El cazador en Beiral
Faro de Vigo, 11 de octubre de 1953.
Habíamos estado contando historias en el atrio de la iglesia, bajo los porches, que yo tengo por restos de un antiguo claustro, si es que aquí hubo benitos y la infanta doña Froila —una de esas flores gallegas, blancas y sonrosadas y los grandes ojos asombrados, que eran infantas en León la cortés— por las calendas de octubre aquí testó. Seguramente que aquellas calendas de octubre del año novecientos no eran más hermosas, doradas y serenas que éstas que vivimos, ni eran mayor vaso para el prodigio, ni eran más nuevas las historias que entonces se contaban que éstas que ahora oímos. Todos los años se pierde una historia y una canción. Se pierde hasta la memoria de los milagros. Pero las mañanas, amigo Trabazo, permanecen. Esta, de cierto que llega por la banda del oeste al Ulla y por el norte al mar, que yo veo el enorme y levantado arco de irrebatible luz tendido más allá del Faro y de la Corda, y otros surcos, como en una larga bóveda de luz, siguen hacia el sur —el sur, que tiene un verso de Cernuda: «Ya mis lentos ojos no verán más el Sur, de ligeros paisajes dormidos en el aire», como unos hermosos ojos de mujer tienen, por un instante, una mirada lejana y nostálgica— y otros arcos aun pisan las oscuras cumbres del este. Tan ancha, clara y alta va la mañana que no dudo sea ahora primera hora de la mañana en todo el mundo. ¡Cómo le gustará a Dios tomar en su mano el mundo matinal y luminoso como una lámpara!... Pero ya no me dejan soñar mundos ni mañanas los cazadores. Han levantado un bando de perdices al otro lado de las xesteiras y las foguean. Ney, el can —ira galaica su nombre de can contra el Mariscal de Francia— olió el zorro y le ladra soto arriba. En los robles que dan sombra al camino, donde llaman el Lugar de Meis, están puestas a secar las grandes trenzas del maíz rojizo —hay granos como rubíes— de estas tierras.
Beiral está en la donación de Odoario, el obispo repoblador de Lugo. Yo creo en la veracidad de la donación, y me imagino al obispo poniendo en la oscura soledad de las tierras iglesias, palacios, lugares, viñas, caminos y puentes, como niño que pone pesebre de Navidad con país, y después va poniendo pastores y labriegos, monjes, soldados, una mujer que lava junto al puente, unos jinetes en una colina, un gaitero en el atrio —aquí, en el atrio de Beiral— y un mirlo en la viña y palomas en el aire. Y aún queda algo: canciones; para que las haya, el mundo ha de estar sembrado de esperanzas. Hay un refrán de beduino que dice que cuando en tierra sedienta un pueblo vive feliz, es que el agua no está lejos...
He traído, para leer mientras vago y los cazadores andan a lo suyo, los cuentos de Perrault: ahora se cumplen doscientos cincuenta años de su muerte. ¿Huele a hadas la mañana? Bien podría. Alguna vendría a habitar el país cuando don Odoario lo repobló: quizás el hada que habitó aquí, en Beiral. trajo esos rosales pedreses que ahora dan las últimas y coloradas rosas sobre el muro del huerto. Quizás trajo los ruiseñores, que aquí los hay y cantan, como el hada Calaín llevó a Bretaña, desde Aviñón de los Papas, la dulce y enamorada alondra; o como aquella que llegó a Maguncia tras una peste, y fue abriendo de nuevo en los labios de las gentes la flor de la sonrisa, ésta de Beiral trajo para la boca de esa moza que pasa el dulce sonreír que envuelve los tímidos e inaudibles «buenos días». Quizá sólo trajo un leve y transparente olor a hada que ahora no sabemos reconocer... Vuelven los cazadores con nueve perdices y un lebratillo, y Ney, sudoroso, con dos palmos de lengua fuera, viene a latir contra mi pierna. Así debía latir —un pulso célebre y sonoro— el Mariscal tras una carga, en los llanos germánicos, de la estrepitosa y coloreada caballería francesa. El can me mira largamente a los ojos, y yo lamento no ser el señor Samaniego para poder echar con él una parrafada. Le doy a oler los cuentos de Perrault. Quisiera explicarle todo lo que aquí, entre estas tapas coloradas, duerme y sueña, y preguntarle si él percibe cómo de estas páginas sale un fino perfume fresco, algo así como el olor de la hierba mojada en junio, cuando tras la lluvia viene el cálido sol con su lengua.
Desde el atrio de Beiral se ven humear todas las chimeneas de los lugares de la rilleira de Mondín. Como en el verso de Curros, fumegan as tellas; pero lo que a uno le viene a la memoria es el soneto aquel de du Bellay: «Heureux qui, comme Ulysse, afait un beau voyage», e imagina que regresa a su aldea en la madura edad, y ve el humo de la chimenea de la paterna casa, y puede, en fin, derramar el vaso de la nostalgia... El licor de la nostalgia tan tibio y oscuro será como este vino de esta ribera de San Fiz, pero más no.