V
CUMPLIERA el signor Fanto en abril los treinta y tres años, cuando le llegó a Chios orden de la Serenísima de que dejara retén en el castillo al mando de su segundo, un tal Astolfo San Doná di Piave, que era veneciano de nación y peleaba a la suiza, y que tomara nave para Chipre, donde partidas otomanas andaban levantando mapa a la vez que depredaban y se llevaban prisioneros los más mozos de los griegos, que estaban entonces en la vendimia. En la «Giorgina» llegó Fanto a Limasol, habiendo hecho escala en Rodas, donde fue huésped de los sanjuanistas, ante los que alabó a su tutor, el finado signor Capovilla, que aún era recordado por algunos comendadores de los que, jubilados, reposaban en el Casón de los Quietos. Alguno de estos caballeros aún bajaba hasta el Portal de Novicios, a explicar a las nuevas generaciones militares el arte de la guerra. De Rodas a Chipre llevó la «Giorgina» viento cretense a popa, que es caluroso aun en los umbrales del invierno. «Remo» iba de vez en cuando a echar un vistazo a la aguja, y como el piloto dijese que añoraba su casa en Portogruaro, que ya llevaba dos años seguidos de mar, y que cuando bajase a tierra iba a pasarse uno largo de labrador, injertando manzanos y plantando cebollín, «Remo», por hacerle despertares campesinos, se corría con el alba hacia popa, imitando el gallo. «Lionfante», que se mareaba, se tumbaba buscando que le diese el viento en la frente, y Nito aprendía esgrima por triángulos con uno medio genovés, medio sevillano, que iba a Chipre a ganarse la vida con una mona amaestrada, que se llama «Currita». Los marineros le contaban del mar a Fanto, y conocían por el perfil las islas que asomaban a estribor y babor. Uno de ellos afirmó que en una guardia de medianoche había escuchado la sirena, mismamente por donde ahora navegaban.
—¿La viste? —le preguntó Fanto.
—Pues sí, y más me hubiese valido no verla. Era una vieja, la piel arrugada, las tetas caídas, y falta de un brazo, que se lo había tronzado un congrio. Por la voz era de veinte años lo más, fresca y amorosa, pero ya sabía ella que a la vista no engañaba, y cuando terminó de cantar, me pidió limosna. Se encaprichó con un pañuelo rojo que yo llevaba al cuello, un pañuelo comprado en el San Benito en Palermo, y se lo di. Y digo que más me hubiese valido no verla, porque desde entonces, cada vez que llego a puerto y me voy con la paga fresca a buscar mujer, y me gustan de las más jóvenes, aunque me salgan algo más caras, con lavado de jabón de olor y ropa limpia en la cama, en el trance, digo, se me borra la moza con su juventud y aparece la sirena vieja, con su cara arrugada, una pelambre áspera en las mejillas y una mueca que le hace cerrar el ojo izquierdo con un sobresalto de cuello.
El marinero, probando el asco que tenía, preparó un grueso gargajo y lo soltó a sotavento.
Desde Limasol tenía Fanto que subir hasta Famagusta lo más al interior que pudiese, viendo dónde fortificar atalayas y por donde fuese más fácil abrir un camino que permitiese en dos jornadas poner la tropa en el lugar de la costa donde apareciese el turco. El primer domingo de adviento estaba Fanto con su gente en Famagusta, presentándose a ser Franco Loredano, capitán de mar y tierra en Chipre por la Serenísima, con quien consumió dos mañanas explicándole esculcas y veredas, y todo lo que sabía del terreno. Cuando terminó la última conferencia, ser Franco Loredano le pidió al capitán Fanto Fantini que se quedase a almorzar, que había liebre con coliflor, de postre pastelón de membrillo, y le habían traído un regalo de malvasía nueva, para que la catase. Agradeció Fanto aquella prueba de amistad de ser Franco, que además de jefe militar y naval era de los Ciento y tenía un hermano entre los Diez, que se decía iba para Dogo.
