Primavera a la vista
Faro de Vigo, 21 de marzo de 1954.
Cada estación, como cada música, habla no más que la lengua que nosotros comprendemos, que cada uno de nosotros comprende, nuestra lengua personal y secreta. Para un poeta alemán, tal día como hoy, el cielo estaba lleno de violines. ¿Cuáles violines? Poned, digo yo, a Vivaldi cerca del oído: una música coloreada, de la misma naturaleza alada que la brisa o la paloma, se teje, encaje de Camariñas o point d'Alengon, entre cielo y tierra. La tierra ya la conocéis, la pequeña patria nuestra, y yo la contemplo mientras escribo; lo más vivaz en ella es el oro fresco y gentil de los nabales, un color que he tardado en apreciar; los japoneses parecen grandes sombrillas blancas —las ombrelle d'amore stendhalianas—, y en las finas ramas de los pegigos brotan las florecillas rojas, de una finura incomparable. Bajo la rugosa corteza de los árboles algo está apresurándose, tan cálido y misterioso como la sangre, y de tan hermosa presencia. La Naturaleza escoge un sonido, una frase, simplemente un instrumento para el efecto de un timbre, y os lo acerca al corazón. El profundo sentido de la vida puede esconderse en un acorde, en el canto de un pájaro, en un agua que pasa, un fuego o una lámpara encendida en la noche, una sonrisa de mujer o una palabra que se oye al pasar; todo lo que es secreto e irracional nunca es una pregunta, que es una respuesta, algo que habla del lado del misterio, desde «la nocturna espalda». ¿La hora en que nacen las estaciones es una hora secreta? ¿Podremos preguntarnos quién la sueña y desde dónde? El ángel que en William Blake da las horas, aprieta el índice contra el pulgar y lo dispara luego contra un vaso que suena como una campana «perdida en los bosques donde la luna y la noche se saludan». El ángel que da las estaciones no encenderá los candelabros de los días de otra manera, y si los tiempos tienen diferente color, será que la luz, como en el sueño de Santa Francisca Romana, se filtra a través de las alas multicolores.
Recordaba hace poco Eugenio Montes aquel coloquio entre dos estrategas en la guerra contra Samos. ¿Cuál es el color de la juventud?, se preguntaban. El uno, que mandaba un ala de la escuadra, y se llamaba Sófocles, dijo: «La juventud es de color rosado». El otro, que mandaba las tropas de tierra y se llamaba Pericles, dijo: «La juventud es de color de púrpura». Contemplaba Sófocles el luminoso rostro, pero medía Pericles la sangre generosa y su llama. (¿Arengaría Sófocles a los navíos antes de la hora incierta de la batalla? Comenzaría por una lejana comparación la arenga, como hablando por hablar, y trayéndola luego a ejemplo del amor o del temor humanos, y reflexionando sobre la debilidad del hombre y la ciega pasión del Destino, dejaría caer una espada desnuda como una serpiente, y como ella falaz, a los pies de los soldados y los marineros. La arenga que nosotros imaginamos en los labios de Sófocles no podía inventarla Tucídides como inventó el discurso de Pericles. Pero sí hubiera podido Shakespeare.) Tan vana, y a la vez tan profunda cuestión, es preguntarse por el color de la juventud como por el color de la primavera. O también, por el color de la guerra. Cuenta Wygand de un italiano que cabalgó por la orilla del Rhin al lado del mariscal de Turena, y en terminando la primera batalla, en la que había hecho honor a las alegres plumas de su casco, se marchó diciendo que la guerra en Italia tenía otro color y otro aroma.
Pero volvamos al ovillo de este día: ¿cuál es el color de la primavera? Me lo iba preguntando estos días pasados, camino de Santiago a Vigo, que no pude hacerlo yendo de Lugo a Santiago: por las tierras de Palas de Rey, por Melido y Arzúa, todavía eran horas de frío invierno, bajo una lluvia tenaz y un viento áspero. Pero por Padrón ya se veía adelantarse, como una cortina de luz más tibia y viva, la primavera: unos finos verdes, unos sutiles azules lejanos, unas ramas floridas, y todo frágil como cristal, e iluminado. Una palabra que significase «verde cristal flor frágilmente quebrándose suave» — un poeta podía inventarla; las palabras de las lenguas no sólo «vienen de», sino que también «van a», y su punto de destino es siempre más maravilloso y secreto que el punto de partida—, diría ahora, en tres o cuatro sílabas, el color recién nacido de la primavera. ¡Aunque fuera, Señor, una palabra endecasílaba, verso primero del soneto de las cuatro estaciones! En el umbral de la noche —una puerta de sombra y silenció— alguien ha abierto las finas manos que a ser seda se atreven, y con ellas acaricia la nuevamente vestida y decorada tierra. Mañana oiré al cuco en el bosque. ¿Será él quien dice la palabra que hace venir, de pronto, la primavera?