CANTO XIX

Los violentos

Ottavio y Campioni estaban muertos.

Uno por la intervención inesperada de la Orquídea Negra; el otro, por la de un aliado de los Estriges. En cierto modo, los dos senadores se habían neutralizado.

No era tan grave.

Al parecer, Ottavio no había tenido tiempo de revelar nada. Y hubiera podido convertirse en un estorbo. Igual que Minos, que desde hacía un tiempo tenía tendencia a ir más allá de las consignas, sin duda por un exceso de celo. Pero también eso, a partir de esta noche, tendría solución.

En algún lugar de Venecia, el Diablo, de pie ante un gran espejo oval rodeado por un marco de madera finamente labrada, al modo de un espejo de tocador, sonreía mientras se llevaba a los labios una mano cubierta de anillos. El Carnaval empezaría mañana, y se había entretenido en preparar ese disfraz aun sabiendo que en ningún caso lo llevaría durante las festividades. Imitar al dux estaba, por descontado, prohibido. Pero al Diablo le importaba muy poco la prohibición. No era eso lo que le detenía; era, simplemente, que pronto la Serenísima no tendría ningún dux en absoluto. Rio, contento de verse disfrazado así. Se revestía con aquellos oropeles como un símbolo funerario dedicado al hombre a quien auguraba su inminente desaparición, títere devorado sin remisión por la hoguera. Adiós, Francesco Loredan. Volvió a reír, y luego, levantando un brazo, se puso a canturrear una letanía.

El Consejo elige a treinta,

de los que permanecen nueve en liza,

y esos nueve eligen a cuarenta;

de ahí la gloria doce alcanzan

que eligen luego a veinticinco;

pero de estos quedan solo nueve

que presentan justo a cuarenta y cinco,

de los que once exactamente

eligen a los cuarenta y uno

que en una sala cerrada,

con veinticinco votos y no menos,

dan al serenísimo hacedor

de leyes, ordenanzas y preceptos.

Así, siguiendo un procedimiento de extrema complejidad y a través de un colectivo de cuarenta y un nobles, se entronizaba al dux de Venecia. A la salida de la iglesia, el más joven de los consejeros de la Serenísima designaba a un muchacho, el ballottino, para que extrajera de una bolsa las ballotte, unas bolitas que designaban a los treinta primeros electores. Esta etapa fundacional podía durar, por sí sola, varios días, y desembocaba en sorteos y elecciones parciales, hasta que al término de un increíble recorrido del aspirante, entre el azar y la voluntad aristocrática, el nuevo dux reunía a las veinticinco voces que le ofrecían acceder al trono. ¡Cuántas maniobras e intrigas alambicadas para prevenirse, como siempre, ante colusiones aún más graves! ¡Qué ilusión de esplendores que se derrumban! El Diablo se contemplaba y, lentamente, tarareaba una y otra vez su cancioncilla. Luego, por fin se cansó. Se quitó el cómo, ese famoso gorro ducal de inspiración bizantina, fabricado con resplandecientes brocados, bordados y rebordados de oro. La zogia, la «joya», como la llamaban los venecianos, cubierta como estaba por setenta resplandecientes gemas preciosas: rubíes, esmeraldas, diamantes y veinticuatro perlas en forma de gotas.

El Diablo, en realidad, poseía solo una vulgar copia.

Hizo una mueca ante el espejo; luego dejó caer el gorro y lo pisoteó despacio, minuciosamente.

La hora de Francesco Loredan había llegado. Venecia, ya conquistada, podría exponer por última vez sus despojos en la sala del Piovego. Los nuevos inquisidores los velarían, así como los oficiales elegidos para ejercer las funciones de responsabilidad de la Serenísima y los inevitables canónigos de San Marcos. Mostrarían el cuerpo a la multitud antes de llevarlo a la iglesia de San Giovanni e Paolo, al corazón de la sepultura de sus predecesores. En la procesión podría verse a la asamblea de los nobles vestidos de rojo, incorporados al Estado renaciente, al capítulo de San Marcos y a los músicos de la capilla Real, a los representantes de las Scuole Grandi, al clero secular y regular, a las corporaciones del Arsenal, a los tres Avogados di común, a procuradores del Estado, a los pensionados de los cuatro grandes operaldi, los notarios y secretarios de la Cancillería ducal, y a su jefe, el gran canciller. Y encabezando el cortejo se encontraría el propio el Diablo, la única muralla, el único depositario del poder capaz de defender a la Serenísima y restaurar la antigua primacía imperial, la de la reina de los mares.

¡Adelante, pues! Venecia esperaba al Diablo.

El tablero estaba preparado. Las cosas se aceleraban.

