CANTO XXVI
Lucifer
Pietro empujó las puertas. Los batientes chirriaron.
De nuevo permaneció inmóvil.
Tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Al fondo, en el extremo del transepto, había un hombre. El enano estaba a su lado y le susurraba algo. A una señal del hombre, el enano, que acababa de volverse hacia Pietro, asintió con la cabeza y desapareció en las sombras.
El Diablo se volvió a su vez y permaneció inmóvil, rígido.
La silueta de la Orquídea Negra se destacaba a contraluz en el marco de la puerta. Su mano no había soltado la empuñadura de la espada.
Los dos hombres callaron unos segundos; luego la voz de Pietro resonó en la basílica.
—¿Por qué?
Un nuevo silencio se prolongó, interminable.
Pietro repitió la pregunta.
—Emilio… ¿Por qué?
Este es Dite ante el cual sería loco
el presentarse de valor inerme.
De mi helada mudez no hablo, y tampoco
me preguntes, lector, que no lo escribo,
pues que cualquier hablar sería poco.
Siguió avanzando.
Yo no morí y tampoco seguí vivo:
si es que tienes un poco de criterio,
juzga mi estado, a vida y muerte esquivo.
El soberano del doliente imperio
del hielo alzaba a medias su pechazo…
Por fin Pietro se detuvo.
Vindicati se encontraba en lo alto de los escalones del altar mayor. Pietro, a unos metros, ligeramente por debajo.
—Lucifer —dijo Vindicati con una sonrisa.
Abrió los brazos, al modo de un maestro de ceremonias.
—Bienvenido a la iglesia de Santa María de la Viña. ¿Sabes que su nombre venía de ahí? La Novella reemplazó en otro tiempo al antiguo oratorio de Santa Maria delle Vigne. Yo crecí en Venecia, Pietro, pero nací aquí. En Florencia, en la patria de mis grandes inspiradores, Dante y los Médicis… Pero sin duda lo habías olvidado. Y he aquí que volvemos a encontrarnos en una basílica, amigo mío, un poco como nos dejamos. En la casa de Dios encuentras a Lucifer. La cosa tiene su encanto, ¿no crees? En todo caso, veo que Feodor te ha traído hasta aquí sin dificultades.
Pietro oyó un chirrido tras él. Se volvió. Al fondo, el llamado Feodor cerraba las grandes puertas de Santa Maria Novella. El enano bajó las barras de madera con un ruido sordo y manipuló dos ganchos de metal.
Pietro levantó una ceja. Luego volvió a Emilio.
—Creí en ti, Emilio. Aquella noche, en San Marcos, pensé…
—¡Ah, Pietro! Me has hecho pasar momentos tan placenteros… Desde el día en que te saqué de los Plomos, sabía que estarías ciego, forzosamente ciego. Hasta ese momento en que creíste verme morir. Uno de mis Estriges supo desempeñar el papel de Lucifer, mientras yo simulaba agonizar bajo tus ojos. Pero nunca encontraron mi cuerpo, Pietro. ¡Y tú te lanzabas aquí y allá como un loco, sin detenerte nunca! Lograste que te admirara, ¿sabes? Eras, eres, realmente el mejor. Lo sabía. Siempre lo supe. Esto suaviza la amargura de mi derrota. Tú has sido mi mayor obra, y mi mayor error. Yo fui tu guía, tu Virgilio en los infiernos y tu Diablo veneciano. Las dos caras de una misma moneda. ¿Nunca pensaste que Virgilio, arrastrando a Dante por los meandros de su alma, podía no ser sino un aspecto de Lucifer, el mal que yacía en su propia conciencia? ¿No salva Virgilio al poeta mostrándole todos los pecados del mundo?
—Pero esa noche, Emilio, esa noche en San Marcos… ¿Por qué no me mataste?