Por un paje griego que tenía de cortina, mandó ser Franco un aviso a la noble dama con la que estaba casado, que se llamaba donna Cósima Bruzzi y era de los príncipes de Istria, de que a las doce tenían invitado al señor Fanto Fantini della Gherardesca. El encuentro fue en la cámara que llaman de los Pájaros, por las pinturas que allí hay de miles de ellos, todos diferentes y nunca vistos. Donna Cósima era en verdad tan hermosa como propalaban los que de verla habían quedado admirados. Los ojos de Fanto, mientras ser Franco llenaba con la malvasía nueva unas copas de Murano, buscaron apasionadamente quedarse para siempre en la memoria con el retrato de aquella hermosísima señora, con el negrísimo color de las largas trenzas, con la blanquísima piel, con los ojos leonados, con el levantado pecho, con la mano que sostenía un pañuelo bordado, con el largo brazo desnudo, con la boca que le sonreía, y con una sombra de melancolía que la envolvió de pronto, y que Fanto se dijo que era la sombra de un alma desilusionada. Ella se sintió envuelta en el calor irresistible de aquella mirada, y para no rendirse con otra semejante llevó el pañuelo bordado a su rostro, como oliendo el perfume que conservaba. Cerró los ojos, y tintinearon en el antebrazo las finas pulseras de oro bizantino, adornadas con cascabeles.
Ser Franco, en el almuerzo, habló de turcos y de navíos, del papa, del mercado de la seda, de los sanjuanistas, y le contó a donna Cósima lo que se decía de Fanto, aquel joven capitán que tenían a la mesa, de sus tempranas batallas, de sus fugas, de la extrema fidelidad de su caballo y de su perro.
—En Venecia creen, signor Fanto, que tenéis amistad con fuerzas secretas que están más allá de lo humano.
Fanto se sonrojó, pero la ocasión era propicia. Llevándose la cerrada mano diestra al pecho, respondió:
—La única fuerza secreta mía, mis señores, es que juego mi alma contra mi cuerpo.
—¿Estáis soltero? —preguntó donna Cósima.
—Madame, hasta hoy he sido un jinete que pasa en un caballo desbocado junto a los lirios.
Ser Franco brindó la tercera copa de malvasía, y posándola en la tabla adormiló. Frente a frente, en larguísimo silencio, quedaron Fanto y donna Cósima. Iban y venían las sonrisas y las miradas, los labios se abrían para decir y se quedaban mudos, las manos avanzaban a través de la mesa, buscando encontrarse, pero se quedaban a medio camino, disimulando su voluntad de caricia en el pie de una copa, o en una de las rosas que fingían una guirnalda en los manteles. Donna Cósima bebió un sorbo de malvasía, y vigilando los párpados cerrados del Loredán, su señor y esposo, la fue empujando hacia el centro de la mesa. Hizo lo mismo Fanto con la suya. Cambiadas las copas, puedo decir que los dos amantes, por vez primera se besaron, cristal de Murano en medio. Ser Franco roncó estrepitoso, y su propio ronquido le despertó.
Fue locura más que amor. El gran castillo se quedó súbitamente vacío y silencioso, y los amantes iban a placer por corredores y estancias, entrelazados, alados, bebiéndose la luz de los ojos, escuchándose el corazón. Todos los habitantes del castillo habían quedado como figuras de cera y papel en retablo de cantastorie napolitano. Estaban solos los amantes en el mundo, con las risas y los besos, y solamente ellos, por el fuego, eran vida. Ya se ve que cuento después de haber leído a Stendhal. Donna Cósima quería visitar todos los días la estancia en que había sido muerta dama Desdémona, y allí le pedía a Fanto amor eterno, y como prueba terrible celos. Vestía con ricas ropas masculinas haces de paja, y los acostaba en las camas suyas. ¡Célate, Fanto!
—¡Apaga la luz, y apaga mi luz! —le decía a Fanto, recordando la famosa frase del Moro.
Y llevaba las manos de él a su cuello, y era ella la que oprimía y oprimía.
