CANTO XI
El baile de Vicario
El problema del Mal de Andreas Vicario, miembro del Gran Consejo
«De la mentira en la política», capítulo XIV
La principal manifestación del Mal en la política consiste en el empleo de la mentira, pero a través de uno de sus habituales giros, esta constituye también su sal y su esencia; muchos piensan que es, por otra parte, necesaria, bien para preservar al pueblo, bien para mantenerlo en un estado en que no corra el riesgo de erigirse en un obstáculo para el poder. Esa es la razón de que todo régimen funcione según el principio de un juego de engaños, en el que se encadenan promesas de felicidad que el desempeño real del ejecutivo se encarga luego de soslayar, desplegando tanto talento como destreza. A la fatalidad oligárquica de la organización en grupos de intereses responde la utopía de la defensa del interés general. Yo declaro hoy que Atenas ha muerto y que de todo esto solo queda el rostro único del egoísmo humano. ¿No es Satán el primero de los mentirosos? Por eso, precisamente, se encuentra tan cómodo en la antecámara de los grandes de este mundo.
Landretto esperaba a Viravolta en la góndola que debía conducirles hasta la villa de Andreas Vicario. La fiesta que daba el miembro del Consejo era un baile de disfraces, y en circunstancias normales, Pietro habría estado encantado de aprovechar la ocasión para conquistar algunos corazones o al menos divertirse un poco, como en los viejos tiempos; pero la perspectiva de encontrarse allí con Emilio Vindicati, los agentes disfrazados de la Quarantia y el embajador de Francia recién desembarcado no le complacía demasiado. Los diplomáticos extranjeros solicitaban a menudo, de forma más o menos discreta, poder gozar de las festividades y las bellezas venecianas; algo que, por otro lado, la ciudad siempre había promovido, pues la perspectiva de placeres y felicidad asociada a Venecia constituía, desde hacía mucho tiempo, uno de los fundamentos de su reputación. En 1566 incluso se estableció un catálogo de las doscientas «cortesanas más importantes de la ciudad», con las direcciones y las tarifas de las damas, catálogo que había circulado durante mucho tiempo en secreto, hasta los arcanos del poder. En otra época, el propio Enrique III disfrutó de la compañía de Verónica Franco, una de estas cortesanas de lujo, para amenizar su estancia en la Serenísima. Naturalmente, el dux, obligado por la etiqueta, no participaría en estas festividades a medias privadas y a medias públicas. La coincidencia de la llegada del nuevo embajador francés con la Sensa, no había hecho olvidar tampoco los usos oficiales, y ya se habían empezado a tratar los asuntos diplomáticos en curso. Habitualmente, desde el momento de su llegada, los representantes de las naciones extranjeras podían hacer uso de una suntuosa góndola de gala, la Negrone en el caso de los franceses; pero en esta ocasión esta no saldría hasta el momento culminante de los festejos de la Ascensión, cuando el embajador asistiera al despliegue de los fastos de la República en compañía del dux. Al desembarcar en la laguna, Pierre-Francois de Villedieu —ese era el nombre del embajador— se había apresurado a enviar a su gran chambelán al caballero del dux para pedir audiencia y presentar sus respetos; luego su secretario presentó al Senado la memoria que contenía sus instrucciones y la copia de sus cartas credenciales. Normalmente, el ceremonial era respetado escrupulosamente; desde la conjura de Bedmar, en el siglo pasado, se suponía que los nobles no debían mantener ningún tipo de relación con los diplomáticos extranjeros aparte de los encuentros en el Colegio, en los Consejos o en el Senado. Esto explicaba por qué el dux y el señor de Villedieu estaban interesados en que las primeras diversiones organizadas para complacerle tuvieran lugar sin que el conjunto de la población estuviera al corriente de las idas y venidas del digno embajador de Francia. A eso se añadían también las reservas que albergaba el dux y las circunstancias excepcionales de la situación. Favorable a este juego que tenía su lado excitante y que él mismo había iniciado en parte, Pierre-Francois de Villedieu aceptó encantado. El embajador llevaría consigo a su protegido, el pintor Eugéne-André Dampierre, que pronto expondría en la basílica de San Marcos las obras que ofrecía como regalo a Venecia.