—¡Un testigo, Pietro! Necesitaba un testigo ocular, directo, de mi propia muerte. ¿Qué mayor ironía que elegirte a ti? Mi plan se desarrollaba a la perfección. Y hete aquí al término de tu viaje, Pietro Viravolta de Lansalt, a quien juntos bautizamos como la Orquídea Negra… En el último Círculo. Lo has adivinado, ¿no? El del Noveno Círculo, Pietro… eras tú. ¿Quién mejor que tú podía repartir las cartas y ser el instrumento privilegiado de mis jugadas? ¡La Orquídea Negra! ¡Una leyenda! Solo tú encarnabas todas las faltas con las cuales he construido mi pequeña charada: ateo, lujurioso, adúltero múltiple, glotón, jugador, charlatán, impulsivo, mentiroso, libertino, ¡y la lista podría seguir! ¡Imagina qué placer era para mí vencer a una Venecia decadente burlándome de aquel que era su emblema más perfecto! ¡Sí, Pietro, precisamente tú! Ah, qué placer, verdaderamente. Lo sabía todo de ti, y de los demás. ¡Los Diez y la Quarantia caminaban de la mano, y mi única actividad consistía en informarme sobre todos, con la bendición de Loredan y de los Consejos! Marcello estaba fichado, y el sacerdote de San Giorgio, y Campioni, Luciana, el astrólogo Frególo, todos peones, como tú. No tenía el menor problema para hacer vigilar cada uno de vuestros actos y gestos. Teníamos en nuestras manos a tres capitanes del Arsenal, dominados por el terror; Vicario controlaba conmigo a las corporaciones. Sí, teníamos todas las cartas en la mano.
Pietro sacudió la cabeza. En la mirada de Vindicati había un brillo de locura.
—Y creíste que podrías derribar a Loredan…
Vindicati esbozó una sonrisa sarcástica.
—Pietro, por favor… ¡abre los ojos! ¡Viniendo de ti, un hombre a quien la República condujo a los Plomos y prometió lo peor, el asunto resulta divertido! ¡Ya has visto este Carnaval, en esto nos hemos convertido! ¡En marionetas de Carnaval, dirigidas y manipuladas por unas instituciones fantoche! Y yo era el rey de una de ellas. Los Diez, Pietro… los Tenebrosos. La peor y la mejor de todas. ¡Solo tienes que pensar por un instante en el espectáculo que Venecia ofrece hoy al mundo! Una ciudad artificial, al borde del hundimiento, en la que todo es escándalo, corrupción, ocultación, tratos secretos, intrigas… ¡Hemos arruinado la igualdad entre los aristócratas, y al renunciar a asentar nuestra necesaria autoridad, hemos favorecido otra especie de despotismo, el del Senado, depositario de todos los poderes, una institución de la que nunca ha salido nada grande!
—Increíble, veo que aún sigues creyendo en tus cuentos…
—Te creía hostil a las prebendas, Pietro; te creía amigo de la concordia y del poder de Venecia, a pesar de todo. Pero ¿sabes qué suponía para mí, que he asumido en secreto o a rostro descubierto las obras más viles de la República, que no he dejado de codearme con estos políticos venales, estos espías, estos extranjeros ávidos de beber nuestra sangre, estos bribones, estas corporaciones que no tienen reparos en ponerse a sueldo de nuestros enemigos de siempre, estos usureros y estas prostitutas a los que condenaba cotidianamente a pudrirse en el fondo de los calabozos? ¿Sabes qué significaba chapotear sin cesar en el cenagal más negro del corazón humano, ahogarse cada día en el fango del asesinato, de las delaciones, de la bajeza, de la mediocridad, hasta el asco, hasta vomitar ante uno mismo? No nos quedaba otra solución que la brutalidad y la represión para poner límites a la decadencia. Así ocurre con los antiguos imperios que nunca acaban de morir. Es fatal. Había que reaccionar.
—¿Reaccionar? ¿Organizando un asesinato tras otro?
—¡Todo esto era solo una gota en el océano! Nuestras instituciones, Pietro, la clave estaba en nuestras instituciones. Tu amigo Giovanni Campioni lo había comprendido; pero, por desgracia, había elegido el bando equivocado. ¡Mira esas oficinas cuyas cabezas ruedan como peonzas cada semana! ¡Mira esos procedimientos absurdos, que nos hacen cambiar sin cesar de dirigentes, marionetas sin más talento que el de la mezquindad y el golpe bajo! ¡Un nido de termitas! ¡Estábamos sentados sobre barriles de pólvora, y dirigidos por dechados de incompetencia! El gobierno político de Venecia cambia cada seis meses, al albur de los vientos, Pietro, y mientras tanto hemos perdido nuestro esplendor, nuestras colonias y todas nuestras esperanzas. Ni uno solo de nuestros queridos magistrados puede mantener una línea coherente; y no hay un patricio, entre esos cuervos ignorantes y ajados, que pueda impedir que la República envejezca y naufrague en el vicio, la licencia y el olvido del bien público. ¿No decía el propio Campioni que le resultaba imposible hacer oír su voz? Los intereses privados se han impuesto a todo, solo he tratado de acabar con esta gangrena. Solo he querido acelerar esta descomposición para darnos otra oportunidad. Sí, Pietro, puedes creerlo: ¡si he hecho todo esto, ha sido solo por el bien de Venecia! Los turcos están dormidos, pero el peligro permanece. ¡España nos amenaza de forma permanente y su alianza con los papas nos conduce desde hace años a una paralización total! Miráramos donde miráramos, era urgente encontrar… alternativas.
