Cuando salieron de Saint–Efflam–la–Terre, muy de mañana, nuestro sochantre, que había pasado la noche sin cerrar ojo, sorprendido con tanta novedad, pero que estaba sin sueño gozando del sol que comenzaba a brillar y de ver a su alrededor gente tan cumplida dentro de sus desvaríos, ahora vuelta a la carne pecadora, solicitó permiso para tocar algo de bombardino, el que le concedieron complacidos, arguyendo De Crozon que los músicos de metal no pueden dejar que se les ablande la embocadura. El tableteo de Guy Parbleu ya le era tan familiar como el tictac de un viejo reloj de péndulo en la casa paterna, y los que de aquella hueste le despertaban mayor simpatía eran madame De Saint–Vaast, a la que ya tenía por la más dolorida señora del mundo, y el coronel Coulaincourt, que siendo adusto por naturaleza, era un caballero muy impuesto. Ya se le veía en el mando.
—Toque aunque sea una valentina, señor sochantre —dijo monsieur de Nancy.
—Que toque a ver si me olvido de la molestia que siento —dijo el hidalgo de Quelven—, pues estas carnes nuevas que me han salido esta mañana me resultan algo pesadas.
—Los primeros días parece que anda uno de casaca nueva y camisa de estopa sin ablandar —comentó el escribano.
—Venga esa valentina, mi amigo —animó madame. El sochantre tenía un estilo de tocar muy empastado, y hacía muy dulces las piezas. Tocó la valentina y un rondete italiano que estaba muy de moda, y se llamaba el rondete de Don Rossini, y tuvo que repetirlo a petición del médico Sabat.
—Si tuviese letra ese rondete —dijo madame De Saint–Vaast—, de seguro que yo ya estaría llorando.
La carroza corría por el camino de Rostrenen, que va por la ribera del río Scorff, por entre prados en este enero medio cubiertos por las aguas. Cuando se vio el castillo de Rostrenen, la carroza dejó el camino real por uno de carro, algo en cuesta, que después de rodear unos pastizales entraba muy sabroso en la selva de Goulic, por entre alisos que se espejaban en las pequeñas lagunas. Paró en un lugar donde la selva clareaba un poco, y el camino aquel ya se veía que no era muy frecuentado, pues crecían en él tojos y zarzas. Había allí una fuente, y a su lado una cabaña vieja.
—Señor sochantre, el que no duerme de noche duerme de día —dijo Coulaincourt, dándole una gran palmada en la caja del bombardino—. Vamos a echar una siesta en esta cabaña.
—Y ¿no íbamos a visitar Bretaña? —preguntó el sochantre.
—Cuando se aproxime la noche, iremos a comer unas perdices con salsa de laurel a la huerta de la rectoral de Carhaix.
Libertó los caballos Mamers, que se pusieron a pastar seguido por los alrededores de la fuentecilla, y la hueste entró en la cabaña, que estaba alfombrada de paja de trigo, y cada difunto buscó acomodo y el sochantre se arregló al lado de madame, que se había puesto un abrigo morado.
—Hasta la noche —dijo Coulaincourt echando sobre su cara un pañuelo de seda negro, tras envolverse en el capote militar.
Madame De Saint–Vaast cruzó los brazos debajo de la cabeza, y le resbalaron las mangas pompelanas, y asomaba aquella suave albura en los propios ojos del sochantre. Al sochantre, de niño, la artillera le cortaba las pestañas para que le creciesen, y le crecieron en verdad muy lucidas y largas, y nuestro De Crozon se fue quedando ahora adormecido pensando que si levantaba un poco la cabeza podría hacerle a madame unas cosquillas casi en el mismo sobaquillo. La aventura le puso una sonrisa en los labios antes de adormecerse definitivamente. Soñó que madame vivía con él en el pomar de Quelven, y que le arrancaba las pestañas para tejer con ellas un cordón para el corsé. Y al sochantre le gustaba que se las sacase.