Pietro había pasado el día reuniendo las informaciones de que disponían ahora los Diez y la Quarantia, sin avanzar por ello en sus investigaciones. La frustrante impresión de dar vueltas en círculo aumentaba su irritación y su inquietud. Y para colmo, ahí estaba dirigiéndose al banquete, vestido con el disfraz de rigor. Con una máscara negra y dorada sobre los ojos, un sombrero adornado con plumas blancas y un redingote multicolor, tenía a la vez algo de Arlequín y de esos pájaros exóticos que había podido ver en el curso de sus periplos entre Constantinopla y las villas de recreo de la campiña turca, cuando navegaba en las fronteras de Oriente coincidiendo en su camino con grandes viajeros. Llevaba su espada y sus pistolas, así como una daga, que ocultaba en la bota. Como de costumbre, Landretto le esperaría hasta que volviera a coger la góndola; pero la noche sería larga.
Con un topetazo sordo, el esquife atracó ante los escalones que conducían a la villa. El chapoteo del agua se calmó y Pietro bajó a tierra. Otras embarcaciones llegaban por la derecha y por la izquierda. Hombres y mujeres con pelucas, enmascarados y empolvados, atracaban a su vez entre risas. Los señores ayudaban a las damas a salir de las góndolas y las acompañaban luego al interior del edificio. Criados en librea sostenían antorchas y recibían a los invitados; la entrada, enmarcada por dos leones, estaba cubierta de guirnaldas, que Vicario había hecho colocar para la ocasión. Pietro alzó los ojos hacia la rica morada, un verdadero palacio con elegantes balcones y cornisas de estilo tan pronto gótico como morisco o bizantino. Una vigorosa unidad inspiradora había permitido conciliar estas influencias diversas en una fachada cuya perfecta belleza no tenía par en Venecia. Un poco más lejos, a su izquierda, Pietro podía ver también el frontón y el muro de esa Librería esotérica donde había consultado la edición impresa del Infierno de Dante y otros opúsculos maléficos.
Hizo una señal a Landretto y entró en la villa.
Aquello era otro universo. Después de cruzar el portal, el visitante se encontraba en un vestíbulo adornado con una fuente interior que recordaba el atrio de las casas romanas. Allí, más criados comprobaban la identidad de los invitados, los liberaban de las prendas superfluas y recibían los presentes para el señor de la casa. El propio Andreas Vicario —enfundado en un disfraz negro y plata y provisto de una máscara solar que se quitaba para recibir a sus huéspedes— respondía a los cumplidos y animaba a los recién llegados a lanzarse a ese mundo irreal que había imaginado. No lejos de él, Emilio Vindicad, con levita, manto y pantalón rojizos, con una máscara de león y dos alas a la espalda, controlaba también con la mirada el flujo de venecianos invitados al banquete. Al verlo, Pietro tuvo un momento de duda. Se encontraba en una situación realmente incómoda. No era fácil confesarle que, a pesar de todas las exhortaciones de su mentor, había desobedecido sus órdenes para encontrar la pista de Anna Santamaría y correr a lanzarse a sus brazos. Emilio había confiado en él. Las consignas habían sido claras, y la libertad de la Orquídea Negra estaba sujeta a la promesa que le había hecho. Pero, al mismo tiempo, era imprescindible que hablara con Emilio de lo que había descubierto en el escritorio del senador. No cabía duda de que Ottavio estaba implicado en aquel asunto. Viravolta estudió los pros y los contras durante un segundo. Tendría que hablarle, sí… en cuanto pudiera. Y tanto peor si, de paso, tenía que confesarle su pequeña traición. Después de todo, no era gran cosa comparado con lo que se jugaban en aquel caso, y tampoco había para tanto. Pero aún no había llegado el momento de hacerlo. La Orquídea Negra tomó aire y se acercó a Vindicad. Ambos estaban informados sobre sus respectivos disfraces. Se miraron de arriba abajo; se encontraron ridículos, pero no se extendieron sobre ello. Tenían cosas mejores que hacer. Pietro se había dirigido directamente hacia Emilio, que le presentó discretamente a Andreas Vicario. Este le dirigió una sonrisa y asintió en silencio. Luego Emilio hizo un aparte con Viravolta.
—El embajador ya ha llegado, Pietro. Lo verás enseguida; va disfrazado de pavo real, lo que encaja perfectamente con el personaje, créeme. Oscila, como nosotros, entre la majestad y el más absoluto de los ridículos. Su artista pintor lleva una toga blanca y una corona de laurel; estos franceses no carecen de humildad, ¿no te parece? Podría decirse que ahí justamente reside su encanto. ¡El Carnaval, Pietro! El dux se encuentra en el palacio, protegido por la guardia. Aquí he distribuido a diez de nuestros hombres, que se mantendrán en el anonimato, como tú. Mézclate con los invitados y abre los ojos.
