I

CORRÍA la carroza por la llanura de Huelgoat; el camino estaba enfangado, y el sochantre le había pedido a Mamers el Cojo que lo dejase subir al pescante, por el placer de ver cómo los caballos reventaban charcas. Le había tomado gusto a aquel libre vagar, y a gastar el día sin apremios. Sopló en el bombardino una marcha que había comenzado a solfear en su magín aquella mañana, y le parecía que los caballos ponían su trote a compás. Bajaban para pasar el vado del Aulne, que es una corriente viva y clara, cuando sofrenando en la cuesta se emparejó con ellos un joven que montaba un percherón, se tocaba con sombrero militar nuevo, se envolvía en una capa vieja y descolorida, y llevaba descalzos los pies que apoyaba en los estribos: el caballo era buen normando, algo alterado por la mano dura y nerviosa del jinete, que le imponía mucho freno.

En el arzón llevaba dos pistolas de recado. Era muy franco de cara, y no digamos de los ojos claros, e iba tan contento como si fuese aquel el primer viaje que hacía por el mundo.

Puso el percherón al estribo de la carroza, y metiendo la cabeza por la ventanilla, dio corteses buenos días en bretón bretonante, antes de preguntar en francés:

—¿Son Sus Señorías invitados a la boda de la señorita de Toul–Goulic?

—¿Y con quién se casa mi sobrina? —inquirió curioso el coronel Coulaincourt.

—¡Que Dios la conserve! ¡Se casa con un hacendado de Avon!

—¿Y no hay en Bretaña otros hidalgos a quien agasajar con una paloma?

—¡Ay, si la dieran! —se dolió el joven. Y cambiando una mirada con madame De Saint–Vaast, que le sonrió secretista, puso a galope el percherón para pasar el vado, y yendo el río promediado, levantaba mucha agua el caballo con el braceo.

—¡Ese va enamorado de vuestra sobrina, señor coronel! —le dijo monsieur De Nancy a Coulaincourt de Bayeux.

—¡Es que el virgo lo merece! ¡Ha de haber pavos rellenos de manzana y bechameles variados!

—Pues podíamos ir a picotear algo —propuso el escribano.

—Sería ir a echar agua al vino que hizo el Señor en Canaán, el que nosotros nos descolgásemos en Toul–Goulic —dijo dando seriedad al pleito el coronel—. ¿Vamos o no vamos a ver llegar a Dinan la guillotina?

El camino real de Carhaix a Guingamp, donde la hueste haría noche en una posada de la que se hablará, corre por entre espesos brezales y grandes charcos de agua blancuzca, y alguno de estos aun cortaba el camino, con gran contento del sochantre De Crozon, por lo amigo que era de estallarlos y espumarlos. Nunca había sido tan joven, nunca había tenido para él el mundo tan obsequiosa y fácil novedad.

Indudablemente que todos aquellos que lo acompañaban eran muertos, o tenían cadena con bola al pie eternamente, pero con él se portaban como si fuesen leyendo el brelant de la galanura. Cuando supo que el sacarlo de casa no había sido más que para que el hidalgo de Quelven le oyera unas piezas mientras no entraba en la tumba, se había irritado bastante, pero también es verdad que el señor hidalgo se había adelantado a legarle en testamento un soto de manzanos, adivinándole el deseo que de él tenía, y más en aquellas riberas que se alargan sobre el Blavet. Asimismo, la primera noticia de que la fama de su música pasara más allá de Bretaña, la tuvo por el médico Sabat, pues un abad de Falaise había comentado en una posada de Avignon, al lado de la puente, lo perfilados que salían los entierros en Bretaña de Francia desde que en Pontivy les ponía un sochantre con menores acompañamientos de música italiana. Y este sochantre era él. El coronel, que ya se veía que era hombre de mucho arranque y mando montado, tenía con él esa franqueza que es la cortesía del trato en sala de banderas, y porque supo de los deseos de la artillera que lo criara, ahora le llamaba el sochantre «señor oficial del Real Navarra», con saludo de mano abierta en el tricornio. Y madame De Saint–Vaast mostrábase obsequiosa y reidora, mantenía con él una charla muy graciosa y demorada, y posaba sus ojos en los del sochantre de cuando en cuando, le hacía muecas con la boca, y el sochantre la sostenía siempre de la mano cuando subía y bajaba de la carroza, y no encontraba que se corriese en la gentileza pasándole el brazo por el talle, para asegurar más la ayuda. Madame le lavaba los pañuelos, que con tanto rapé como ofrecía monsieur De Nancy los ponía perdidos: atados a una varita de avellano llevaba dos como quien lleva una bandera, secándose al viento. Las tocatas en el bombardino las lanzaba ahora alegres y prontas, como nunca antes había logrado, pues las cortesinas y contradanzas acostumbraban salirle música de iglesia y los rondós más parecían responsos floreados que otra cosa. El escribano, que era muy atento, raposo y apuntador, le decía después de cada serenata:

—¿No andará en amores el mirlo?