Las Fuerzas del Mal se reunían para asestar, por fin, el golpe de gracia a la vieja República.

Bajo la sorprendente cúpula de la sala de gala de la villa Morsini, en Marghera, Eckhart von Maarken y su aliado acababan sus preparativos. Habían optado por situar su nuevo cuartel general en Tierra Firme, a orillas del Brenta, para agrupar sus fuerzas. Reunidos bajo las circunvoluciones nebulosas de esa cúpula barroca, los Pájaros de Fuego se preparaban para el asalto. La mirada orgullosa de un dios antiguo parecía perforar ese cielo de pintura para contar a sus hijos extraviados. A uno y otro lado de la habitación, amplia y ovalada, grandes espejos reflejaban hasta el infinito a las sombras encapuchadas que se apretujaban en el interior. Había caído la noche, y grandes arañas inundaban de luz el estrado instalado para la ocasión, cubierto con una alfombra de color rojo sangre.

El reclutamiento de los Pájaros de Fuego había sido un trabajo largo y difícil. Este ejército heteróclito se apoyaba en una organización de lo más insólito. Agregado improbable de motivaciones a menudo dispares, e incluso contrapuestas, su composición estaba gobernada por el caos: mercenarios atraídos por la promesa de beneficios, funcionarios corruptos, nobles e intrigantes cansados de la letargía de las instituciones, gente de baja estofa, miserables, sin olvidar a los refuerzos de Von Maarken. Este tenía a sueldo a dos batallones austríacos, compuestos por su guardia personal embarcada en galeras en las costas del canal de Otranto, y por una soldadesca profesional que el renegado había apartado pacientemente de los designios oficiales de la corona austríaca. Las decepciones de la guerra de sucesión imperial habían alimentado muchas frustraciones, y al mismo tiempo habían permitido a Von Maarken engrosar sus filas. En realidad, los venecianos decadentes representaban solo la mitad de las tropas movilizadas secretamente. Húngaros, bohemios, e incluso algunos prusianos, se habían asociado a la operación; con un hábil truco de prestidigitación, Von Maarken había conseguido hacer ver a Federico de Prusia que tenía interés en contar con un aliado fiable a la cabeza de la Serenísima. Un juego peligroso, porque el duque austríaco, en caso de éxito, tenía intención de depositar a los pies de la emperatriz María Teresa esta victoria y recuperar de ese modo los favores de su gobierno; pero Federico y María Teresa eran adversarios feroces, y Silesia no era el menor de sus motivos de discordia. Von Maarken realizaba, pues, un doble juego, pero él estaba acostumbrado a este tipo de maniobras. En este sentido podía decirse que se sentía totalmente identificado con el temperamento veneciano.

El proyecto de Von Maarken había empezado a germinar en su espíritu a partir de una ocurrencia realmente singular. ¡Tomar Venecia al asalto! Algo que, más que una audacia, parecía una verdadera locura. Sin duda alguna, aquello hubiera sido totalmente impensable unos decenios atrás, y todavía hoy parecía serlo para todos aquellos que seguían creyendo en la aparente supremacía de la Serenísima. Pero Von Maarken solo había tenido que rascar bajo el barniz para tener la confirmación de lo que todo el mundo sabía: la República languidecía, se contemplaba sin reaccionar en el espejo de su decadencia; la nobleza se buscaba a sí misma, las administraciones bostezaban, los comerciantes estaban dispuestos a escuchar la voz de un nuevo amo. Otros imperios habían caído mucho antes que Venecia. ¡Adiós Imperio! Venecia ya era solo una ciudad. Y tomar una ciudad era algo perfectamente factible. Los artesonados no disuadirían a Von Maarken de intentar esta empresa temeraria; al contrario, le estimulaban. Así, empezó a considerar la cuestión con toda seriedad; y a medida que enrolaba bajo su secreta bandera a partidarios de la más diversa condición, usando prácticas tan viejas como las que utilizaban las corporaciones y la francmasonería, su sueño comenzó a tomar cuerpo. Reflexionó detenidamente, en busca de un verdadero plan de batalla, y no tardó en decidir el momento propicio para desencadenar el fuego: si debía realizarse un ataque, cualquiera que fuera, este debería tener lugar en las fiestas de la Ascensión, en medio del Carnaval. Una tregua por excelencia, un paréntesis durante el cual las propias autoridades de la ciudad, dispersas entre las multitudes enmascaradas, desbordadas por la extravagancia de la población, dudaban si mezclarse también en las celebraciones. Los puntos neurálgicos se encontrarían entonces mal guarnecidos, o incluso abandonados. Al pensar en ello, el duque rebelde sonrió. Venecia bien valía una guerra, y una vez conquistada, el Adriático, el Mediterráneo se abrirían a él. Una forma de redención final ante María Teresa. Nunca volvería a ser tratado como un paria, como un hereje entre los suyos.