—Bien —dijo Pietro.
El vestíbulo conducía a una gran loggía, con vanos decorados en celosía que iban de un extremo a otro de la planta baja, hasta una segunda entrada coronada por un portal, el cortile, que daba a la calle. Por encima de la sala, una impresionante arcada estaba adornada con mil luminarias y nuevas guirnaldas. Una escalera subía hacia los apartamentos del piso superior y dos chimeneas decoraban las fachadas este y oeste. Tapicerías, muebles preciosos y cuadros de maestros rodeaban el amplio espacio, que se había despejado para la fiesta. Mesas colocadas en hilera ofrecían los más deliciosos manjares: asado de ternera, codornices, becadas, perdices, capones, acompañados de todo tipo de verduras; lenguados, anguilas, pulpos y cangrejos; buñuelos, quesos y cestas cargadas de fruta, verdaderos cuernos de la abundancia, farándula de postres multicolores, regado todo con los mejores vinos italianos y franceses. Los criados se afanaban en torno a la cubertería de oro y plata, los platos de porcelana y los vasos de cristal. Estatuas de madera pintada, que representaban a esclavos llevando cestos cargados de especias, estaban dispuestas a uno y otro lado del bufete y parecían velar por que todo estuviera en su lugar. Entre los cortinajes rojos y las molduras, divanes y sillones dispuestos en círculo, aquí y allá, proporcionaban a los invitados espacios para una conversación tranquila, mientras que el centro de la sala estaba ocupado por los bailarines, poco numerosos en ese inicio de la velada. Al fondo, ante el cortile, había instalada una orquesta. Los músicos también iban disfrazados. Una cuarentena de personas se cruzaban en la sala y empezaban a conversar; aún faltaban por llegar cerca de cien. El lugar era mucho más grande y profundo de lo que la fachada y el vestíbulo de entrada de la villa hacían presagiar. El suelo, de mármol, estaba cubierto de motivos en forma de rombo en tonos pastel, de color crema y azul cielo.
Pietro deambulaba entre Colombinas, Polichinelas, Pantalones, Trufaldines, Briguellas, Scapinos y otras muchas figuras emplumadas, con el rostro oculto por antifaces, máscaras blancas de nariz ganchuda, maquillajes excesivos que las mujeres apenas lograban ocultar tras abanicos venecianos finamente trabajados; todo era un agitarse de chaquetas, chalecos, fantasmas coronados de tricornios, camisolas, mantos rutilantes y profundos escotes, vestidos ondulantes, lunares artísticamente dispuestos sobre la lozanía de una mejilla o la redondez de un seno. Pietro no tardó en distinguir al embajador, que llevaba un sombrero negro coronado de encajes, vestido enteramente de azul; arrastraba tras de sí una capa que evocaba las plumas de un pavo real, mientras su mano se apoyaba indolentemente sobre el pomo de un bastón plateado. El diplomático ya estaba rodeado por un arco iris de cortesanas, que Vicario, sin revelar la identidad del dignatario francés, se había preocupado de reunir a su alrededor. No muy lejos, el pintor, con su toga romana, se acercaba a una de las mesas para picar algo con que acompañar su vaso de chianti. Los agentes de la Quarantia debían de encontrarse también allí, repartidos por la sala. Los invitados iban llegando, mientras la orquesta empezaba a tocar en sordina. El alcohol corría ya a raudales. La loggia era la estancia más grande de la planta baja; a la derecha y a la izquierda, otras puertas se abrían sobre salones con una decoración tan rica como la de la sala principal, con profundos canapés, sillones acogedores y cómodas cargadas de valiosos objetos decorativos. Dos balcones de madera permitían a cualquiera que lo deseara refrescarse un instante y contemplar los canales o la luna que ascendía en el cielo. Pietro sabía que, detrás de los salones, Vicario había preparado habitaciones y alcobas, donde, previsiblemente, las parejas embriagadas y enardecidas acabarían la velada, en grupos de dos o más, disfrutando de otro tipo de placeres.
