I

LO último en desaparecer bajo las ramas desnudas de los abedules —¿por qué estaba seguro ahora de que eran abedules?—, fue la cabellera rubia. El día anterior, usando agua franchipana, las doncellas que la acompañaban, con cepillo de pelo de tejón y esponjas de Mesina, le habían aclarado el oro viejo que había preferido en las últimas semanas. Una pequeña luna amarillenta se detuvo un instante bajo las ramas, decreció y, al fin, se fue. Los abedules se hundieron en la oscuridad; antes de que se esfumaran del todo, un ave voló desde una rama del primer árbol a otra del más lejano. Su vuelo le recordó el de la becada, la tejedora del aire, a la que solía acertar con la flecha en los pantanos de Clavigiere; pero, no, no era una becada, sino un pájaro multicolor que dejó en el aire una huella azulada formada por nubecillas que descendieron lentamente, como copos de nieve en noche sin viento. Se dijo a sí mismo la palabra noche, porque verdaderamente anochecía en el espejo. Sombras profundas cayeron en él, como pesados telones de boca, y de pronto, como de costumbre, el espejo volvió a ser un espejo y a reflejar lo que veía, comenzando por el propio Fanto que estaba ante él con el candelabro de dos brazos en la mano derecha, mientras la izquierda descansaba en el puñal milanés que colgaba de su cinturón de piel de nutria.

Dama Diana se había retirado a su palacio secreto.

—¡Buenas noches, alma mía! —se despidió el condottiero, y sopló, apagando las dos velas.

Fanto salió a la terraza, y vino hacia él, a latir junto a sus piernas, su braco «Remo», ansioso de caricias, y mientras el capitán pasaba la mano por la cabeza del fiel compañero, contempló las estrellas y dijo en voz alta, por consuelo de su soledad, los nombres de las que reconocía. En aquel momento se olvidaba de que estaba solo, dispersa su banda, escondido en aquella torre arruinada, buscado con acero y con venenos resolutivos por cien enemigos diferentes, sin oro en la bolsa, alimentándose de lo que, nocturno, le traía su criado Nito, quien gracias a una llaga abierta con arte en el brazo izquierdo y a su fantasía había logrado de una joven viuda coja que le cediese su puesto matinal en la puerta de la iglesia de San Lorenzo.

—Deja que me siente a tu lado, y pon tu mano en mi nuca mientras te cuento mis desgracias. Es una costumbre de mi nación, y vale por jurar decir verdad.

Esto dijo Nito a la viuda, y ella, por si había en aquella confidencia alguna trampa erótica, se puso un pañuelo del difunto marido sobre el vientre, y se dispuso a escucharle a Nito una larga y compleja historia de amores, duelos, naufragios, y finalmente de una espada embadurnada con una pasta venenosa, que le había abierto aquella llaga, cada día más roja.

—De las ganancias del puesto de San Lorenzo solamente quiero lo que haya menester para alimentarme. Los dineros todos serán para ti, y por la tarde trabajaré tu huerto, cuidaré y ordeñaré las cabras, y poniéndome una barba negra por no ser conocido, y un gorro que me tape las orejas tan mías, iré a vender la leche a la ciudad. Y cuando por Pascua Florida vengan a recogerme dos hermanos míos, que estamos citados en el puente de Cremona, a mano derecha del caballo de mármol, te daré dos onzas de oro, en prueba de mi gratitud, y si me devuelven los bienes que tengo en mi ciudad, y con ellos una casa que tengo con dos huertos, te contrato desde ahora como ama de llaves, y añado al sueldo una pamela con toquilla por San Juan y un par de zapatos forrados por San Martín.

—¡Siempre tuve deseos de una pamela del color de las lilas! —dijo romántica la viuda, quien aceptó el trato.