—¡Alternativas… como Von Maarken! ¡Deja que me ría! ¡Firmando un tratado absurdo con un duque sin corona, condenado por su propio país!
Emilio lanzó una exclamación de desprecio.
—Von Maarken y su sueño austríaco han servido a mis fines, pero ¡él era también solo un títere! Cayó en las redes que le tendí, y utilicé su locura hasta que se hundió en el fango y se condenó a sí mismo. Me he enterado de que le mataste, Pietro. Al hacerlo, solo cumpliste lo que tenía previsto para él. ¿Abandonar la llave de los mares a otra potencia? ¿Cómo podía imaginar ni por un instante que yo me asociara a sus delirios de gloria imposible? Sencillamente, tenía necesidad de él, de sus hombres y de sus aportaciones financieras.
—Estás completamente loco —dijo Pietro—. Eres precisamente lo que pretendías combatir: un iluminado. Un loco peligroso.
Vindicati sonrió de nuevo.
—Oh… qué lástima —dijo solamente.
Sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Luego levantó el mentón.
—¿Supongo, pues, que ha llegado el momento de la verdad?
—Eso creo, en efecto.
Pietro desenvainó la espada con un siseo metálico.
—Bien… —dijo Vindicati—. Acabemos con esto.
Una capa negra, bordada con hilos de plata, le cubría los hombros. Con un gesto se deshizo de ella; la capa cayó tras él al pie del altar. El Diablo sacó a su vez, lentamente, la espada que llevaba al costado.
Pietro se adelantó.
Ignoraba que entretanto el enano Feodor se había escondido detrás de uno de los pilares, en la penumbra. Allí estaba, pegado como una araña, a un metro cincuenta del suelo. Cuando Pietro llegó a su altura, Feodor salió de su escondite y saltó sobre él.
Vindicati sonrió.
Pietro, sorprendido, se desequilibró al recibir el impacto del peso de su adversario y basculó con él entre las hileras de bancos. Feodor, luchando como un diablo, levantó una daga por encima de su enemigo. El enano tenía una fuerza hercúlea, que su tamaño no hacía presagiar. Pietro lanzó un grito de dolor. Aunque había conseguido desviar de su rostro el puñal, la hoja había penetrado profundamente en el brazo. Feodor no había dicho la última palabra. De nuevo, el dardo centelleante bailó sobre los ojos de Viravolta, que sentía el aliento del enano sobre él, los jadeos interrumpidos por exclamaciones de rabia. El dolor multiplicó sus energías, y consiguió levantar las rodillas y extender violentamente las piernas para empujar a Feodor lejos de él. El enano salió proyectado más allá de las filas de bancos. Con la agilidad de un gato, volvió a ponerse en pie y se recogió sobre sí mismo, con los ojos brillantes y el puño cerrado aún sobre su daga. La sangre corría por el brazo de Pietro; la caída le había dañado el hombro del brazo con el que sostenía la espada, y había tenido que soltar su arma, que yacía un poco más lejos entre dos bancos de madera negra. Se llevó la mano al costado.
Furiosamente, Feodor volvió a saltar.
El enano comprendió cuando ya era demasiado tarde. Pietro había levantado el brazo hacia él, y Feodor vio un destello. Una detonación resonó bajo las bóvedas; Feodor salió proyectado de nuevo hacia atrás. Se golpeó contra el suelo y se contorsionó un momento, con las manos crispadas sobre el vientre. Luego rodó por última vez sobre sí mismo; sus músculos se tensaron en un espasmo y calló.
El brazo de Pietro, con la chaqueta y la camisa desgarradas, seguía tendido hacia él. Feodor yacía envuelto en su vestido rojo, con la gorguera descompuesta, subida hasta los labios. Lentamente Pietro se incorporó. Dejó caer la pistola al suelo.
Vindicati no se había movido.
Pietro recuperó su espada de entre los bancos de madera; luego volvió al centro del transepto, jadeando. Reprimió una mueca de dolor. El brazo le torturaba.
—Traidor —dijo dirigiéndose a Emilio—. Todos los medios son buenos, ¿verdad?
Vindicati rio brevemente.
Bajó los escalones del altar.
Esta vez los dos hombres se pusieron en guardia juntos, frente a frente.
—¿Te acuerdas, Pietro? En otra época ya cruzábamos las espadas entre nosotros… para divertirnos.
—Esa época ha pasado.