Al llegar a este punto es cuando comienzan a diferir los propios informes enviados a Venecia; no concuerdan las historias sobre el dominio veneciano en Chipre, ni aclara decisivamente la cuestión el discurso del caballo «Lionfante» ante el Senado de la República. (Discurso, por otra parte, del cual se duda, modernamente, que haya sido pronunciado). Analizando el conjunto de datos y rumores que están a nuestro alcance, parece posible suponer que Fanto no dio muerte a donna Cósima, sino el burlado marido ser Franco Loredano, el cual pudo tener testigos de los adúlteros amores. Como es sabido, la policía de Venecia tiene un grupo muy especial de agentes, que se llaman «ecos», los cuales son preparados para muy secretas misiones de manera que queden amnésicos totales, y poniéndolos de escucha en determinado lugar, y teniendo como tienen el cerebro vacío de todo, se les queda grabado con puntos y comas todo lo que oyeron, y como es todo lo que recuerdan, a sí mismos se lo repiten, por si en lo oído está memoria de su vida, nombre, familia oficio, etc. Se les quita de la escucha encapuchados y con tapones para que no oigan más, y llevados ante los Diez, repiten como disco de gramófono. Pues un «eco» de estos, usado por ser Franco, repitió ante la justicia veneciana las llamadas apasionadas de donna Cósima a los celos y al crimen, lo cual sirvió de coartada a ser Franco, e hizo pasar a Fanto por el autor del estrangulamiento. Se supone con fundamento que la muerte de donna Cósima tuvo lugar un veintiuno de enero, precisamente el de mil cuatrocientos ochenta y cuatro, día en el que los turcos desembarcaron en la playa llamada de las Anforas, al Sureste de la ciudad. Fanto acudió a la defensa de la costa, desbaratando la primera oleada turca, pero la segunda logró cortar el camino a Famagusta, cercando los infieles el castillo. El condottiero, que nada sabía de la muerte de donna Cósima, combatió por abrirse paso hacia el puente. Desesperados combates cuerpo a cuerpo, en los que perecieron los más de los suyos. Una tercera flota turca vertió en la playa una selva de espingardas, lanzas y cimitarras. Fanto desapareció en ella. Cuando meses después, la armada de Venecia pudo cortar los aprovisionamientos a los turcos desembarcados, obligarles a levantar el cerco de Famagusta, ya estaba donna Cósima enterrada, ya ser Franco Loredano había dado por cerrado el sumario, y el «eco» repetía incansable las terribles escenas en las que, en la cámara de Desdémona, donna Cósima se desesperaba entre gritos y suspiros. Fanto Fantini della Gherardesca era el asesino, el segundo Otelo. Lo había salvado de la horca de Venecia —que es sabido que es de vuelo alto y el verdugo se abraza al penado al quitarlo de tablas, para que la muerte sea rápida, si la familia o un amigo ha dado propina—, el haber muerto, decían, alanceado por muchos turcos en el campo donde solían aparecer las amarillas prímulas, yendo el invierno hacia la Candelaria.
En su discurso ante el Senado de la Serenísima, «Lionfante» afirma que Fanto abandonó la isla con la ayuda de siete delfines, pero los comentaristas creen que este pasaje corresponde a la fuga de Tamnos a Chios, episodio conocido con el nombre de «Amores de Safo con el delfín de ltalia», que ahora se edita con otras novelas griegas, y en la que el propio Fanto es descrito como un gran señor de ltalia al que la maga Cósima convierte en delfín para que nunca más vuelva a tierra a amar a Safo, a la que Cósima ama. Safo permanece fiel al príncipe-delfín. Como se ve, se trata de un arreglo alejandrino posterior. «Lionfante» asegura que, después de la liberación de Famagusta, él, que había quedado suelto en los montes, logró que un marsellés que andaba en el ejército echando las cartas, y llevaba el tarote envuelto en un paño de seda, verde, lo contratara para un número de ventriloquia, y que con el marsellés había regresado a Italia. La nave en que viajaban naufragó frente a Ancora a causa de un maremoto, el marsellés se ahogó con su tarote y la bolsa llena, y él se salvó a nado, decidiendo, pues creía que su amo había muerto, volver a la Camarga, donde pensaba encontrar al tratante que lo había vendido en Florencia a Fanto, y se quedaría con él hasta el final de los días, ejerciendo de caballo padre hasta donde tuviese fuerzas. El propio «Lionfante» ha contado cómo Fanto, malherido, escondido al saber que se le acusaba de la muerte de donna Cósima, fue curado por un monje griego que quería aprender las proposiciones del señor Pico della Mirándola, de las que le habían llegado noticias por un búlgaro muy mentolado que compraba manuscritos helénicos para los Médicis, y que el propio monje lo embarcó en una nave de San Juan para Barcelona, desde donde Fanto, pensando que si «Lionfante» vivía, dolorido habría regresado a las cuadras casi nativas del camargués, allí se dirigió, y allí se encontraron jinete y montura, con grandes demostraciones de alegría. Hasta se alegró el camargués, quien decidió que era buena ocasión para beber algo. Los que creen en la estancia provenzal de Fanto, estiman que murió de sus heridas chipriotas, y que «Lionfante» le sobrevivió varios años.