Vigo (II)

Faro de Vigo, 3 de diciembre de 1950.

Hay en Vigo un afán de modernidad que, por veces, aun a aquellos que, como yo, aman la ciudad y le deben el regalo de muchos claros días, se hace exigente en demasía, y se hace tan exigente y apremia de tal modo porque, a mi leal saber y entender, Vigo no logra sin esfuerzo lo que muchos vigueses entienden por modernidad. El caso es que Vigo se asienta en una de las tierras más significativas y entrañables del país gallego, frente al viejo Morrazo, lindera de los valles antiguos del Rosal y Miñor, orilla del mar de más noble tradición literaria del país, y por añadidura es la puerta mayor del gallego que sale a su aventura. Quiera o no, Vigo ha de tener el paso del país, y a poco que se apresure, perderá de su poder natural y comprometerá su futuro gallego, que todos soñamos tan alto y maduro. Si yo logro, en Vigo, quitarme de los ojos las telarañas de la literatura, olvidarme de Martín Códax —¡perdón, poeta!— y de toda esa difusa sentimentalidad de que, ayer no más, hablaba en estas mismas páginas, lo que me gusta entonces de Vigo es su juventud: una juventud moderada en sus impulsos y corregida en su ímpetu imaginativo por el trabajo. Es un tópico gallego que Vigo trabaja: decir que Vigo trabaja en un país que trabaja, quiere decir, más o menos, que en Vigo se ve el esfuerzo del trabajo. O, en otras palabras, que a Vigo se le ve crecer y enriquecerse, ponerse en forma, y esto es bueno y conveniente para Galicia toda, máxime si Vigo mantiene su galleguidad y no apetece excesivas modernidades. Ser «provincia», en el mismo sentido que la palabra tiene, pongo por caso, en Flaubert o en el Mann de Los Budenbrook, es, todavía, algo muy importante, europeo, humano y sólido.

Yo iba en Vigo a un café donde, tarde y noche, tocaba el violín Corvino; al piano, Yepes, y en el cello, Gandía. Corvino, desde hacía algunos años, sabía que yo, para corrección de mi ánimo vagabundo y mis oscuras soledades, apetecía siempre Mozart. Esto es: amaba una fina línea de seda tendida a través de la brisa; amaba esa misma brisa refugiada en el cuenco de unas manos que, luego, la derramaban lentamente sobre la dulce y fresca hierba. (Ya no recuerdo ahora si era hierba lo que yo imaginaba o eran desnudos pies de muchachas, pies de muchachas que danzaban pausadamente, apenas una leve inclinación en la cintura, y el cabello suelto. O quizás era esto, dorado o negro pelo, lo que se derramaba por el viento, y no agua por la tierra. No, ya no recuerdo.) Corvino, por veces, tocaba por mí Mozart. Gandía se sonreía, comprendiendo. Y yo, aquella tarde, convencía en la redacción del periódico a un amigo para que me acompañase a un comercio de ultramarinos que había cerca del ayuntamiento y en cuya trastienda bebíamos un jerez estupendo, espabilábamos a un dependiente que era de Aldán — «a lúa en Aldán tén o paño á curra»—, y ese amigo, que por entonces era un filósofo jónico en lo que toca a razonar sobre el origen y naturaleza de las cosas, solía aconsejarme. Mozart, bien se ve, no tenía la culpa. Cuando recuerdo mis días de Vigo, recuerdo siempre al bueno y cordial Corvino, un hombre muy niño, una sonrisa inolvidable.

Subir al Castro era una de mis fiestas viguesas. Eso e ir a pasear por el Berbés. Pero, lo mejor, subir al Castro con un libro, y sentarse con el libro en la mano a ver Vigo, a ver a Vigo desde el viento. Si era Noroeste lo que soplaba, tal y como venía lamiendo la espina dorsal del Morrazo, era una fría mano la que azotaba, salobre y áspera, el rostro. Era el viento del mar, padre barbado de las grandes lluvias. Si era Sur, entonces era el viento agrario del Rosal, viento de los maizales y las viñas. Vigo, a nuestros pies, encendía sus luces en el atardecer, y yo amaba aquella ciudad tranquila y seria, tibia y recatada, para la que un poeta, desde la niebla de los siglos, hizo unos misteriosos versos de amor.

El pasajero en Galicia
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