Pero el elemento que, en la génesis de su plan, había marcado la diferencia entre las intenciones piadosas y la puesta en práctica de sus deseos, era la naturaleza de las complicidades que había encontrado en el corazón mismo de las instituciones de la República. Eso había acabado de convencerle de que la operación era factible. Von Maarken no ignoraba que el arte de la combinazione también formaba parte del alma italiana. Y había sabido jugar con este elemento con virtuosismo. Sus aliados institucionales y locales seguían siendo, sin embargo, un arma de doble filo. Había que reconocer que el Diablo, la Quimera, había sembrado el pánico en las filas de la Serenísima con un talento consumado. En cuanto a sus homicidios programados, todos respondían a una necesidad estríeta. No se había dejado nada al azar. Así, se habían visto forzados a deshacerse sucesivamente de Torretone, del sacerdote de San Giorgio y también del vidriero Spadetti, por no hablar del hombre que constituía, hasta ese día, el más precioso de sus trofeos: ¡el temible Emilio Vindicati, poderoso maestro ejecutor del Consejo de los Diez! Von Maarken contuvo la risa al pensar en ello. En cuanto a Luciana Saliestri, acostumbrada a recibir sobre su almohada las confidencias de todos, podía constituir también un peligro real; pero un peligro previsible. En un estadio en que la preparación del asalto todavía era incierta, no podían asumir el menor riesgo. Von Maarken quedó impresionado por la lucidez del Diablo, que, incluso antes de su primera entrevista en la villa de Canareggio, había empezado a alinear sus peones y, sabiendo que inevitablemente deberían deshacerse de algunos obstáculos molestos, se las había arreglado para tejer su plan de golpes ritmados, utilizando como argumento ese guiño obsceno al mayor poeta italiano de todos los tiempos. Eckhart quería creer que originalmente solo la necesidad imperiosa de mantener en secreto la conspiración y la identidad de sus autores había guiado la mano de la Quimera; a través de sus cuadros dantescos y esotéricos, su asociado se había esforzado en despistar al adversario. De hecho, tanto Viravolta como Ricardo Pavi seguían enredados en sus hilos. La preparación del panóptico y las sustracciones del Arsenal habían sido igualmente una verdadera hazaña. El Diablo era un artista en cierto modo. Pero justamente eso preocupaba a Von Maarken. ¿Qué necesidad había de tanta puesta en escena? El espectáculo había acabado por volverse contra ellos. Se estaban excediendo, pecaban de soberbia. Sembrar pistas falsas era una cosa, pero atraer desmesuradamente la atención era otra. El Diablo era un jugador. Como Viravolta, que no había tardado demasiado en encontrarse tras la pista, no del acto de un loco aislado, como hubiera podido pensarse —y como durante un tiempo el Diablo se había divertido en hacer creer—, sino de un grupo de intereses. Sin demasiada dificultad había adivinado la implicación del vidriero de Murano; luego descubrió las maniobras realizadas en el Arsenal y la existencia del panóptico. Y aunque en último término no hubiera dado demasiados frutos, la investigación ordenada por el dux, pensaba Von Maarken, se había puesto en marcha demasiado pronto. La vigilancia de las autoridades no se relajaría durante el Carnaval, como habían calculado, sino que, al contrario, se reforzaría; el Arsenal se mantendría en alerta, algo que podía revelarse decisivo y que ciertamente era resultado del estetizante y colosal ego de su aliado. Desbordado de confianza, este gozaba visiblemente con la situación. ¿Inconsciencia? ¿Megalomanía? Algo había de eso, sin duda, al mismo tiempo que un talento organizador a toda prueba y una clarividencia de primer orden en la preparación meticulosa del plan. Por eso, en el fondo, Eckhart se sentía profundamente inquieto. Aún se negaba a plantearse un fracaso —pues el fracaso significaría inevitablemente la muerte, para él en primer lugar—, pero no compartía el optimismo incondicional del Diablo, a quien miraba a veces con una admiración teñida de envidia, y otras con una desconfianza creciente. Y Eckhart no era tonto. Si la República caía, existía el riesgo de que las ambiciones del Diablo fueran mucho más allá de lo que efectivamente podía pretender. Una vez eliminado Loredan y conquistados los símbolos del poder del dux, con las instituciones dominadas, no quedaba excluido un enfrentamiento de otro orden. Von Maarken era muy consciente de que no se encontraría al abrigo de las querellas intestinas, y de que él mismo podía verse amenazado por ellas. Una eventualidad para la que debía prepararse desde ahora.