Aseguraron sus posiciones, Pietro alerta, y Vindicati con gesto amplio; giraban el uno en torno al otro.
—Tal vez hubiera debido enrolarte entre los míos, Pietro. Aún estamos a tiempo… ¿Por qué no unirte a mí?
—Sabías que era inútil, Emilio. Has tratado de utilizarme. Y hoy ya no eres nada. Estamos aquí, los dos solos. Y el mundo entero se ríe de lo que pueda ocurrimos.
Se quedaron en silencio.
El impacto de los golpes resonaba en Santa Maria Novella. Vindicati no había perdido ninguna de sus habilidades; antiguo maestro de esgrima, en el pasado había contribuido a la formación de Pietro cuando lo reclutó como agente de la Serenísima. Entre el antiguo mentor y la Orquídea Negra se estableció entonces una relación filial. De aquello ya no quedaba nada, sino este duelo a muerte. Los dos hombres avanzaban y retrocedían en el transepto, al ritmo de sus recíprocos asaltos, lanzando exclamaciones. Paraban, lanzaban un mandoble, contraatacaban, respondían a las estocadas con estocadas. Las hojas silbaban como serpientes, entrechocaban brevemente o se deslizaban la una sobre la otra desde la punta a la empuñadura. Pero, con cada golpe que encajaba, un dolor agudo subía por el brazo de Pietro y estallaba en su cráneo. Sabía que no podría mantener mucho tiempo aquel ritmo. En un arranque de furia, consiguió empujar a Vindicati hasta las hileras de asientos, en el ala derecha de la nave. La Quimera estuvo a punto de tropezar entre los bancos, y Pietro creyó que había llegado su momento. Pero Vindicati recuperó el equilibrio. El combate aún era incierto. En lugar de cargar de nuevo, Emilio retrocedió entre las hileras, hacia la oscuridad. De pronto, se volvió lanzando una carcajada y desapareció detrás de un pilar.
Pietro estaba empapado en sudor. Podía oír el jadeo de su respiración. Su corazón latía desbocado. A su alrededor, había vuelto a hacerse el silencio; no había rastro de Vindicati. Con la mirada apuntando al lugar donde se había desvanecido la Quimera, Pietro se abrió camino con precaución entre los bancos, atento a no tropezar también. Al llegar al otro lado, entornó los ojos. Detrás del pilar se abría una de las capillitas que enmarcaban la capilla mayor, iluminada por un grupo de cirios. Un fresco de Giotto que representaba una escena religiosa se desplegaba detrás de las llamas oscilantes de las velas. Pietro siguió avanzando.
«¿Dónde estás? ¿Te mostrarás de una vez?».
Se volvió súbitamente, temiendo ser asaltado por detrás.
Nadie.
Vindicati reapareció bruscamente, como un fantasma. Lanzó un grito pavoroso. Pietro evitó su espada por muy poco. Inmediatamente reaccionó y creyó encontrar la brecha, decidido a acabar de una vez por todas con la superioridad de su adversario. Golpeó con fuerza; Vindicati le sorprendió por su rapidez al esquivar, a su vez, el golpe. La hoja de Pietro se aplastó contra la piedra. Una espantosa descarga ascendió por su brazo, que vibró de arriba abajo, mientras su espada, que no había conseguido hacer mella en el muro, se partía en dos. Pietro se encontró con la empuñadura en la mano y solo unos centímetros de acero, en el momento en que Vindicati volvía a incorporarse. En un impulso súbito, Pietro lanzó el pomo contra el rostro de su adversario. No hubiera podido elegir mejor momento, porque este se encontraba ahora al descubierto. Tras el golpe, Emilio retrocedió unos pasos, y de nuevo cerca del altar mayor, cayó sobre los peldaños y soltó a su vez el arma.
A Pietro le había costado caro este último esfuerzo. Tenía la sensación de que todo su brazo era una única herida abierta. Lo que quedaba de su espada cayó al suelo. Se precipitó hacia delante para coger la de Emilio, que retrocedía junto al altar. Furioso, Vindicati fijó la mirada en uno de los grandes cirios de la capilla mayor, encajado en un alto pie de bronce dorado. Con un golpe de talón hizo saltar el cirio por los aires y sujetó el pesado instrumento. Ahora lo sostenía con las dos manos. El pie tenía un alcance mayor que la espada de Pietro, que estaba fatigado y herido; pero le resultaba más difícil moverlo. Los dos hombres rodearon el altar, y el combate se prolongó en la nave lateral izquierda de la iglesia. De nuevo se observaron, dudando en tomar la iniciativa del primer golpe. Pietro, con mano temblorosa, intentó una extensión, que se perdió inútilmente en el vacío. Vindicati, por su parte, se encontraba en una situación parecida; con su mango de bronce, se dedicaba a barrer el espacio para mantener a Pietro a distancia. Así pasaron varios segundos durante los que Pietro y su adversario azotaron el aire. Un poco más lejos, las llamas del cirio que Vindicati había hecho saltar lamían uno de los cortinajes púrpura que enmarcaban el altar. De pronto, el tejido se inflamó por entero. El fuego amenazaba ahora con propagarse al ábside.
