En Mondoñedo por San Lucas

Faro de 18 de octubre de 1950.

Permitidme que haga el elogio de mi ciudad .natal. Más de una vez he dicho que lo que más me gusta del pintor Giambattista Cima da Conegilano es que en todos sus cuadros pintó la cima, la colina blanquialmenada de Conegilano, su ciudad, y de tal motivo tomó apellido en la historia general de la pintura. Si yo fuese pintor, escogería una de las colinas mindonienses para fondo de mis cuadros, quizá San Cayetano —castro y romería— o quizás la curva verdiazul de Camba, tan fina de línea y de color que parece robada a los pequeños Corot de Italia, a las colinas donde medra el pino y el ciprés en el camino de Monza y donde la imaginación entierra siempre, cubiertas de oro y musgo, las pálidas reinas de la Lombardía... Pero, aunque el otoño pretenda engañarnos, no estamos en la florida Italia, «donde fue el claro fuego del Petrarca y donde aún son, del fuego, las cenizas»... Estamos en una bocarribeira gallega, bajando de la tierra llana por quebradas antiguas y desnudas a un valle que tiene la medida del ojo humano. Mondoñedo se acuna a la entrada del valle, con la cintura prieta como si tuviera muro que le pusiese lindes, y tiene el mismo color, pizarra y ocre, que las sílabas ordenadas de su nombre, que, para mí, valen un dulce y asonantado verso. ¿No percibís algo de fugitivo y lejano, algo vago y antiguo si pronunciáis estas cuatro sílabas: Mondoñedo? Si yo escribiera algún día la geografía sentimental de mi país gallego, le haría a Mondoñedo unos versos misteriosos y eufónicos como los que al Badrulbadur de las princesas de la China hizo un día, con música de sentimentales bambúes, el poeta Jean-Paul Toulet.

Si Lugo fue para mí clasicismo, Mondoñedo es la melancolía y el silencio. Viviendo fuera de Galicia, en Madrid, pongo por caso, Mondoñedo me parecía algo absolutamente inasequible y fantasmal, que existía quizás en un espejismo, pero que una ráfaga de aire podía arremolinar y aventar en un santiamén. Tenía que decirme a mí mismo alguna noche: «Esa creciente luna, esas estrellas, las pueden ver ahora mismo mi mujer y mis hijos», para tener la certeza de que no estaba soñando islas de Avalon, recónditas y navegantes. Ahora tengo en los ojos toda la melancolía y en el oído todo el silencio de Mondoñedo. Sobre todo, el silencio, gozoso y casi táctil, en el que mansamente decantan las horas. Impone una pausa a la vida. Aquí, aun en plenas ferias y fiestas, se puede quedar uno a ver crecer el silencio: literalmente, a ver crecer la hierba. Ser connaiseur de silencios paréceme uno de los más altos grados de la sabiduría humana: el silencio es un producto de la cultura, como la soledad. Yo reputo a Mondoñedo como una escuela de silencio, tan ilustre como Verona.

Las ferias de San Lucas son tan antiguas como la ciudad. Las dos vienen de los días de dom Martín, hace setecientos años, cuando el buen obispo pobló el «pumar de canónica», levantó cerca a la villa y construyó la catedral de la Asunción de Nuestra Señora. La feria es una feria medieval. No sé en dónde leí yo que allá por los años de las emigraciones de los grandes pueblos antiguos, iban los celtas llevando ante ellos grandes rebaños de caballos salvajes. Quiero imaginar que lo que de aquellos rebaños resta es la caballada brava que desde Pastoriza baja a Mondoñedo a las San Lucas. La trae gente céltica, de una tierra de castros, llena de nombres dignos de figurar en un catálogo homérico. (Una de las delicias mindonienses es la toponimia: Argomoso, Sasdónigas, Lindín, Bretoña, Blan, Baltar, Reigosa, Estelo, Romariz, Labrada... ¡Qué palabras para la pura poesía!) Me gusta ver llegar los potros, enristrados, peludos, humeante el belfo, recogidos de bragas, cortos de pata y tercos de casco, con un aroma de libertad en las revueltas crines. Los veo pasar, y espero que tras las manadas baje un rey celta, uno de la estirpe de Mili, reyes que labraron en los grandes escudos las genealogías de las yeguas hijas del viento y de la luna, engendradas en las praderas antiguas... Pero no: el que viene es un mozo de Blan o de Reigosa, con cimbreante vara y los azules ojos sorprendidos.

Al atardecer, del ferial bajo a la ciudad. Me gusta bajar por Santo Domingo, luego por Batitales al pie de las concepcionistas... Al llegar a la peña de Francia me detengo: un instante he creído que hacían música en la casa de los Luaces. ¿Es Pacheco que toca a Rossini en el pianoforte? ¿O es que en el silencio de la ciudad y de la tarde de otoño, mana en la ciudad una fuente musical y eterna? Sobre la fina línea rossiniana, se quiebran ahora las campanas de la catedral, y cuando llego a la plaza me encuentro, sin saberlo, en el final apasionado de una deliciosa y sentimental fantasía. Tiene un nombre oscuro y vago: Mondoñedo.

El pasajero en Galicia
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