La viuda se vistió de alivio, compró una jarra nueva y dos vasos, y apartó la cama de la pared para que Nito pudiese meterse en ella cómodamente por el lado izquierdo, que era la entrada acostumbrada del difunto en el lecho nupcial. Nito, aunque veía muy sumisa a la viuda, le ocultó todo el asunto del escondite de su amo en la torre destruida de los Canavaro de Sexto, y explicaba sus ausencias nocturnas asegurando que iba al encuentro de las señales que le mandaban sus hermanos, que ya se acercaban. Como la viuda quedaba servida, no sospechaba nada. Nito pasaba el río más arriba de los molinos, y por el bosque, dejando los senderos llegaba a lo que quedaba del castillo de los Aldovissi, que la gente del país evitaba, pues desde que el último conde había degollado a la mujer con la que regresara casado de un largo viaje, y él mismo se echara a las llamas tras dar fuego a la casa, se veían fantasmas y se escuchaban voces y lamentos.

Fanto Fantini della Gherardesca no conseguía, en sus largas conversaciones con dama Diana, que esta le dijese a dónde se retiraba. Fanto había asistido en Florencia a una lección del señor Pico della Mirándola, en la que el joven maestro había explicado la realidad de la irrealidad, citando a Platón y poniendo ejemplos de obra alquímica. Si el condottiero había entendido bien, la irrealidad de dama Diana, hermosa mujer muerta en aquel castillo senense hacía unos cincuenta años —degollada ella y envenenadas sus doncellas—, garantizaba la realidad del país donde ella se refugiaba cuando dejaba su compañía, cada día más amoroso trato. Podía ser un fantasma, pero el lugar donde su apariencia se reducía a memoria y refugiaba en sombras, había de existir, sin duda alguna, y pues el Aldovissi de Canavaro la había traído de lejos, ¿no estaría lejana, más allá de los montes, más allá del Po, el refugio de donna Diana?

Las miradas de dama Diana pasaban como cintas de terciopelo acariciando el rostro de Fanto, y ella se dejaba tocar los labios con los lirios que, para su amo, el criado Nito robaba en los vasos en los altares de san Lorenzo. Fanto sabía ahora que, en cualquier momento, su proposición de acompañar a dama Diana hasta su refugio sería aceptada. Sumergiéndose con dama Diana en el espejo —en aquel espejo misteriosamente salvado del incendio, el espejo en el que ella se habría mirado, cuando viva, durante horas y horas, ya en expectación de amor, ya en amargas lágrimas—, y bastaría con que la bella lo llevase cogido de la mano, al final del camino, Fanto pisaría tierra real. Analizaba, incansable, todas las posibilidades de fuga por ese medio, por ese único medio. ¿Dónde habían sido enterradas dama Diana y sus doncellas? En las conversaciones con dama Diana y sus doncellas, no aparecía jamás la palabra muerte. Nito le había contado que un talabartero que en la esquina de la plaza, en la ciudad, tenía fama de hacer las mejores cinchas de Toscana para el asnal, afirmaba que los cadáveres habían sido recogidos por el padre y los hermanos de dama Diana, y llevados a su país. Los abedules que él veía en el espejo cuando dama Diana se retiraba por él —un paseo con cuatro filas de abedules—, podían indicar que se trataba de un país del Norte, Aosta acaso, o Monferrato. Dama Diana se refirió una vez a la nieve. Fanto la adulaba y elogiaba su hermosura con versos de poetas antiguos y modernos y canciones, y una tarde le dijo el soneto aquel de Cavalcanti en el cual muchas cosas bellas lo son menos que la amada, y cuando habiéndolo recitado dejó caer los lirios a sus pies, y él mismo se arrodilló ante la dama Diana, ella, repitió, con su dulce y somnolienta voz, el segundo cuarteto:

… aria serena quand’apar l’albore,

e bianca neve scender senza venti;

rivera d’acqua e prato d’ogni fiore,

oro, argento, azzurro n’ornamenti!

—¡Blanca nieve cayendo sin viento! —murmuró—. Cuando niña, yo esperaba con ansiedad la primera nevada, y salía al campo a jugar con mis hermanos, y regresaba a casa con un jarro de plata lleno de nieve, y acercándome a la chimenea, presentaba la nieve al fuego, y el fuego a la nieve. Pero las otras nevadas, días y días la tierra cubierta de hielo, me entristecían.