En ese momento, Emilio, reuniendo todas sus energías, se descubrió durante una fracción de segundo, con los hombros en tensión, pivotando sobre sus caderas para dar el golpe de gracia. El pie de bronce describió un arco de círculo en el espacio. Pietro se agachó…
«¡Ahora!».
… y se lanzó hacia delante de nuevo.
Imagen singular. La Quimera, el Diablo, Emilio Vindicati, antiguo jefe del Consejo de los Diez, acababa de ser ensartado por su propia hoja; atravesado bajo la Trinidad de Masaccio, con la espada clavada en un montante de madera, no lejos del pilar donde se elevaba hacia el cielo un púlpito de piedra tallada de Cavalcanti.
La mano de la Orquídea Negra permaneció crispada sobre el pomo, profundamente hundida en el cuerpo de su enemigo. Los dos hombres, cara a cara, no se movían. El aliento de Vindicati era ahora de cobre. Un aliento de sangre. En el primer instante, sus rasgos se habían endurecido, recuperando una expresión habitual en él y familiar a Pietro; una expresión de dureza, de autoridad, apropiada al papel que había desempeñado durante tantos años: el de jefe de los Tenebrosos. Luego, al comprender que Lucifer había sido vencido, su rostro se descompuso. Palideció; sus cejas estaban arqueadas y su boca se abría en un estupor mudo. Sus ojos recuperaron el brillo de locura que los había animado en otro tiempo y giraron en sus órbitas. Trató de ver qué ocurría más abajo. Un hilo de sangre escapó de su boca. Lanzó un hipido. Pietro no soltaba la presa. Las manos de Emilio se posaron sobre los hombros de su antiguo amigo, como si buscara apoyo. Tal vez quiso articular algo, pero no lo consiguió. Finalmente Pietro retrocedió. Las manos de Vindicati cayeron pesadamente a lo largo de su cuerpo. Un poco más lejos, el pie de bronce yacía en el suelo.
Vindicati agonizó todavía durante unos segundos. Allí estaba, como un muñeco, bajo la imagen de Cristo crucificado, la misma que había hecho componer para el asesinato de Marcello Torretone en el teatro San Luca; Lucifer pisoteado, a los pies de la Trinidad. Pietro recordó de pronto el dibujo de la Puerta del Infierno que había entrevisto en la Librería de Vicario al inicio de su investigación. Esa ilustración con perfumes cabalísticos descubierta en un libro con estuche de fieltro y terciopelo, escrito con letra seca y gótica. En él se veía la Puerta, inmensa, colocada en el suelo como una estela o un ciprés funerario, y al Príncipe de las Tinieblas con figura de macho cabrío, con los demonios surgiendo de su carne por encima de esos montones de cráneos, de sombras muertas, de rostros aullantes, de miembros entrelazados. El cuadro al que ahora se encontraba clavado Vindicati evocaba de pronto este grabado, el drapeado de Lucifer abriéndose sobre los abismos, mientras la Trinidad transfigurada acababa de perderse en la oscuridad de esas líneas de fuga, condenando al Tentador para siempre jamás. Pietro recordó también la inscripción que había sobre la Puerta: «Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate». «Abandonad toda esperanza, los que aquí entráis». Al fondo, cerca del altar mayor, los cortinajes acababan de consumirse entre las llamas lanzando a su alrededor un velo de niebla. Por fortuna, el fuego ya no podía atacar la piedra. Aquella tregua bastaría. Sí, hoy el fuego sería vencido, como el Diablo.
Finalmente, el cuerpo de Emilio Vindicati quedó inerte.
Y tomamos el camino ese encubierto
para volver al luminoso mundo,
y sin darnos reposo, al descubierto subimos,
él primero y yo el segundo, para admirar, por fin,
las cosas bellas del cielo, y desde aquel hueco profundo
salimos a dar vista a las estrellas.
Pietro dejó caer su espada y se llevó la mano al brazo, gimiendo. Esta vez todo había acabado de verdad. La Quimera había abandonado este mundo.