Madame de Saint–Vaast se ponía colorada, y al señor sochantre se le apretaba algo en el corazón y se le apostaba un nudo en la garganta. ¿Estaría él enamorándose de una difunta? ¿Y quién diría que fuese una difunta tan tibia blancura, tan cariñoso mirar? Tenía ella un modo de sacar la puntita de la lengua y humedecer los labios, primero el de arriba y después el de abajo, y De Crozon, que miraba de lado, por no dar más que hablar al escribano, sin darse cuenta repetía el gesto, y ella entonces levantaba un poco más la cabeza y clavaba la vista en el sochantre muy serena, como dándose por aprisionada en un beso que ni siquiera osaba salir al aire. Al sochantre se le encendía la piel, y se requemaba en su rincón, a un tiempo asustado y feliz. Iban hacia Lanrivain, cortando por las landas de Carhaix, por el camino viejo, que nadie atravesaba hacía más de cincuenta años, desde que degollaran en él a un mendigo de Plouaret que iba a Sainte–Anne d’Auray a la romería, y a partir de entonces sale al camino el pobre con la cabeza en la mano a pedir limosna a los que pasan, y hay que ponerle la moneda en la boca.

—Si sale el pobre de Plouaret al camino —dijo el coronel Coulaincourt—, ya puede el señor escribano despedirse de su carolina del Imperio…

—Los difuntos no dan limosna —contestó el escribano de Dorne—. Se prescribe en la ley romana. Lex Ciencia de Donis et Muneribus.

Debía de saber el pobre de Plouaret que aquellos eran difuntos, pues no salió al camino en la puente de Boss, ni en el crucero de Saint–Martin, y debía de estar al tanto de la ley romana. Comenzó a anochecer pasando por Lanrivain, al lado del Calvario. Una vieja estaba encendiendo los faroles, y un soldado con gorro frigio, colgado a la espalda el fusil con bayoneta calada, grababa algo con una navaja en la barra del viejo portazgo de los antiguos vizcondes de la Toul–Goulic, pintada de blanco y verde, y ahora desmontada de sus machos.

La posada donde iban a hacer noche estaba en un altillo, a dos leguas de Guingamp, perdida en medio de los herbales de Moedac. La carroza dejó el camino viejo, y Mamers la metió detrás de unos abedules, y era notada por el señor sochantre la potencia que tenían los caballos en la noche, y cómo la carroza podía correr aun por donde no había caminos ni llanos, tan pronto como las sombras se ponían a cubrir el mundo.

Se apeó la hueste, y el coronel iba delante —alumbrándose con Guy Parbleu, que lo llevaba posado, gusanillo de luz, entre las plumas de su tricornio—, guiando el camino de la posada. Madame Clarina de Saint–Vaast recogía las faldas hasta las rodillas con una mano, y con la otra se apoyaba en el hombro de monsieur De Nancy. Iban por el herbal, y la hierba les llegaba hasta la cintura. La posada era una torre medio derruida, y a cada lado tenía un gran cobertizo, y delante una era redonda, enlosada. De uno de los cobertizos salió uno que sería pastor por la piel de oveja que vestía, y se alumbraba con un farolillo. A su lado otro, envuelto en capa blanca, sostenía de una correa un perro lobo, que luchaba por lanzarse a los recién llegados, enseñando los dientes y roncando rabias.

—¿Quién vive en Bretaña? —preguntó el del farol. Tenía voz joven, aunque se la disimulaba el miedo.

—¡Mejor será preguntar quién muere! ¡Pasa el difunto coronel Coulaincourt de Bayeux, del Principal de Normandía! ¿Y quién se atreve a vigilar a los muertos en los herbales de Moedac?