No muy lejos de él, el Diablo arengaba a la multitud como acostumbraba. Había algo singular en su forma de actuar, que oscilaba entre la locura de opereta y la mayor de las seriedades. Encaramado en su estrado de terciopelo, recapitulaba el desarrollo esperado de las hostilidades. Habría cuatro principales teatros de operaciones. El primero, en las inmediaciones del Rialto y las oficinas judiciales, que habría que tomar lo más rápido posible; entonces las oficinas estarían cerradas y la operación debería poder ejecutarse con un coste mínimo. Luego, el Arsenal, para cortar la salida a los barcos destinados a reforzar al enemigo, cuando las embarcaciones de Von Maarken, enarbolando sus gallardetes austríacos, y las fragatas de apoyo aparecieran en las inmediaciones de la laguna. Seguiría el Bucentauro, navío de gala que llevaría al dux sobre las aguas. Y para terminar, la plaza de San Marcos y el palacio, naturalmente la parte más delicada del asalto. Otros tantos puntos neurálgicos que habría que conquistar uno tras otro, aprovechando el bullicio. Concentrado en la movilización de sus partidarios, el Diablo desgranaba ahora un rosario de directrices, mientras en su fuero interno redibujaba ya las instituciones venecianas a imagen de sus sueños.

Pensaba en la abrogación pura y simple del Senado y en la concentración de poderes en un Consejo único, limitado a la administración de las Magistraturas y de los Quarantie, cuyo número sería reducido a la mitad; en el fin de la rotación de los cargos y los puestos públicos, a través de la cual, durante mucho tiempo, la Serenísima había creído evitar cualquier posibilidad de toma del poder unilateral; en la tutela que debería ejercerse sobre el Arsenal mediante la recuperación del control sobre los Diez, que incorporarían a veintinueve inquisidores gubernamentales y mantendrían su estrecha vigilancia sobre las corporaciones, así como sobre las Scuole Grandi, obras de beneficencia de la ciudad. Fantaseaba con la consagración de un patriarca depositario de las funciones de soberanía del Estado (él mismo, naturalmente), que decidiría, en última instancia, todos los asuntos políticos de importancia; reforzaría las penas de prisión y las ejecuciones capitales destinadas a erradicar el bandidaje y la prostitución; se controlarían los flujos del extranjero mediante la creación de un nuevo permiso de circulación. La reconquista territorial en el Adriático y el Mediterráneo sería una realidad, sin tregua a los opositores al régimen, se verificarían mensualmente las tasas y derechos de aduana para nutrir el Tesoro. El Diablo también pensaba en la retrocesión del derecho de edición de gacetas y de información a los poderes oficiales en exclusiva, así como en la reforma de los Señores de la Noche, transformados en milicias del Estado, que patrullarían diariamente en los sestieri para detectar los casos de fraude y de criminalidad y para verificar el correcto desarrollo de la actividades comerciales. Y la lista no acababa ahí: toda Venecia tendría una única justicia, dependiente del poder político y garante de su seguridad y su irradiación exterior. Y él, el Diablo, devuelto ahora a la única realidad de una autoridad vigorosa, dejaría caer la máscara para llevar su misión a buen fin. Se habrían acabado las charadas, los ineptos y los cuadros dantescos; sería el Poder, expuesto a la vista de todos. Y si permanecían aún algunos obstáculos, estos caerían uno a uno, a imagen de Giovanni Campioni y sus vanas utopías…: una buena operación sin duda. El Diablo sonreía aún al pensar en ello. El senador nunca volvería a cruzarse en su camino. Y nadie más se atrevería a hacerlo. La Quimera se volvió un instante hacia Eckhart von Maarken. El austríaco observó esa mirada y en su rostro se dibujó un rictus que pretendía ser cortés.

«Sí —pensó Von Maarken—, pronto me ocuparé de ti».

El Diablo, por su parte, ocultando una mueca bajo la máscara, le respondió con una inclinación de cabeza.

«Pobre duque imbécil. Pensar que ni tú mismo sabes que no eres más que un peón».

Los dos hombres se dieron la mano, y juntos levantaron sus brazos sobre los Pájaros de Fuego en signo de victoria.