Viravolta sonrió al reconocer, no lejos de él, a una hermosa conocida. Con una moretta, una máscara sin boca, de contornos elegantes y estilizados ante el rostro y un vestido de incandescente drapeado, Luciana Saliestri estaba realmente magnífica. Sus zarcillos lanzaban destellos, y llevaba los cabellos recogidos en un moño detrás de la cabeza. Luciana también había reconocido a Pietro, que en ese momento se acercó para decirle:
—Buenas noches, Dominó. Me alegra ver que ha decidido venir…
—No podía rechazar la invitación de maese Vicario, querido amigo. Y no vaya soltando por ahí su «Dominó» con tanta prisa; todavía no he aceptado su propuesta. Como sabe, soy una persona independiente. La idea de trabajar para los Tenebrosos encaja mal con mi temperamento.
La Orquídea Negra sonrió abiertamente.
—Vamos, es usted perfecta para eso. Sin querer atentar contra su libertad, Dominó, abra los ojos por mí, se lo ruego. Tal vez pueda recoger alguna información que ayude a la buena causa. Después de todo, aquí hay mucha gente, y las lenguas se sueltan…
Detrás de la máscara, un brillo divertido cruzó por los ojos de Luciana.
—Cómo no, pensaré en usted. Desde hace poco soy una pequeña santa para la República. Y quién sabe, ¿tal vez también usted reconsidere mi propuesta?
Pietro no respondió. Finalmente Luciana rio y giró sobre sus talones.
—Hasta pronto, ángel mío.
La observó mientras se alejaba. Decididamente aquella mujer sabía manejarse; sin embargo, Pietro seguía notando en ella esa especie de tristeza que se negaba a confesar. La imagen de la dulce Ancilla Adeodato cruzó también por su mente. ¿Qué estaría haciendo en este momento? ¿Languidecía Ancilla por él, o por su oficial de marina? ¿Habría vuelto el capitán? Otro cuerpo, otros placeres… Placeres a los que en adelante renunciaría por la hermosa Anna Santamaría. Y cuando pensaba en su encuentro de la víspera, tan rápido, en circunstancias tan especiales, Pietro sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Todo lo que amaba. La pasión, el peligro. La sensación de vivir. ¡Ah, decididamente tenía cosas mejores que hacer que perderse entre estos invitados anónimos que seguían afluyendo a la sala!
Cuando todos hubieron llegado, Andreas Vicario pronunció unas palabras de bienvenida y los invitados se agruparon en torno al bufet. Luego Vicario abrió el baile. Las parejas empezaron a girar en el centro de la sala en deliciosos minués. La orquesta tocaba con vivacidad redoblada. Se oían risas, los hombres corrían tras las mujeres, algunos les susurraban al oído, y otros las sujetaban por la cintura y les dedicaban galantes serenatas. Luciana fue enseguida abordada por algunos galanes; el embajador no se cansaba de perorar ante el ramillete de bellezas que le habían reservado y que le lanzaban pullas por sus imprecisiones lingüísticas cuando se expresaba en italiano. El maestro Dampierre, utilizando un cubierto como si fuera un pincel, guiñaba el ojo mientras miraba un esbozo de Veronés, entre dos estatuas de esclavos. La loggia de Vicario era un jardín de las delicias. Las conversaciones se hacían cada vez más animadas, de todas partes surgían exclamaciones de alegría, que no dejaban de amplificarse. Las danzas se enlazaron durante horas; se habían formado grupos, y algunos se dirigían ahora a los salones contiguos.
Pietro rondaba cerca del señor de Villedieu.
—Sus encantos, señora —decía este, inclinándose hacia una morena misteriosa—, harían palidecer, en mi opinión, a las mujeres más hermosas de Europa. Y créame, sé de qué hablo. En cuanto a usted —y se volvió hacia una rubia de sonrisa arrebatadora—, es evidente: usted es su reflejo en la sombra, o mejor diría, viendo el oro de sus cabellos, su doble solar y maravilloso. Tengo frente a mí a dos esferas… a… dos astros, y no sé cuál de los dos puede ejecutar las más bellas revoluciones; dos caras de una misma moneda que por sí solas valen todos los tesoros del mundo. Comprendan, pues, señoras, mi turbación. ¿Cómo elegir entre el agua y la llama? ¿No podrían permitirme gozar de ambas?
