De regreso a Borgo San Sepolcro, a los pocos días comenzó a sudar el signor Capovilla y a quejarse de un punto fijo en la nuca, asqueó el cordero con arroz y los huevos hilados, pidió confesión, y pasó al otro mundo con un quejido. La antevíspera de su muerte había recibido carta de su amigo el condottiero Nero Buoncompagni, que entonces estaba por Pisa, diciéndole que necesitaba un teniente para golpes de mano y que parecía convenirle aquel Fanto Fantini della Gherardesca. Enterrado el signor Capovilla, y dejando los bienes que tenía en Borgo San Sepolcro a la administración del escribano ser Piero Fontana, Fanto se despidió de «Artemisa» que se la cedía al párroco de San Félix para que la sacase de respeto engualdrapada en las procesiones, y dispuso salir a las guerras de Italia, Nito en un bayo alucerado que tenía de propio y había corrido en Siena, y él en su Lionfante, con el que ya había amistado. «Remo» iría delante, alegrando con sus correrías el camino. Pensó el mozo en dejar un pañuelo con su cifra atado al fálico llamador de la puerta de la casa de las viudas Bandini, pero se dijo que andarían vigilantes los cuatro primos garañones… En tres jornadas se puso Fanto en el campamento de Nero Buoncompagni, que lo tenía en lo alto de Vesprano, sobre la hoz del Arno, y estaban las tiendas como octavas del Ariosto alrededor del pabellón del capitán. El abanderado, que era un tipo alto, seco, mellado, la cara labrada por dos cicatrices cuchilleras, le dijo que Nero Buoncompagni lo recibiría al siguiente día, después de la santa misa, y que por aquella noche se acomodase en la tienda vacante del luogotenente. Michaelle da Caprasarda, que iba a un negocio en Milán. La tienda del luogotenente Caprasarda estaba en la fila exterior de ellas, donde el campamento ocupaba la falda de una colina. Desde su puerta se veían los faroles encendidos en las calles, las hoguerillas en las que los soldados se afanaban haciendo la cena, el embanderado pabellón del condottiero. Llegaban a la tienda de Fanto voces, canciones, relinchos, ladridos, todo el eco sonoro de la vida del campamento. Fanto decidió que Nito encendiese también una hoguera para asar las morcillas que le había regalado de despedida el cura de San Félix, y «Remo» se sentó junto a un regato que iba al Arno, a vigilar el vino, que refrescaba en el agua montañesa. «Lionfante» se acercó a Fanto, que se sentaba en el taburete del luogotenente, y apoyó su cuello en el hombro del amo. Nito encendió yesca, y pronto las ramas reunidas para la hoguera se hicieron viva llama roja y azul. Un viento fresco saludó al mismo tiempo la perrera de Fanto Fantini della Gherardesca y su primer fuego militar. El viento movía la espada colgada en el poste de entrada, y la golpeaba contra este. Los murciélagos daban una vuelta para evitar el humo, al que el viento doblegaba, empujándolo contra los matorrales, queriendo para sí mismo toda la amplitud de la estrellada noche sin luna.
—«Lionfante» se puso ante su dueño, y solemne, le habló por vez primera:
—¡Buena suerte, señor capitán! ¡Es la tramontana!
El viento silbó fino, como suele el boreal en las llamadas del verano, para probar lo que el caballo decía.