? —preguntó.

—Viene a que nos vas a dar amablemente tu bolsa —dijo uno de los ladrones.

Pietro observó al hombre que había hablado y luego a su compinche. Después se volvió hacia los otros dos, firmemente plantados tras él. Todos iban armados: uno con un garrote, el otro con una daga, y los dos últimos con una espada corta. Lentamente, Pietro sonrió.

—¿Y qué pasaría si me negara a hacerlo?

—Pasaría que acabarías degollado, caballero.

—O que perderías el ojo que te queda —bromeó su camarada, en alusión al parche que llevaba Pietro.

«Ya veo».

—Decididamente las calles de Venecia no son muy seguras en estos tiempos.

—A quién vas a decírselo. Vamos, suelta esa bolsa.

—Señores, tal vez será mejor que se lo diga. Creo que incluso estando ciego, podría darles una buena paliza a los cuatro. Lárguense y no les haré daño. Aún pueden salir bien librados de esta.

Los hombres se echaron a reír.

—¿Le estáis oyendo? De rodillas, caballero, y danos tus cequíes.

—Me veo obligado a insistir en mi advertencia.

—Insiste todo lo que quieras, pero suelta la bolsa.

El hombre se adelantó, con aire amenazador.

«¡Bien! —pensó Pietro—. Al fin y al cabo, un poco de ejercicio no me vendrá mal».

Irguió el busto y, lentamente, abrió los pliegues del manto, que dejó caer hacia atrás, descubriendo la espada y las pistolas en el flanco.

Durante un instante, sus adversarios dudaron.

Pietro llevó la mano a la empuñadura de su arma.

Los bribones seguían acercándose, estrechando el cerco.

—Bien… En atención a ustedes, solo utilizaré la espada —dijo Pietro.

Desenvainó. La hoja centelleó brevemente a la luz de la luna, mientras los cuatro falsos Señores de la Noche se lanzaban contra él. Todo ocurrió muy deprisa. Brillaron dos destellos, y la espada hendió el aire. El primer hombre enmascarado recibió un profundo tajo en el hombro y soltó su garrote. La daga del segundo describió en el espacio un arco de círculo, en compañía de los tres dedos que Pietro acababa de cortar. Luego giró sobre sí mismo, flexionando las rodillas; evitó un golpe, que se perdió en el vacío y laceró las corvas del tercer adversario. Finalmente se irguió bruscamente, y girando aún, utilizando un golpe de su invención, dibujó en la frente del cuarto una estrella, de la que instantáneamente brotó sangre. El hombre perdió la máscara. Bizqueó un instante, y más por el terror que por el dolor que sentía, después de tambalearse unos segundos, se derrumbó a los pies de Pietro, desmayado.

Ahora los cuatro hombres yacían en el suelo; uno con la mano crispada apretada contra el hombro, otro aullando y buscando los dedos que le faltaban, y otro más comprimiendo la sangre que brotaba de sus corvas. Por no hablar del jefe de los bribones, que había partido hacia cielos más clementes en medio de su obnubilación.

Pietro sonrió. Recogió el manto del suelo y cogió la flor de su ojal. Se acercó al que se retorcía de dolor apretándose las piernas ensangrentadas. El hombre dejó de lanzar alaridos momentáneamente y alzó los ojos hacia su vencedor. Pietro soltó la flor, que cayó dando vueltas junto al hombre.

Giró sobre sus talones y se fue.

Con los ojos dilatados, el hombre miró la flor.

Era una firma: «La Orquídea Negra ha estado aquí».