Sí, de Piamonte, de Aosta, de Monferrato, de alguna vallina alpina. Allí podía Fanto aparecer sin riesgo alguno, que no era conocido, mientras sus enemigos lo buscaban palmo a palmo por Toscana y la Lombardía. Fanto conservaba buenos amigos en Venecia, y volvería a ir a Levante, en una nave embanderada, a mandar en una isla. Pero ahora había que salir de la torre quemada, burlar el cerco de los que habían jurado su muerte. Era seguro que dama Diana y sus doncellas estarían enterradas. ¿En una iglesia, en un camposanto? Pero él no debía entrar con dama Diana en su sepultura porque podría tener que quedar allí para siempre, enterrado en vida. Tenía que quedar fuera, y entonces huir. Tenía que conseguir de dama Diana que al igual que a ellas la acompañaban sus doncellas, a él le acompañase su fiel Nito.

Pero Nito, obligadamente, tendría que ir de la mano de una de las doncellas, y quizá fuese igualmente precipitado en su tumba.

—Dama Diana, voy a viajar contigo a tu país. Y me quedaré a tu lado para siempre.

—Romperemos el espejo al marchar —dijo, dama Diana—. Bastará con una sola palabra.

—No nos separaremos jamás. Bajo las ramas de los abedules nos dirigiremos a tu lecho. La luna llena nos acariciará. Colgaremos guirnaldas de los abedules.

—Me gustan las guirnaldas de Pisa y los faroles de Venecia.

—Alegrarán las dos cosas, dama Diana, nuestra noche de bodas.

Cuando Fanto le dijo a su criado Nito que había de acompañarlo, cogido de la mano de una muerta, a través de un espejo hacia una tumba en un país lejano, el escudero nada objetó.

—Sé, señor, que amas mucho la vida.

Y Nito partió con el encargo de que la viuda tejiese guirnaldas con flores y ramas de laurel y de olivo, y que comprase o robase media docena de farolillos, venecianos con sus velas. Que le mintiese a la viuda que era para mandar aquellos adornos por un compañero, que pasaría secreto, a su casa, y que lo quería así adornada para recibirla en ella, que ya dejaba de pensar en tenerla por ama de llaves y comenzaba a soñar en matrimonio, que se había aficionado a sus pequeños pechos, y a sus muslos redondos y a cómo rebozaba las alcachofas… y ya estaban allí las guirnaldas, que Fanto unía ahora, con una gruesa cuerda que había encontrado en un sótano, y aquí y allá sujetaba uno de los faroles de papel rizado, en los que habían pintado mariposas y claveles. La cuerda quedaba disimulada bajo el follaje, y era de las usadas para subir a almenas las estrepitosas bombardas.

Y llegó la hora. Dama Diana estaba ante Fanto Fantini della Gherardesca tendiéndole la mano. Dos de las doncellas, en grandes bandejas de plata, llevaban los peines, polveras, jabones y aguas de olor que habían sido de difunta dama Diana y que quizás existían porque ella las soñaba. La tercera doncella le tendía la mano a Nito. El espejo abría su boca oscura, y al fondo comenzaban a verse los abedules, y más allá una fuente, y en lo alto de una colina una casa con torre, con una ventana iluminada por una luz rojiza.

—¡Es la hora! —dijo dama Diana.

Y Fanto el Mozo aceptó aquella mano pálida y fría que se le ofrecía, y avanzó lentamente con dama Diana hacia el paisaje. Y detrás las dos doncellas, y cerrando la marcha Nito y su compañera, portadores de las guirnaldas y de los faroles. Acariciaba el rostro de Fanto un aire tibio y perfumado. ¡También allá era verano! Volaban golondrinas. Descendían hacia los abedules por un camino pisado de arena.

—¡Daos prisa —dijo dama Diana—, que tenemos que colgar las guirnaldas y encender los faroles!

Ya estaban entre los abedules. Fanto y Nito, teniendo de la mano izquierda a sus compañeras respectivas, colgaban las guirnaldas. Para que Nito pudiese encender los faroles, la tercera doncella de dama Diana se sujetó a su cuello con ambas manos. Nito temió que fuesen garras. Y la operación, minuciosamente estudiada con su amo diez y veinte veces, se realizó con éxito. Nito, con su hermosa voz, cantó una canción de Florencia, y todos de la mano giraron bajo las guirnaldas y los seis faroles. Bailaron gentilmente una conversa, con sus pasitos adelante y sus pasitos hacia atrás, y había que terminar la danza con un giro, las manos en la cintura, y la reverencia. Dama Diana y las suyas se dejaban embriagar por la danza. Dama Diana inclinaba su cabeza sobre el hombro del capitán.

