La barca apostólica y la traslación del Santo Cuerpo
Faro de Vigo, 30 de diciembre de 1952.
«Porta de Fageiras, que vai para Padrón»... Las puertas de Compostela que vienen en el Calixtino bien valen los versos de una clara letanía, y en la enumeración más se las piensa —y es ésta una muy compostelana filosofía— como caminos que como puertas: «Porta do camiño francés», «Porta do santo romeu que vai para a Trindade», «Porta de Mazarelos por onde o precioso viño entra á cidade». Compostela es un camino, y donde el camino comience, en las más extremas Europas o en las brilladoras estrellas, comienza Compostela. Comenzó en una barca y en el mar, en el dulce mar de Padrón, que aun es un río, como todos los mares en un principio fueron ríos, los cuatro del Paso. (Lord Gordon de Jartum llegó a opinar que Adán y Eva no conocieron el mar, y que el Paraíso era un luminoso jardín tierra adentro, «como un vaso de cristal de Bohemia en el que deshojáramos una rosa roja»: los cuatro ríos del Paraíso serían como rocío, digo yo; como unas gotas de rocío sobre los rojos pétalos de la rosa.)
Poniéndome a pensar en qué estación del año llegó la barca apostólica a Padrón, acabo siempre por preferir el dorado otoño. Es decir, que yo llevaría a Padrón a Claudio de Lorena a pintar aquella tibia y rosada hora en que la barca descansó en el Padrón. A pintarla como él pintaba, alejándose de la tierra, subiéndose al aire, en travelling de suaves brisas o lentas nubes, y permitiendo siempre que en sus cuadros, donde el sol se pone, aparecieran las eternas manos de Dios recogiendo el haz de los poderosos rayos. Paul Claudel ha escrito que, en una época en que él no era cristiano todavía, «comprendía profundamente “documentos celestes”, como los coros de Antígona, de Racine»... Pues bien, para mí los otoños de Claudio de Lorena son documentos celestes, figuran la visión nostálgica del hombre, melancólica de paraísos perdidos. «Yo veo», escribió en algunos de sus dibujos del Louvre, precisamente en aquel en que un bosquecillo se refleja, como en un lago, en una nube que pasa. Por todo esto, y también por el gusto de su pintura, yo llevaría a Claudio a Padrón, y allí, donde es el país de Laíño y de Lestrove, pondría él esa cálida y morosa pincelada, tan grave y expresiva, y alejaría el todo en ocres y rojos y oscuros verdes, para dejar quieto, como plata, el espejo del río, y la barca jacobea como un ascua de oro meciéndose en él. (Un país bien diferente de aquel que palpamos a través de las sombras de los versos de Rosalía, versos como una larga y fatigada niebla, una pálida niebla que va y viene, sin pregunta ni respuesta.)
Cantando el carro agrario, tardos los bueyes ulláns de doña Luparia, el cuerpo de Santiago Zebedeo es trasladado a Compostela. Yo, en verdad, no llego a imaginarme el Libredon, el bosque solitario, el agreste cementerio, las oscuras y silenciosas horas hasta la invención. «Porta de Fageiras, que val para Padrón»; paréceme que ya estuviera allí desde el primer día, más camino que puerta, esperando, y toda la ciudad ordenada en hojas, como una camelia de piedra, sorprendida de campanas y chirimías, y tal entra en el mundo la luz que amanece cada día, el vaso de Dios, como el sol en el poeta, «una fuerza irresistible armada de rayos», entra a la ciudad. («Vasos de Dios» se llama a los primeros cristianos en un dístico de un mosaico en la basílica de San Pablo, de Roma, y a Pablo, «vaso destinado a los Gentiles». Jacobo Zebedeo fue el vaso destinado a nosotros, y hemos bebido.)
Pero si para la llegada de la barca apostólica a Padrón preferimos el otoño, ¿cómo no preferir, para la Traslado S. Iacobi, la primavera? Bajo esta dura lluvia que empuja el Noroeste con su pecho frío —casi el quinto día del Diluvio, que fue aquel, según cabalistas, en que llovía ya, también, de abajo para arriba—, y que lleva a uno a rogar ao petendam serenitatem, me pongo a imaginar un dulce mayo, las rúas compostelanas sembradas de rosas, romero y espadaña, oliendo tal como el día de Corpus Christi huele mi catedral. Hasta la profunda y solemne música del órgano parece recender a incienso y a romero, a rosa y hierbaluisa, y toda la mañana es como una enorme y fina flor posada en el regazo de la tierra.