Julio en la Ribera Sagrada

Faro de Vigo, 31 de julio de 1953.

Todo el pan de la tierra, el centeno antiguo —y el alto trigo del valle de Toldaos— está segado, y sobre el surco paterno se alzan las medas como los dorados vasos del tesoro sobre la mesa de los grandes reyes. Los ríos —el Sil, el Cabe, el Miño— pasan pero la tierra permanece. Esta es tierra benedictina, parcela preciosa de la Ribera Sagrada: Santa María de Ferreira, San Miguel de Eiré, Santo Esteban de Atán, San Vicente de Pombeiro, San Fiz de Cangas. Aquí fueron las dulces abadesas de antaño: vienen los femeninos nombres, como flores coloradas, en las donaciones de antaño: Ximena, abadesa de Ferreira; Aldonza, abadesa de Eyré, y doña Elvira, abadesa de San Fiz... «¿Mais, oú sont les neiges de antan?» ¿Dónde están, Virgen soberana? Acaso, en la noche, sumergiéndose en el enorme silencio como la redonda luna en las aguas del Miño, sin romperlo ni mancharlo, oís las cristalinas voces del tiempo pasado en Ferreira de Pantón, si os acercáis a la clausura bernarda, junto a las voces de las monjas de hogaño, en la perpetuamente encendida lámpara de los oficios. No oís los latines litúrgicos, las divinas palabras; solamente una monótona salmodia lejana. El gregoriano es como un mar, y en él, como olas que van y vienen, comunal destino, se pierden los labios y los nombres: Aldonza, Ximena, Elvira... Pero aún no hemos terminado, viajando esta tierra de Lemos que llaman Pantón, con los femeninos nombres.

Habíamos estado viendo vender hoces en la feria de Santa Mariña: un trato antiguo y aún algo sacramental. Hoces para segar el pan. El herrero, mientras vendía y animaba el regate, picaba una punta de tocino entreverado sobre un cacho de pan centeno, y no tenía inconveniente, con la boca llena, en echar un trago de vino de Pombeiro, un tinto respetuoso y aperitivo, y más fino de lo que cabría suponer. Los frailes benitos le habrán enseñado el Donato, y es sabido que la primera obligación de los vinos que aprenden gramática es dejar expedita y limpia la boca, por mor del buen y fácil hablar. Además, la gente de los Peares y de esta ribera del Sil, tiene el hablar claro y sonoro, como de acento latino: quizás porque les gusta oírse, tienen el párrafo largo y razonado en el trato, y aún son refraneros. Habiendo oído a la moza del ciego cantar «Soy de Pénjamo», probado el pulpo y refrescado, era hora de irse para San Fiz de Cangas, que era el término y posada de este viaje. E íbamos, mi amigo y yo, imaginando aquella tierra, de tan maduro rostro y de tan masculino y grave continente, gobernada por las pálidas manos de las abadesas, a la vez con cánones y con dulzuras, y discutíamos si no sería mejor que alguna de las riendas del gobierno de los pueblos, sino todo el gobierno, no fuera dada a femenino modo de dominio, por reposado y consentido amor. En estas lerias íbamos cuando llegamos a Cangas, y nos paramos a contemplar, en la puerta de la que fue iglesia conventual, el sol y la luna y aquella estrella y aquellos cuadrados, a modo de jeroglífico, que allí están en la piedra. Contemplábamos la alegre flora y la estupenda fauna de los capiteles —violentos cuadrúpedos, de una sola cabeza cada dos—, cuando advertimos que estábamos pisando los timbres de las estirpes del país: Lemos, Ulloas, Aguiares, Figueroas, Taboadas; en el suelo, como en el muro, están las claras armas, y orante está, habiendo descalzado los guantes, «el valeroso Rodrigo López de Quiroga». Murió en Lodi de Italia el año de 1632; era maestro de campo del Tres de Lombardía. ¿Murió en el puente de las batallas, con la espada en la mano? Moriría de su muerte en la ciudad, en una de aquellas casas que ciñen la plaza y tienen pequeños patios con una fuente y dos cipreses —«ciprés: paraíso del jilguero»—, y los cristales de las ventanas, como sabemos por las novelas italianas, serían de alegres colores, y como en la historia de Aimón y Matilde, que en Lodi pasa, habría en la plaza, bajo el arco del Pan, un flautista que tocaba una alegre tonada. Doña Violante de Taboada, dice la inscripción que se llamaba la madre de este santiaguista, nombre que tiene de la flor y de la música a la vez... ¡Cómo me alegra ver los gallegos en Italia, su ventura! Aunque hayan de morirse en Lodi, un lejano lugar vicioso de batallas.

Doña Violante: añadamos este nombre a los de doña Aldonza, doña Ximena y doña Elvira. Son como las rosas de este país sin rosales, sin más flores que la del tojo en el monte, la camomila en los prados y en los cómaros, las tribus encapuchadas de la digital purpúrea. Pero aún queda otro nombre femenino, otro nombre que si lo digo al enorme y lento atardecer, ya con decirlo digo un verso antiguo, una palabra perfumada, el propio cálido aroma del amor y la vaga melancolía. Se lo digo desde el pórtico de San Fiz a la ronca coral de los castaños, y a la brisa que alegra las vides: Doña Guiomar. ¡Aquí está enterrada, con la diestra mano sobre el pecho! ¿Es que iban, acaso, a volar palomas en la tarde? «Doña Guiomar Méndez», le digo a mi amigo, «tenía los ojos de ese mismo violeta tranquilo que ahora llevan, como color, algunos vinos de Pombeiro»... Aldonza, Ximena, Elvira, Violante, Guiomar: ¿dónde, dónde van, decid los ríos: Miño, Cabe, Sil, las nieves de antaño?

El pasajero en Galicia
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