Sobrado
Faro de Vigo, 9 de marzo de 1952.
La mañana se pasó, giocondas mías, viéndoos en el ábside de la iglesia del Vilar, que por vosotras Vilar de Donas se llama; en un rondeau, ¿recordáis?, os requerí de amores, y con un verso de Ronsard, nostálgico, pretendí asustaros: «le temps, le temps s’en va, mesdames!», os dije con palabras de aquel poeta que «chantonnait ses vers en s’accompagnant de son luth». Pero vos, desde un abril del siglo XV sonreíais incrédulas, mientras el aire de los siglos, Francescas sin Paolo, dulcemente se posaba en vuestras tocas... El señor cura nos regaló con unas manzanas tabardillas, y ya sin más la imaginación se me pasó a una alegre y umbrosa huerta que debió tener el monasterio que allí hubo, y la manzana que adentaba tenía el color y el sabor de un lejano septiembre, en el que una novicia de celestes ojos me la ofreció a través de la labrada reja. Y fueron conmigo versos de Trotaconventos al Arcipreste cuando le decía: «Amad alguna monja, creedme de consejo». Desperté con el café con gotas de Palas de Rey y el nordeste frío que se abría, como una mano poderosa, en aquellas gándaras yermas: un paisaje que, no obstante su dureza y soledad, yo por tan gallego lo tengo y tan entrañablemente nuestro; la importuna memoria mía sopla al oído, ayudada por el viento, versos de Leopardi: «Sempre caro mi fu quest’ermo colle»... Por Mellid seguimos a Sobrado. Había llovido; hacia Arzúa se dibujó, de pronto, un arco iris en la plomiza morriña de la tarde.
Cuando escriba una Meditación de las ruinas —y prometo ante Juan Joaquín Winckelmann y el señor de Chateaubriand, de los que soy fiel lector y discípulo, hacerlo—, vendré a Sobrado peregrino, y en el claustro grande que llaman del jardín me pondré a poner en letra, lentamente, la grave lección de las ruinas. Lección que trasciende de la arqueología al ser y al estar del hombre en la Historia; sólo en las ruinas hay respuestas: quizás las ruinas sean en sí mismas la única respuesta. No está muerto, dice Heine, repitiendo lo que dicen en Westfalia, todo lo que está enterrado...
Mientras ese día llega, recorramos los claustros desiertos, en los que crece la hierba y florecen el piripol y el helecho; este es el claustro de la Hospedería, este otro el procesional y en él nace la escalera que llaman «Maristella»... Las ruinas neoclásicas y barrocas son más ruina que las románicas. Un Sobrado románico en ruinas no impresionaría tanto, y sin embargo, lo que haya de nostálgico en nuestro espíritu en Meira, Oya o Sobrado, en los días del románico se abreva. A la memoria vienen las donaciones, los foros, las concordias medievales, escritas en nuestra lengua románica. Cada abadía de éstas fue como un Avemaría del X o del XII hecho piedra.
Publica Floriano en su Paleografía un documento de Sobrado que confirman la reina doña Urraca y su hijo Alfonso VII, el Emperador. Al rey Alfonso, prorobere confirmatione, los monjes de Sobrado le regalan un venablo y un can de caza. Me ha gustado imaginarme a nuestro príncipe compostelano, una mañana de septiembre, en Sobrado, recibiendo del abad, con toda la cortesía de la matiére de Bretagne, el venablo y el perro, un antepasado, quizás, de esa estirpe que luego en la Inglaterra plantagenet llamarán spaniels: el spaniel del rey. (En los días del siglo pasado, «Flush», de Isabel Barret Browning, fue el corazón de esa estirpe; su dueña, «Flush or famus», lo cantó; Browning le dedicó versos admirables, y Virginia Woolf escribió una vida muy hermosa del perro de la más amada y delicada de las flores de Wimpole Street.) Digo que me imagino al príncipe compostelano acariciando la cabeza del can cazador. Quizás este can, amigo Carlos Barbeito, venga de aquellos que Rodríguez del Padrón contaba, «dela casta de los treze canes que quedaron de Ardanlyer», en los montes de Teayo, de Miranda y de Buján, «donde es la flor de los monteros, ventores, sabuesos de la pequeña Francia»... En el otoño de las tierras donde el Tambre nace, el can del Emperador pararía la perdiz en la linde de los labrantíos, y el arquero tendería el arco y se oiría silbar la flecha en la mañana fría.
He de volver a Sobrado, digo, con Winckelmann y Chateaubriand. De Winckelmann amo el método. «Con unos pocos y diversos datos y fragmentos», dice de él W. Pater, «adivina el temperamento del mundo antiguo y aquello en que éste se deleitaba.» ¿Podremos, como él en el mundo greco-latino, llegar nosotros al secreto, a la vida de nuestra antigüedad? Si hoy escribiera yo de Sobrado, mis páginas serían excesivamente Chateaubriand; lo tengo, es sabido, por profesor de melancolía.