El de la capa blanca pasó la correa del perro a la mano izquierda, y con la derecha tomó del que parecía pastor el farol, y se adelantó para echar una mirada a la visita. El coronel estaba plantado en medio de la era, con el sable desenvainado, y detrás de él, desatornillando su bastón estoque, el señor hidalgo de Quelven. Los demás quedaron un poco atrás, y el sochantre no veía que cayese deshonra sobre los De Crozon de Chateau–Josselin escondiéndose detrás de la higuera que se levantaba junto a la cancilla de la era.

—¡Buenas noches, señor pariente! ¡Se presenta el capitán de fragata Du Crann, de la Marina Real! ¿Acaso no había enterrador en Sedán?

—¡Tarda uno —dijo el coronel envainando el sable—, en perder la ira! Mi madre, que en paz descanse, era una Du Crann del pelo rubio. ¿Se perdió algún navío del rey de Francia en los herbales, señor capitán?

El capitán entregó el farol y el perro, que medio se había calmado, al pastor, y se puso a hablar en voz baja con el coronel. El escribano de Dorne, que parecía conocedor de aquella posada, guió a la hueste al cobertizo de la izquierda, y allí se aposentaron en rueda, y visto que el coronel se demoraba, comenzaron a cenar arenques ahumados y sidra dulce, y un intermedio de huevos cocidos. El sochantre había comprado en Huelgoat una pieza de pan de centeno, y cortaba unas cortezas muy sabrosas, de espaldas al médico Sabat, que era muy aficionado a ellas. Había pasado media hora y el coronel no venía, y al sochantre las noches se le hacían muy duras, ya que puestos en rueda aquellos difuntos empezaban a contarse unos a otros sus historias, como si se tratase de novedades, y organizaban el más temeroso coro del mundo, pues cada uno hablaba por su lado, sin oír al otro.

Ya llevaban promediadas sus vidas cuando entró el coronel Coulaincourt y se introdujo en la disputa. El coronel contaba deprisa, y con más brevedad que de costumbre, adelantándose al hablar de los otros con su carrera, y en un momento terminó aquella solfa.

Se levantó el coronel de la banqueta en que se había sentado, y apoyándose con ambas manos en la empuñadura del sable, habló con mucho sosiego, aún dejando brillar en la charla algunos puntos de alegre bambolla.

—En el cobertizo y en la cocina de la torre están ahora mismo —dijo— nueve señores chouans, bajo el mando de mi primo Du Crann, y se vinieron a apostar en esta soledad, porque a la hora del alba pasarán camino de Morlaix, por la carretera real de Saint–Brieuc, dos cañones republicanos, y los caballeros de Bretaña piensan tomarlos a pólvora y espada. Por ser el de más alta graduación presente en este campo, según las ordenanzas de la Royale Armée, tomaría el mando en la batalla, si no fuese que me veo difunto.

Dijo esto altivo y abombando el pecho. Con la punta de la vaina del largo sable en el suelo, que era de tierra, trazó una línea que figuraba la carretera real, y a la derecha de ella hizo un pequeño agujero, que era el bosque de Preml, y a la izquierda otro, que era donde estaban, la vieja torre de Mordeac, y aclaró cómo los chouans cargarían saliendo del bosque, mientras él, con el hidalgo de Quelven y monsieur De Nancy, galoparía contra la vanguardia, cerrando la emboscada, y el sochantre y el médico Sabat alarmarían ocultos en los herbales, el médico disparando una pistola de recado que le prestaría un señor chouan, y el sochantre tocando una marcha ligera en el bombardino, lo más parecida que le saliese al cornetín de órdenes. Madame De Saint–Vaast esperaría con los otros en el cobertizo la vuelta de la guerra.

—¿Y yo qué pinto? —preguntó dolido el escribano.

—¡No hay noticia de escribano en batalla, señor Pleven! —le gritó el hidalgo de Quelven, que al fin había conseguido desatornillar el bastón estoque, y hacía molinetes con la brillante hoja a la luz de Guy Parbleu.

Y fue entonces cuando se oyó la lechuza tres veces. Salió al campo el coronel con sus guerreros, y les señaló a Sabat y al sochantre un altozano en el que, retorcido, desmedraba un castaño. Los chouans montaban en sus caballos, y Du Crann llevaba su perro lobo a la grupa. Con la luna llena se veía ahora como de día, y se había levantado viento terreno. Siempre ventea en Bretaña cuando hay luna. Los más dicen que es el aire que mueven los difuntos que pasan. Se hizo Sabat con su pistola y se echó a andar hacia el puesto, seguido del sochantre, por un camino de pastores. Vieron pasar a Coulaincourt y a los suyos galopando, herbales abajo; de los chouans, ni rastro. La señal era dos veces el canto de la lechuza y un silbido largo. Al llegar al alto, Sabat subió fácilmente al castaño, y De Crozon se escondió entre la hierba, sentado en la caja del bombardino.