Y soltó una risita de falsete mientras se llevaba la mano a la boca. Ante él, las dos cortesanas se inclinaron haciendo melindres. La noche estaba ya muy avanzada. El juego duró un rato. Luego, el embajador, tras observar un instante el resto de la sala, juzgó que no tardaría en llegar el instante en que podría abandonar la loggia para aventurarse detrás de las cortinas púrpura que daban a las habitaciones; seguro de una victoria más que fácil y tan sabiamente preparada, el hombre aplazaba el momento decisivo con delectación. Un último truco de Vicario relanzó la fiesta. El anfitrión hizo soltar dos redes hábilmente disimuladas en el techo, y una nube de pétalos cayó como una cortina ondulante ante los presentes; rosas blancas y rojas aterrizaron sobre el suelo de mármol, volvieron las danzas y la gente se apiñó de nuevo en torno al bufet. Ahora se distribuían a puñados arroz y cotillones, que los invitados se lanzaban a la cara riendo y que a veces caían sobre los charquitos de vino que habían dejado algunos vasos volcados. A los pies de los juerguistas, atentos criados se afanaban en borrar el rastro de sus torpezas.
«Tal como van las cosas —pensó Pietro—, no creo que hoy avance mucho…».
Dos horas antes de que apuntara el alba, el embajador aún seguía pavoneándose, alisándose las plumas. Los invitados se habían dispersado, y ya no se bailaba. La orquesta se limitaba a tocar alguna pieza de vez en cuando. Los músicos, cansados, extraían las últimas notas de sus violines sin demasiada convicción. La marea había retrocedido tan deprisa como había crecido al inicio de la noche. Grupos de dos o tres personas, cerca de las cortinas, conversaban en voz baja, pero la gente había empezado a desalojar la sala. Incluso los salones se vaciaban. Algunos se despedían. Otros se refugiaban en las habitaciones y las alcobas. Andreas Vicario había preparado varias estancias de sus aposentos del piso superior para los amantes de una noche. Por fin, el embajador arrastró con él a las dos venecianas y desapareció a su vez tras los cortinajes. A fuerza de dar vueltas y observar, Pietro había descubierto a la mitad de los agentes de la Quarantia. Mientras salía tras el embajador, hizo una señal con la cabeza a sus compañeros, y aún tuvo tiempo de distinguir a Emilio Vindicati, que, durante todo ese tiempo, no había abandonado el vestíbulo.
Pietro pasó a los salones. Una de sus manos se demoró sobre el terciopelo de un canapé. Oyó con claridad susurros y suspiros. Al alzar los ojos por encima del sillón, vio a una mujer tendida sobre una gruesa alfombra, con una pierna encogida, asaltada por un fantasma enmascarado. Con las mejillas encendidas de placer, la mujer sonreía, dejando correr sus manos por la espalda del hombre que la tomaba. Pietro levantó una ceja. Un poco más lejos vio a otro hombre de pie, con el rostro medio hundido entre las cortinas, y a una cortesana arrodillada ante él.
El embajador había subido al piso superior, a la habitación que le habían reservado. Pietro subió por la escalera y vio desaparecer al francés con las dos venecianas. Una puerta se cerró tras ellos. Lanzando un suspiro cansado, Pietro se acercó. De nuevo escuchaba tras las puertas. La imagen del padre Caffelli en la casa Contarini y los versos del Minué de la Sombra cruzaron fugitivamente por su mente. Otro suspiro. Ahí estaba otra vez, de plantón ante la puerta de este embajador que no le gustaba demasiado, contemplando sus zapatos lustrados. ¡Él, la Orquídea Negra! ¡Pietro Luigi Viravolta de Lansalt transformado en un vulgar criado! A eso mismo condenaba de vez en cuando a su fiel Landretto. De pronto, al valorar la crueldad del castigo que en ocasiones le infligía, Pietro sintió hacia él una simpatía renovada. Se llevó la mano a la nuca. Pronto llegaría el momento de volver a casa. Alguien tomaría el relevo y todo habría acabado.
Todas las máscaras de esta velada que llegaba al final acudieron a su mente. «Máscaras»… Un juego de máscaras, aturdidor, que le parecía una analogía perfectamente apropiada para la situación en que se encontraba desde hacía unos días.
«Carnaval».
Oyó los primeros gemidos y se agitó nerviosamente.
Luego, otros gemidos.
Pero esta vez no se trataba de suspiros de placer.
Reconoció la voz de Luciana.
«Oh, no».
Gritaba pidiendo ayuda.
Pietro se despabiló de repente. Buscó desesperadamente la procedencia de los gritos. Abrió una puerta de golpe: una mujer cabalgaba a su amante; había conservado su máscara. Otra puerta; no, no era aquí. Otra más…
Se detuvo.
