IV
VINO pronto la anochecida. El fallecido de Quelven se adormeció y madame De Saint–Vaast le echó por encima una manta. El sochantre sentía hambre y sed; pasaron a trote largo por delante de la taberna de Clouzemel, que tenía el ramo puesto, anunciando la sidra nueva; también tenía el ramo el mesón de Les Pieux, tan celebrado en las canciones de los cazadores. Te sentabas a la mesa de piedra y venía una de las hijas más jóvenes del hospedero, y de una jarra colorada te echaba en el vaso el oro hirviente de la sidra; en verano e invierno andaban con los blancos brazos al aire, recogidas las mangas de las blusas de lino. La boca se le hacía agua al sochantre. Dejaron el camino real poco más allá de Les Pieux, y la carroza debía de correr ahora por campo abierto. Gente de poca conversación, aquella compañía de muertos callaba hora tras hora.
—¿Y a qué hora podré acostarme? —se atrevió a preguntar el sochantre al señor de Coulaincourt.
—Quizás —dijo aquel esqueleto de casaca militar— no hemos sido con vos tan corteses como merecíais, tanto que, habiéndonos gustado la marcha de reverencia que tan bien tocasteis hace una hora, no os brindamos un aplauso; y considero que cada muerto de los que aquí van está pensando que, para cuando le llegue la hora del descanso, y pasados tres años, más o menos, esta tropa reposará en tierra definitivamente, le alegraría oírla entrando en la tumba. ¡Y no serán mal tambor de acompañamiento los terrones cayendo en mi caja de nogal, que me espera en el cementerio de Bayeux! Y tampoco os hemos dicho que nosotros, estando muertos, no podemos encender lumbre en hogar ni entrar en casa donde esté encendido, ni comer pan de trigo, ni cosa alguna que lleve sal o aceite, ni beber vino. Pero ahora vamos hacia las ruinas del monasterio de Saint–Efflam–la–Terre, y Mamers tiene allí, en la que fue cocina de los frailes, una pipa de cerveza doble de marzo y un jamón adobado con pimienta que enviamos a asar en Dinan antes de salir para este viaje. También convenía que os advirtiéramos que, cuando cierra la noche, volvemos por espacio de seis horas a nuestra condición de esqueletos. ¡Hasta la pechuga de madame De Saint–Vaast, esa seda que tomándola por una blanca camelia rozan todos los ojos del mundo, se va, ceniza perfumada sólo de amor! Todos esqueletos —dije—, y no, que Guy Parbleu, no teniéndolo, se queda en una lucecilla azul.
—¡Ya está ahí! —dijo madame De Saint–Vaast, con una voz más grave y profunda que antes—. ¡Parece Venus saliendo sobre los montes! ¡Nunca me canso de mirarte, Parbleu!
Y era cierto: en la reja, junto al cabás del médico Sabat, saltaba una estrellada lucecilla azul, talmente Venus, como al sochantre le placía verlo salir, al lucero, por sobre las colinas de Rochefort y del Ploermel; brillaba como Venus, y como Venus alumbraba, argentino. Fue a esta luz a la que se dio cuenta el sochantre de que todos sus compañeros de viaje eran ya amarillos esqueletos polvorientos. A la calavera de madame De Saint–Vaast, con los saltos que daba la carroza por aquel camino no usado, le caía la peluca a cada momento. Sin embargo, el verdugo de Lorena seguía tomando y ofreciendo rapé. Despertó el fallecido de Quelven. Este, muerto de ayer, aún conservaba las carnes, pálidas, sí, y ya olía un poco.
—Yo no podía con mi propio olor —dijo el escribano de Dorne— y le quedé muy agradecido al difunto caballero De Combourg, que también me trajo aquí, al cementerio de Kernascléden, por echarme en la calera vieja. Cuando salí, limpio de la podredumbre, de un rosal que saltaba por encima del muro de la huerta de la rectoral arranqué una rosa y la puse entre los dientes, para limpiar también el magín del asco de aquel zumo que escupiera mi carne pecadora.
Queriendo reír, hizo una mueca el médico Sabat, cogiéndole a monsieur De Nancy una toma de rapé.
—El señor sochantre —dijo monsieur De Nancy—, tan pronto como cene, podrá acostarse en el arca del pan de los frailes de otrora. Excepto que prefiera quedarse en la rueda escuchando nuestras historias, mientras se desnuda en la calera el fallecido señor hidalgo de Quelven.
El sochantre ya estaba desfallecido de miedo, y ahora lo que lo traía fastidiado era no poder enviar aviso a madame Clementina para que le dejase allegada a la lumbre, en una trébede, una sopita de perejil con un huevo escalfado, ni disponer de un propio que fuese con un recado al Colegial Mayor para que le dispensase de coro, por andar raptado por una hueste del trasmundo. Se veían a lo lejos unas luces, que debían ser, por lo recorrido por la carroza, las de la villa de Kernascléden.
—Contar nuestras historias —dijo más para sí que para el sochantre el coronel Coulaincourt—; contar nuestras historias a nosotros mismos y a cada uno que va y viene, día tras día, mes tras mes, año tras año, ¿no es un castigo muy lento?
—A mí, lo que más me cuesta contar es cuando el verdugo de Rennes me hizo el nudo en la misma nuez. Era una cuerda áspera y fibrosa, de esparto de Tarragona. Me la apretó bien, y después tuvo que aflojar el lazo, para colocarme el nudo en la nuca, y me rozó la papada y todo el cuello. Medio ahogado, le dije: «¡Despacio, hombre, que todos somos cristianos!».
—¿Y él qué dijo? —preguntó el sochantre.
—Nada. Escupió en las manos y tiró del seguro de la trampa.
—¡Fácilmente ganan la vida los verdugos en este país! —comentó monsieur De Nancy—. En Lorena hay que hacer el nudo en el aire y meter el lazo por la cabeza del penado.
—Es que allí rige la ley de Bolonia —apostilló entendido el escribano de Dorne—. Viene en los textos: Lotharingia reget lege romana.
Ladraban los perros de los pastores. Mamers el Cojo hostigaba el tiro. La carroza pasó a rodar por piso enlosado. Estaban en las ruinas del monasterio de St.–Efflam–la–Terre. Cuando la carroza se detuvo en el viejo patín de honor, en el silencio de la noche se oyó tres veces la lechuza.