Cuando todo hubo acabado, Andreas Vicario salió por fin de su escondite secreto. Aguzó el oído: el silencio era absoluto. El lugar estaba desierto de nuevo. Sonriendo, se pasó un dedo por los labios. Sus dientes parecieron brillar un breve instante a la luz de las arañas, como los de una criatura pérfida que hubiera surgido súbitamente de la oscuridad. Con gesto elegante, alzando su larga manga en el aire, Andreas apartó un pliegue de la cortina, descubrió el reducto invisible en el muro y accionó la palanca que ocultaba. Un panel de la biblioteca se cerró con un ruido sordo, acompañado por un largo chirrido. Siempre había sabido que algún día los retorcidos planos que el arquitecto había concebido bajo sus órdenes se convertirían en su tabla de salvación. Toda el ala oeste de la villa se había reformado, primero para contener los libros, y luego para que él pudiera disponer de una salida discreta y eficaz. Mientras recorría los pasillos abarrotados de manuscritos, Andreas trató, por enésima vez, de recapitular los últimos acontecimientos. Había dispuesto de unas horas para reflexionar. No sabía cómo, pero el dux había barruntado su implicación en la conspiración contra el Estado. ¿Le habría traicionado alguno de los Pájaros de Fuego que tenía a sueldo? ¿Alguien, tal vez el astrólogo Frególo, había hablado demasiado? ¿O tal vez había sido obra de la paradójica clarividencia de la loca Arcangela Torretone, sumida en el silencio del monasterio de San Biagio? ¿Había acabado por adivinar, esa mujer, los rasgos del que en su presencia se había hecho pasar por Lucifer? La Quimera había decidido no eliminar a Arcangela, pensando que sus delirios no saldrían de los muros del convento. Después de aquella entrevista decisiva, en la que Andreas había conseguido aterrorizar a Arcangela hasta el punto de exacerbar su locura, penetrar de nuevo en el recinto de San Biagio se había convertido en una empresa muy delicada. La madre superiora y sus monjas estaban sobre aviso. De modo que lo había dejado correr. Andreas se maldecía hoy por haberlo hecho. ¡Pero en fin, tampoco se podía crucificar a toda Venecia! En todo caso, la situación era grave. Ante esta idea, la sonrisa se borró del rostro de Vicario; su expresión se hizo sombría. Luego la certidumbre de que el momento de la verdad estaba cerca le tranquilizó; solo le quedaba reunir provisiones para aguantar hasta que llegara el momento oportuno, aquel en el que también él podría salir de nuevo a la luz. Al mismo tiempo, debía encontrar a cualquier precio un modo de ponerse en contacto con sus compañeros. Redoblando la prudencia, eso sí. En este mismo instante tenía buen cuidado de no señalar su presencia. Una breve ojeada a través de una ventana, detrás de una pesada cortina de tela, bastó para confirmar sus temores: un grupo de soldados vigilaba la entrada de la villa, ante el canal. Vicario levantó una ceja, se mordió los labios; luego continuó su marcha. Las hileras con los millares de libros que su familia había reunido durante tantas generaciones desfilaban a su lado.

El nuevo Behemoth, E. de Paganis, Ginebra, 1545.

Historia de las brujas y la brujería, abad Meurisse, Loudun, 1642.

In Cathedral’s Shado w, William Terrence, Londres, 1471.

Andreas pensaba abandonar la Librería franqueando la puerta que conducía hacia la otra ala del edificio. Desde allí iría a su salón a buscar los centenares de ducados que había escondido en el interior del mapamundi. Cogería sus armas y el sello de identificación que necesitaba. Con un poco de suerte, tendría tiempo de llevarse también algo de comida y bebida. Luego volvería a la biblioteca, al pasaje en la sombra y la escalera, y desde allí, por la puerta oculta, a la parte posterior de la casa, donde le esperaba una góndola. Así podría salir de aquel mal paso. Cuando los hombres del dux y la Quarantia habían acudido a su casa, hacía unas horas, había tenido el tiempo justo para deslizarse detrás del panel móvil del segundo piso. Esta vez tendría tiempo más que suficiente para preparar su partida sin ser visto y dirigirse a Marghera. Sí, allí estaría a salvo…

Se detuvo.

Por un instante había tenido la sensación de que una sombra se deslizaba no lejos de él.

Miró ansiosamente alrededor, preparado para todo. ¿Le habrían descubierto los soldados? ¿Había otros en el interior de la casa? Permaneció unos segundos inmóvil, aguzando el oído.

Nada.

Siguió adelante.

Melquisedec, anónimo, Milán, 1602.

Invocaciones al Diablo, anónimo, París, 1642.

Diabolus in Música, E. Lope-Tenezar, Madrid, 1471.