Un hombre se volvió hacia él. Estaba en uno de los balcones que daban al canal, vestido con una larva con tricornio y una bauta; largos velos negros caían sobre sus hombros en torno a la máscara blanca. Al ver irrumpir a Pietro en la habitación, el hombre se volvió bruscamente; su capa ondeó tras él, y de un salto, con una agilidad sorprendente, se sujetó al enrejado y luego a las piedras de la fachada. Pietro corrió hacia el interior y lanzó un grito. Luciana estaba suspendida del balcón, por debajo de él, y lanzaba gemidos estrangulados. El hombre le había atado a los pies una red cargada de piedras negras, de la que no conseguía deshacerse. Desgarrada así entre la tensión de la cuerda y la que ejercían las rocas, se llevaba las manos crispadas a la garganta, entre estertores de agonía. Los hilos de la cuerda se rompían bajo el efecto del peso. Pietro se lanzó hacia delante, pero ya era demasiado tarde. Se oyó un crujido seco, la balaustrada de madera cedió y la cuerda se le escapó con un silbido. Lanzó un grito de dolor. La cuerda le había desollado las manos hasta hacerlas sangrar. Miró hacia abajo, con los ojos desorbitados. Luciana acababa de caer. Su cabeza se había aplastado contra el margen del muelle, unos metros más abajo, y luego se había hundido a plomo en el canal. Estupefactos, dos hombres —sin duda agentes de guardia de la Quarantia alertados también por los gritos— se lanzaban ya al agua para tratar de rescatarla.
Pietro, empapado en sudor, levantó la vista. Sujetándose a su vez al enrejado, trepó como pudo en dirección al tejado del edificio. Se quitó la máscara que llevaba aún ante los ojos, y esta cayó al canal, arrastrada por la débil corriente.
Durante un momento se balanceó en el remate de la villa Vicario. Luego se izó a pulso y alcanzó una de las terrazas de madera en las que las venecianas se exponían al sol para colorear sus cabellos esparcidos. Recuperó el aliento un instante junto a una chimenea y miró en todas direcciones. La aurora, que apenas apuntaba, le permitió entrever la sombra de su fantasma, que huía por los tejados en medio de los bosques de fumaioli, de los que a aquellas horas no escapaba aún ninguna señal de humo. Siguió adelante. De un salto se encontró en la terraza contigua. El salto siguiente fue más peligroso: cerca de tres metros separaban los dos tejados. La capa del misterioso asesino —uno de los Estriges, sin duda— volaba tras él. Súbitamente, el hombre se volvió y extendió el puño. Brilló un destello; acababa de disparar su pistola de pólvora. Pietro se aplastó contra la terraza y estuvo a punto de caer al vacío. Fue el momento que eligió el fantasma para descender por la pared de la villa. Pietro reemprendió la caza; al llegar a su vez al borde del tejado, vio al hombre, que trataba de llegar al suelo sin tropiezos.
Apartó los pliegues de su manto, cogió las pistolas que llevaba a la cintura y las apuntó en dirección al fugitivo.
—¡Maese! —gritó.
El otro se detuvo y levantó los ojos.
Durante un instante se miraron sin moverse. Pero en su precipitación, el hombre enmascarado perdió el apoyo. Trató de rehacerse sin conseguirlo; una mano se agitó peligrosamente en el vacío. Luego perdió definitivamente el equilibrio y fue a aplastarse más abajo con un ruido sordo.
Jadeando, Pietro descendió a su vez, procurando no seguir el mismo camino que su oponente. Finalmente aterrizó sobre el pavimento de la callejuela, donde el hombre estaba tendido. Se inclinó sobre él y le sujetó por el cuello del vestido. Bajo la máscara, un hilillo de sangre se deslizaba de su boca.
—Tu nombre —dijo Pietro—. ¡Dime tu nombre!
El fantasma respiró roncamente y esbozó una sonrisa, que brilló en la sombra.
—Ramiel… —dijo—, del orden… de los Tronos…
Sonrió de nuevo; luego su mano se crispó en un espasmo sobre el hombro de Pietro. Su cuerpo se puso rígido, antes de caer desmadejado. La cabeza osciló y cayó de lado mientras expiraba.
Pietro se levantó, dejando el cadáver tendido sobre el pavimento, y se secó el sudor de la frente.
«Estaban aquí. Y han matado a Luciana».