Cambados (I)
Faro de Vigo. 29 de noviembre de 1952.
Yo había decidido escribir estos artículos sobre Cambados —tres, como las tres hojas de un trébol—, querido Caamaño Boumacell, a la temblorosa y viva luz de una primavera cualquiera, o cuando, finándose el alegre tiempo del verano, comienza a envolver el mundo con su cristal de oro en el sereno otoño. Pero he venido a escribirlos en plena invernía, golpeando un duro suroeste preñado de agua el oscuro rostro de mi tierra luguesa. Este antojo, me digo, de escribirlos hoy, con desasosegada urgencia, ¿será porque cuando yo ensueño y añoro Cambados, ensueño y añoro mayos y septiembres? Quizás sea así, quizás diciendo simplemente: Cambados, yo me evada de este hondo pozo de la fría lluvia, donde el viento vendaval muge como una vaca hacia una estancia de claridades llena, blanquirrosa como las tres sílabas de su nombre: Cambados. Cambados dividido por gala en tres como las tres partes de un concierto, de un concierto romántico e italiano, entre Vivaldi y Tosselli. Pero, ¿y los tempi? Pondríamos a Fefiñanes allegro, ma non troppo: el aire para que su vizconde don Fernando de Valladares haga, en un caballo de bonanza, bajo el fuego luterano «les flamands, gent mutine et tétue«, que dijo el señor Olivier de la Marca—, el pasaje de la Rivera Mossa: son aquellas de los Países Bajos y las kermesses heroicas, guerras melancólicas.
Pero, ¿si la imaginación nos pone a don Femando en Italia, mi ventura, en Chieri y en Pinerola, dando vista a Turín, y viendo irse el Po, plomizo y manso, donde son las blancas torres y el ancho puente de Moncale? Entonces sería de Fefiñanes el tempo vivace, vivaz como un azul de la pintura toscana, que las guerras de Italia parecen siempre abril y al alegre galopar suelen las lanzas enristrar las rosas.
¿Y Cambados? Si me dejo llevar por lo que el Dante apelaba «el dulce tremolar de la marina», un clarísimo allegretto dará el tiempo, pero, si como fue mi vagar, las horas de la tarde se me mueren en las ruinas de Santa Mariña, entonces habré de dejar a Vivaldi y a Tosselli por una antigua coral románica, como una larga y lenta brisa gregoriana: anochecía sobre un grave silencio, y la luna creciente rompía sobre los hermosísimos arcos, tal los de un puente celestial para una peregrinación de arcángeles, y bajo ellos el Camposanto como un río, el oscuro y salobre río de la tierra maternal y eterna... ¿Y Santo Tomé do Mar? Allá va el Umia llevando al mar la tierra de Salnés: a las páginas de don Ramón María del Valle-Inclán habrá que ir a buscar el rostro profundamente significativo de esta tierra: «El río, paternal y augusto como una divinidad antigua, se derrama en holganza, esmaltando el fondo de los prados». Sí, al río Umia le pediremos el tempo de Santo Tomé do Mar, ¿o también a unas ruinas, a las de la torre de San Saturnino, quizás, que enseñó geometría a esta dulce ensenada cambadesa, como en otra punta, el pinar de Tragobe fungador, le enseña versos de Cabanillas? O quizás a ese palacio de las damas del tiempo pasado donde dicen que aquella infanta de Hungría, melancólica como el tokay y los violines, soñó amores, y doña Juana de Castro, la señora reina, vertió el cálido y amargo licor de sus lágrimas: «cuello de garza» sería, como su hermana doña Inés, que reinó después de morir, y la clara mañana de sus ojos parece que aún se mece en esos finos y húmedos azules que por veces se vierten, como un velo celeste, sobre la ría de Arosa... Sí, a ese palacio y al río, que aún ahora me parece llevar el cuerpo de Eulalia: «la luna marcaba un camino de luz sobre las aguas, y la cabellera de Eulalia, deshecha ya, apareció dos veces flotando». (En este cuento de Valle-Inclán, Jacobo es como un Hamlet amatorio, y Eulalia una Eloísa apasionada y moribunda.)
Vamos, pues, al «concierto». Es decir, vamos a visitar, con pausa y nostalgia, el dulce Cambados. Yo quería haber escrito estos artículos en primavera, o en los primeros días setembrinos, cuando Cambados es como una fina copa de tallado cristal que lentamente se va llenando de oro de las tardes, talmente como de un albariño fresco y acariciador.