Vicario pensó que, si la suerte estaba de su parte, podría llegar a Marghera antes del día siguiente. Tal vez allí ya estaban preocupados por su ausencia; aunque la norma de anonimato absoluto que debía prevalecer en sus reuniones secretas no permitía, ni mucho menos, asegurarlo. Tendría que encontrar un caballo al salir de la laguna y dar aviso a algunos de los suyos; luego iría a ver a la Quimera y a Von Maarken en persona. Frunció el entrecejo. Sí, fuera como fuese, debía llegar antes del alba; no era solo una cuestión de «comodidad personal», oh no, era cuestión de vida o m…

Se detuvo de nuevo y sus miembros se tensaron.

Había oído algo esta vez, estaba seguro.

Algo parecido a un gruñido, sordo, profundo, característico.

Sintió que un sudor frío brotaba de sus axilas.

Andreas Vicario vio unos ojos que brillaban no muy lejos, muchos ojos, tres pares al menos, como los de un Cerbero escapado de los Infiernos.

«Pero ¿qué…?».

En ese instante Andreas Vicario realizó un rápido cálculo; una intuición luminosa surgió en él, y le inspiró un terror sin nombre; pero apenas tuvo tiempo de pensar en la formidable intuición que acababa de imponerse en su cabeza.

Desde todos los rincones de laLibrería, las sombras se abalanzaron sobre él.

El problema del Mal de Andreas Vicario, miembro del Gran Consejo

«De la desconfianza hacia el Mal», capítulo XXI

Tal vez sea preciso explicar por qué existen aún algunos que creen que a largo plazo el Mal está condenado a desaparecer: no siendo por esencia sino desconfianza y traición, este no sabría concebir una organización estable, ni asentar su poder y su dominación, si no fuera sobre una materia transitoria y corrompida. Dicho en otros términos, la traición encarnada por el Mal llegaría a un punto tal que este acabaría por traicionarse a sí mismo, como Pedro al renegar de Cristo o Judas al empujarle a la Cruz, si estos dos hombres no hubieran buscado, uno en el apostolado, y el otro en el ahorcamiento, alguna forma de redención. De ahí se sigue que el Mal, al no poder confiar en sí mismo, cavaría fatalmente su propia tumba y su propio fin; sería causa de su propia pérdida, preparando así, sin quererlo, lo que más teme desde la Noche de los Tiempos: el Triunfo del Dios bueno del que abomina.

En suma: no se podía confiar en nadie. Andreas Vicario tenía razón.

La Orquídea Negra llegó al lugar unas horas antes del alba. Unos aullidos lúgubres habían surgido de laLibrería, y a la vuelta de un talud, uno de los Señores de la Noche que patrullaban por el barrio se había dado cuenta de que pisaba sangre: la sangre de los soldados que la Quarantia había apostado ante la villa de Canareggio. Desde el inicio de la noche, todo había ido mal. Pietro se recuperaba aún con dificultad de la súbita muerte de Giovanni Campioni. Durante mucho tiempo, Pavi y el senador habían estado discutiendo si debían presentarse a esa misteriosa invitación en el cementerio de Dorsoduro. El propio senador había insistido en hacerlo, esperando ofrecer así a los hombres de la Crimínale una oportunidad para identificar a uno o a varios Pájaros de Fuego. Pero había ocurrido lo que Pietro más temía: otro asesinato, el del Sexto Círculo. Campioni había sido arrojado a la tumba como herético y apóstata por haber buscado otra forma de llevar los asuntos públicos. Conociendo el habitual cinismo de la Quimera y su afición por el espectáculo, Pietro sabía que esa entrevista nocturna era una locura. Ningún argumento había conseguido disuadir al senador, trastornado todavía por el recuerdo de Luciana y su deseo de vengarla. Pero en un instante, un virote de ballesta, lanzado sin duda desde la altana de una villa próxima que dominaba el cementerio, había puesto fin a su vida. «Pero ¿qué otra cosa podía esperarse?», pensó Pietro, furioso. El senador tardó en informar a Pavi del mensaje que había recibido; cuando lo hizo ya había tomado una decisión y se disponía a dirigirse al cementerio. Tuvieron que improvisar en un momento en que la mayoría de los agentes y las fuerzas de policía se habían lanzado ya tras la pista de Andreas Vicario. Y a pesar de todas sus precauciones, Pavi y sus auxiliares no tuvieron tiempo suficiente para proceder a un registro exhaustivo en el Dorsoduro. No pudieron prevenir ese disparo aislado ni tampoco identificar su procedencia antes de que el asesino hubiera tenido tiempo de huir tranquilamente. Podía decirse que la determinación de Campioni se había vuelto contra él, su impulsividad había acabado por conducirle a la muerte; pero, en ausencia de la Orquídea Negra, Pavi había cometido un grave error al decidir seguirle en lugar de impedir que acudiera al cementerio. También él había sido víctima de su curiosidad y de la necesidad de actuar. Hubiera sido preciso, al contrario, retener al senador, por la fuerza si hacía falta. Pero era más fácil llegar a esta conclusión a posteriori. Tal vez Pietro, en esas circunstancias, hubiera actuado del mismo modo. Aparentemente, la actitud de Giovanni Campioni en ese momento no había dejado espacio a ninguna duda o contradicción. En todo caso, lo cierto era que las cosas estaban lejos de arreglarse, y por más que estos hechos hubieran multiplicado la rabia y la voluntad de revancha de Pietro, los Nueve y la Quarantia, todos dudaban de que en la Librería de Vicario les esperaran buenas noticias. La vergüenza había caído sobre ellos, y también allí se podía temer lo peor.