—¡Ya están ahí! —le murmuró Sabat.

Cantó la lechuza en el bosque de Preml, y seguidamente atravesó la noche un silbido largo. Se oían tiros por donde corre la carretera real. Sabat disparaba al aire la pistola, como se le había ordenado, y De Crozon inició una marcha cazadora, que había oído cantar de niño cuando venía su padre de cazar el jabalí en Guéhenno. Sin darse cuenta, se había puesto de pie para tocarla. Una gran boca de fuego se abrió en la carretera, donde se reñía la batalla, y el estruendo que siguió fue enorme. Se hacían disparos sueltos más allá del bosque de Preml.

—Debió de estallar un armón —comentó el médico Sabat, bajando del castaño, que ya se le había agotado la pólvora.

Llegaba el hidalgo de Quelven, galopando en el esqueleto de uno de los caballos de la carroza, con el estoque en la mano.

Vive le roi!

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sabat.

—Los chouans llevan los cañones por el camino viejo. También llegaban Coulaincourt y monsieur De Nancy, cada uno montado en su esqueleto caballar.

—¡Una hermosa escaramuza, señores! —gritó el coronel saludando, y riendo aseguró:

—¡El mérito hay que concedérselo, señor sochantre, a esa marcha cazadora! ¡Parecía que llegaba monsieur de Turena a pasar el Rhin!

—¿Y yo no hice algo? —preguntaba monsieur De Nancy.

Corriendo a la batalla había cortado la soga del pozo, y se había metido en lo más ardido, y haciendo un nudo en el aire había cogido por el cuello a un oficial de la República.

Lo traía de botín, arrastrándolo por los herbales.

Esto indignó a Coulaincourt.

—¡No son ésas armas de guerra, verdugo de Lorena!

Le metía el sable en la cara. El verdugo soltó la soga, y galopó solo hacia la torre de Mordeac. Todavía se escuchaba algún tiro por el crucero de Saint–Martin.

—¿Y mientras amanece, no podríamos oír otra vez esa marcha cazadora? —pidió el hidalgo de Quelven.

El sochantre se había acercado a mirar el muerto. Era aquel joven del sombrero militar nuevo que los había pasado a la hora del almuerzo en el vado del Aul. El cadáver era una masa sanguinolenta.

—Los muertos no podemos enterrar muertos, pero todo tiene arreglo —dijo el coronel apeándose del caballo. Entre él y el médico Sabat estribaron al muerto en el esqueleto de Le Garde, y lentamente, mientras comenzaba a despuntar el día, se aproximaron a la torre. Metieron el cadáver en un cobertizo. Madame De Saint–Vaast se había acercado a mirarlo.

—¡Y yo que pensé que iba de boda tal galán!

—¡Ir iba enamorado! —reafirmó el escribano.

—Se llevan los mismos ojos al amor que a la guerra —sentenció el hidalgo.

—¡Sochantre —ordenó con voz seca el coronel—, ponle fuego al cobertizo!

Obedeció De Crozon, y encendió con el chisquero, a fuerza de soplos, un manojo de paja. El cobertizo era de gruesos e informes trozos de madera, cubierto de paja y terreño, y mediado de hierba seca; ardió pronto y el viento animaba la gran hoguera.

—Venga un responso de bombardino, señor sochantre —pidió el coronel.

El racionero con menores de Pontivy tocó muy despaciosamente la marcha funeral que utilizaba para los colegiales de su Capilla. La hueste se retiraba hacia donde había dejado la carroza, pues ya clareaba alba. Cuando el bombardino tocaba el floreo final, el techo del cobertizo se vino abajo, con gran esparcimiento de chispas y trozos de madera ardiendo.

Allí quedaba aquel mozo alegre. Fue a unirse el sochantre con sus compañeros, y a medio camino lo estaba esperando el hidalgo de Quelven, que le pasó un brazo amistosamente por el hombro. Ya le habían vuelto las carnes con el día.

—¡Sochantre, me gusta más oírte que fornicar!