FINAL
POR mucho que buscó la llave de la puerta no la encontró; debería haberla perdido en el largo viaje. Iba a llamar con los nudillos, como hacía muchas veces cuando se le olvidaba la llave en casa, pero se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Oyó que alguien se movía en la cocina, pero no quiso entrar por miedo de que llevase un susto madame Clementina, al no conocerlo con las barbas de tres años, pues mientras anduviera con la hueste no se había rasurado. Subió a su habitación, escurriéndose en silencio, y pidió al Señor que no rechinase la puerta, como acostumbraba hacerlo en verano. Entró en las puntas de los pies, y quedó suspenso y temeroso: allí al lado, a los pies de su cama, sentado en la manta bordelesa de viaje, estaba él mismo, Charles Anne Guenolé de Crozon, sochantre de Pontivy con menores y bombardino numerario.
—¡Pasa de una vez! —le sopló aquel otro—. ¡Ya estoy cansado de esperarte!
—¿Y quién eres?
—Soy el tío de Mamers el Cojo, que hice de interino por ti el coro y los entierros.
—Entonces, ¿no se supo que había faltado?
—Nadie sospechó nada, ni esa vieja bruja de las rizadoras. Es necesario que sepas que estás de clérigo juramentado, que ahora no te gusta la tortilla de hierbas, bebes vino blanco en vez de tinto, y vas con el zapatero de las hebillas a la casa de la Ruanesa a tomar caña caliente con miel, y gastas escarapela tricolor en la chistera.
—¡Me hiciste un perdido! —se indignó el sochantre.
—¡Las juergas no van contra el crédito! —respondió el otro, y sin más salió por la ventana, que estaba abierta y dejaba entrar la lluvia que traía loca el viento caliente que corría aquella mañana.
—¡Señor sochantre —gritaba madame Clementina—, aquí está el obrero que fue a podar la pomarada y cobra dos francos por día!
El sochantre sonrió. ¡La pomarada! ¡El soto de manzanos de la cuesta de Quelven! En el próximo mayo iría a tomar la sombra allí y por San Pedro ya habría manzanas. Y en vez de tortilla de hierbas llevaría truchas en escabeche. Mientras se enjabonaba las barbas, que mucho ablandamiento precisaban según estaban de duras, se inclinó sobre la barandilla de las escaleras y le gritó a madame Clementina que no reparase, y le pagase al ciudadano podador la podadura. Silbaba la Carmañola afeitándose.
Mondoñedo, por San Juan, 1956.