Al menos Ottavio había quedado fuera de juego. Viravolta había informado a Pavi del episodio de Santa Croce, y este había avisado inmediatamente al dux. Desbordado y desalentado, Francesco Loredan no había podido decidirse a dar ninguna instrucción, totalmente absorbido por la inminencia de la Ascensión, que ahora se situaba por delante de cualquier otra consideración.

Esta era la situación cuando el Señor de la Noche, con su manto negro, levantó la linterna ante su rostro enmascarado para ver el de Pietro. Pavi se había quedado en el palacio, pero un nuevo destacamento de soldados acompañaba a Viravolta. Este distinguió, en una esquina de la villa, una silueta inclinada sobre un amontonamiento de cuerpos. Por el espacio de un instante, creyó reconocer el perfil característico de Antonio Brozzi, el médico de la Crimínale. Con los hombros hundidos, la espalda encorvada y su barbita cortada en punta, el médico hundía una mano en su bolsa lanzando un «¡Buf!» de cansancio y de asco. Habían tenido que despertarle en plena noche. Pietro se volvió hacia el hombre que sostenía la linterna ante él. Empezaba a caer una lluvia fina.

—¿Los han matado a todos?

—Eso parece. Nadie ha entrado ni ha salido de la villa desde que los descubrimos. Le esperábamos.

Pietro alzó la mirada hacia la fachada de laLibrería, ajustándose bien el sombrero. Algunas gotas de lluvia le cayeron en los ojos. Le pareció que el cielo lloraba, cuando él era todo cólera y deseo de venganza. Cogió las pistolas que llevaba al costado e hizo una señal a los soldados, armados también con pistolas, picas, espadas y armas arrojadizas, para que le siguieran al interior de la casa. Tras ellos, un poco apartado, se encontraba Landretto, que había vuelto para anunciar a su amo que Anna Santamaría se había ocultado en un lugar seguro, en casa de una de sus antiguas amigas, en el sestiere de Castello, y se disponía a volver allí para garantizar su protección. Sin haber recibido la autorización para hacerlo, el criado siguió los pasos de la Orquídea Negra y de su grupo.

Todos entraron por la puerta principal de la villa.

Franquearon el vestíbulo, rodeando la fuentecilla de aguas rumorosas, antes de penetrar en la loggia de la planta baja. Pietro dejó a algunos hombres de guardia junto al cortile que daba a la calle. Una ojeada circular bastó para hacerle revivir todas las sensaciones que había experimentado la noche en que Andreas Vicario había dado su famoso baile. Aquí, precisamente, había conversado con Luciana por última vez. Pietro miró las chimeneas, a uno y otro lado de la habitación; las mesas desnudas, que vigilaban las estatuas de esclavos pintadas. No hacía falta esforzarse demasiado para recordar las luces, las parejas enmascaradas dando vueltas en medio de los cotillones y los pétalos de flores y los bufetes desbordantes de manjares. Pero esa noche la loggia tenía un aspecto muy distinto: sumergida en la penumbra, despojada de todos sus oropeles, había sido devuelta al polvo y a la apagada oscuridad de una casa que había albergado a un asesino y un perjuro. Ya nadie bailaba, las orquestas habían callado, y en ese «patio» rodeado de sillones y divanes donde entraba ahora, no había mujeres con los vestidos levantados, antifaces yaciendo en el suelo, manos abandonadas en los ángulos de los sofás. Pietro subió rápidamente la escalera, encontró el pasillo y la puerta tras la que había sorprendido al Pájaro de Fuego con larva y velo negro que acababa de colgar a Luciana. Los soldados que le acompañaban abrían, una tras otra, las puertas de las habitaciones; se dispersaban por toda la villa. Viravolta se aventuró hasta el extremo del pasillo. Allí se encontraba la puerta que comunicaba con la Librería, en la otra ala de la vivienda. Pietro se inclinó y pegó la oreja a la puerta durante un instante. Nada. Entornó los ojos y movió el pomo.