—Le presentaré el fuego a la nieve —dijo casi sollozando.

Nito cantó los versos finales,

un mazzolin di rosa e di viole

in mano!

y todas las manos fueron a las cinturas, y las cabezas se inclinaron en la reverencia. Fanto y Nito aprovecharon aquel instante, libres sus manos de las manos de las muertas, para saltar a las guirnaldas, a la gruesa cuerda de artillería que las rosas y el laurel envolvían, y columpiándose, alcanzaron las ramas más altas, y desde allí vieron cómo se volvían ovillos de niebla rojiza las cuatro mujeres, ovillos que huían hacia la fuente y se perdían en el suelo, más allá de ella.

—Esperaremos a que amanezca —dijo el condottiero.

Lloviznaba. Pasó volando el ave que dejaba en el aire un rastro de nubecillas azuladas. Escucharon, próxima, la lechuza, que despertaba. Fanto quería visitar la tumba de dama Diana, que estaría por allí cerca. Nunca más volvería a ver a la hermosa. ¿Qué era lo que ahora le dolía a Fanto en el pecho? Se estribó en el cruce de dos ramas, con la cabeza apoyada en el tronco, y se durmió.

Entraba el alba por entre las ramas de los abedules, abriéndose paso con sus manos mojadas. Fanto y Nito se dirigieron hacia la fuente, buscando el lugar donde las muertas habían desaparecido. Si, estaría la tumba en aquella ermita, sin puerta. La lápida tenía una extensa inscripción en latín, alabando las virtudes de dama Diana, muerta por asesina mano e infundados celos a los veintiún años de su edad, lejos de la patria. Fanto no quería irse sin abrir la tumba, que pudo haber sido la suya. Una larga hora de trabajo, ayudados con dos hierros que arrancaron de una ventana, fue necesario para apartar la lápida. En un rincón de la honda tumba vacía, se apiñaron unos huesos como de niño, y en la cima del montoncillo descansaba una pequeña calavera. Por la boca entreabierta, por entre los dientes que conservaba, asomó una ratilla blanca que miró a los ojos del condottiero, con la misma mirada, que se transformaba en luz violeta en el aire, con que dama Diana lo miraba. Una mirada infinitamente triste. El condottiero se santiguó, y la ratita volvió a su nido.

—¡Adiós, dama Diana!

En el camino que iba hacia un casal, saludaron a un labriego. Estaban en tierras del marqués de Monferraro. Nito le mostró al labriego una moneda florentina sisada a la viuda. Salivó en ella y la frotó contra la manga.

—¡Es legal!

—¡Hasta un mes después de la siega, hay poco pan, y el vino anda caro! ¡Siempre el vino anda caro! —comentó el labriego.

Pero la moneda de Florencia sirvió para pagar la parva meridiana de los fugitivos.

Para terminar la historia de esta fuga, conviene añadir que el perro «Remo», siguiendo órdenes, se trasladó a Verona, donde «Lionfante» estaba refugiado en casa de un cirujano, el cual anduviera con Fanto en dos campañas en Dalmacia. El cirujano amistara con el caballo, porque este era el único que no se cansaba de escucharle sus triunfos en el juego, y un quite que tenía de echar los dados sobre el dorso de la mano del cubilete. Allí esperarían perro y caballo noticias de su amo. Las noticias llegaron, y «Remo», con un collar nuevo en el que el cirujano había grabado a fuego en el cuero unas señas, salió a ladrar a las puertas de las casas donde se habían refugiado los hombres de Fanto. En quince días avisó a dieciocho, quienes leyeron la orden de marcha en el collar, y era que a la anochecida del día de San Bartolomé, estuviesen todos montados en un bosque que hay a mano izquierda, bajando de Génova a Pisa, donde dicen Minaro. No tenía pérdida la izquierda, porque a la derecha, bajando, está el mar.