Lentamente, la puerta se abrió.

La Librería aún estaba iluminada, una decena de estanterías se alineaban ante él. Permaneció unos segundos sin moverse en la entrada de ese laberinto y luego continuó la marcha. Sus pasos quedaban ahogados por las mullidas alfombras verdes que adornaban los pasillos. Giró en una esquina, luego otra vez, y otra. Finalmente llegó a la avenida central. Una quincena de metros le separaban aún del fondo de la primera sala de la biblioteca. Al extremo de esa larga perspectiva, Pietro captó unos movimientos furtivos, sombras curvadas sobre otra forma indistinta. Hasta él llegaron unos jadeos. Pietro se encontraba en el centro de la habitación; la disposición en estrella lo convertía en el punto de convergencia de las diferentes hileras de estanterías del lugar que, después de un doble codo en ángulo quebrado, volvía a un plano más rectilíneo y clásico. Pietro había avanzado unos pasos más. La visión de la escena al fondo de la sala se hizo más precisa: comprendió entonces que había interrumpido un perturbador festín.

En el mismo momento en que se hacía esta reflexión, de los diferentes pasillos que tenía ante él, surgieron los monstruos. Unas masas negras, hambrientas y aullantes se precipitaron hacia Pietro.

«Pero ¿qué…?».

Pietro lanzó un grito y retrocedió un paso. Con la pistola en el extremo de su brazo extendido, apuntó a uno de los perros, que, con los belfos espumeantes, ladraba salvajemente mientras continuaba su carrera. La detonación resonó, entre una nube y olor de pólvora. El perro recibió el proyectil en plena cara y, tras frenar en seco, se recogió sobre sí mismo con un chillido antes de caer al suelo. En el mismo instante, Pietro había girado hacia su izquierda para utilizar la segunda pistola. Otro perro cayó y luego se levantó sobre sus patas, tambaleándose. Solo estaba herido; sus ojos chispeantes brillaron con un furor ciego, y siguió arrastrándose hacia delante. Pietro dejó caer las armas de fuego mientras dos soldados irrumpían en la Librería lanzando exclamaciones. Las pistolas cayeron a su lado, sobre la alfombra, mientras desenvainaba su espada. Uno de los perros de la jauría saltó en ese momento, dispuesto a rajarle la garganta. Pietro le recibió con la punta de su espada; la hoja le atravesó de parte a parte y Viravolta acompañó su caída al suelo. Los dos soldados se habían apostado a su lado y, en medio de los gorgoteos de agonía de las bestias enfurecidas, le ayudaron a despejar el terreno. Se había dado la alerta, y todo el destacamento convergió hacia la Librería. El rostro de Landretto apareció en el marco de la puerta. El criado preguntó enseguida por el estado de Pietro.

Este había avanzado hasta alcanzar el fondo de la biblioteca. Allí descubrió el cuerpo de Andreas Vicario.

Sus ropas negras estaban destrozadas y manchadas de sangre. Aquí y allá, los belfos húmedos y las mandíbulas aceradas de los perros habían dejado el hueso al descubierto, bajo jirones de carne. Pietro, agachado, con una mano sobre la rodilla, murmuró:

—«Disipadores, desgarrados por las perras…».

Landretto había llegado a su lado.

—¿Qué dice?

Pietro levantó los ojos. Apretó los dientes.

—Los violentos, Landretto. Los suicidas transformados en árboles, que se hablan y se lamentan; los disipadores, desgarrados por perras, en el segundo recinto… Los acompañan los sodomitas, los enemigos de Dios y del arte…

—¿Quiere decir que…?

Pietro contempló de nuevo el cadáver.

—Una vez más nos encontramos ante una acción premeditada. Es evidente que este hombre era solo un cómplice que se había convertido en un estorbo. Vicario ha sido engañado, traicionado por su propio partido. Sin duda también él se estaba convirtiendo en un peligro. Tal vez sabían que había sido desenmascarado. Pero ¿cómo? Landretto… ¿habrá un traidor en nuestras filas? ¿Otro informador?

Viravolta y el criado intercambiaron una larga mirada.

—Regresa con Anna —dijo Viravolta—, y no la pierdas de vista ni un segundo. Volveremos a vernos cuando todo haya terminado.

El grupo de soldados se acercó. Uno de ellos, al descubrir el cuerpo, se llevó dos dedos a la nariz en un gesto de repugnancia.

Andreas Vicario, llamado Minos, juez de los Infiernos y brazo derecho de Lucifer, había abandonado la escena, asesinado por los suyos.