El viaje a Triacastela

A la sombra del oscuro Oribio, siguiendo las aguas que van al Miño

Faro de Vigo, 16 de octubre de 1962.

Haciendo la vía del Santiaguero

La carretera va ciñendo cimas de los montes del Cebrero, y pronto comienza a descender buscando el pequeño valle de Triacastela, llevando siempre a la izquierda la solitaria y enorme sierra de Oribio, cuyas oscuras cumbres desmienten la claridad que un poeta amigo de las palabras pudiese ver en las tres casi doradas sílabas de su nombre. Pequeños pueblos han nacido a lo largo del camino. Pasamos por Liñares, con su pequeña iglesia, cuya torre repite la del santuario del Cebrero, como más adelante la de Hospital. Ya no hay linares en Liñares. Hay alcapudres, algunos robles, un castaño, dos hayas junto a las casas, y el resto es tierra pastizal o pobres labradíos, donde se da mal la patata o crece un poco de centeno. La gente vive de la ganadería vacuna y ovina, que tiene para ella dilatados pasteiros y suculentas brañas. Todas las casas de Liñares son nuevas. Esta es la única tierra gallega sin hórreos. Debían ser hermosos los campos linariegos en este alto, en el momento en que el lino deja mecer por la brisa la flor azul.

—¿Fai moito que non sementan liño en Liñares? —le pregunto a una mujer que va por la carretera con unas vacas muy lucidas.

—Eu xa nono recordo. Había un tear en Hospital.

Le alabo las vacas y me dice que van a tener que enflaquecer y que si sigue la sequía habrá que pensar en vender alguna. No hay pastos. Esta no es, además, tierra nabega. Y se echa encima el invierno, en el que durante semanas el ganado ha de estar en las cuadras.

—¿Venden a leite?

—¿E a quen nése tempo?

Hacen quesos, y la leche es parte muy principal de su alimentación. La mujer se queja de que se marcha la mocedad.

Para Francia, Alemania, Suiza. Me gusta el acento gallego de aquí, tan claro. Yo digo Laguna de Castilla, y ella me corrige:

—Lagúa de Castilla.

En todo Liñares no hay una huerta.

—¿De qué fan o caldo?

—Cócense unhas patacas.

—¿Sabe algo dos peregrinos?

—Sí, señor. Por aquí iban e durmían en Hospital.

La mujer es rubia, tiene los ojos azules, y nerviosa, se ata y desata dos o tres veces el negro pañuelo de la cabeza.

El tesoro de Hospital

Hospital es mayor que Liñares, y está a la derecha de la carretera. La fuente de Hospital está casi seca y deja correr un hilillo de agua fresca que, de pronto, se interrumpe durante unos segundos.

—¡E a sequía, que no seu é unha fonte muy principal!

Me lo dice un tal Lisardo, que está descargando un carro de xestas. Lisardo es alto, moreno, delgado.

—¿Queda algo do hospital dos peregrinos?

Me asegura que no. Y tras mirarme con calma, me dice que después de todo no deja de ser una pérdida, porque si es cierto que van a arreglar la carretera y van a volver los peregrinos de Santiago a este camino, que si hubiese allí casa para ellos, algunos se detendrían.

La iglesia está rodeada de una pared de mediana altura, y la torre tiene una escalera exterior para subir al campanario. La puerta principal, bajo un pórtico que debía albergar a los fieles que aguardaban la misa en los días de lluvia y nieve, está cegada por un gran montón de tierra escombrera, y se entra en ella por una puerta lateral, atravesando un pequeño camposanto. En la propia pared de la iglesia hay un nicho, encalado y pintado de colorado, con la fotografía de un difunto de bigote en la hornacina. Cuando regreso con Magar de fotografiar la iglesia, Lisardo ya ha descargado las xestas, ayudado por dos hijos pequeños.

—¿Hai escola en Hospital?

—Ainda chegou ontes a maestra. ¡E unha maestra mui cómoda!

Lisardo es rico en adjetivos, como se ve. Le da una vuelta a la gorra en la cabeza y me cuenta que es cosa sabida que donde fue el hospital de peregrinos en Hospital, hay un tesoro de un francés. Llevaba con él el tesoro y una hija, que la iba a casar con un conde en Santiago. La hija enfermó en el camino y murió en Hospital. Entonces el padre enterró el tesoro con la hija y se hizo pobre de pedir. El tesoro era una fanega cumplida de oro.

—¡Ainda que fose medio ferrado!

Le pregunto si alguien ha buscado el tesoro, y sonríe.

—¡Fai anos a algúns deulles por cavar de noite, pro non atoparon nada!

En Hospital también hay casas nuevas, de ladrillo y cemento, pintadas de azul. Hay unas pobres huertas con unas berzas raquíticas. Cualquiera de ellas se alzará donde fue el hospital, sobre la tumba de la infancilla de Francia que venía a casar a Compostela y acabó sus breves días de lirio en esta montesía soledad. Usaría guantes, como dice una antigua canción inglesa, cuando quiere alabar la distinción de las ricas mademoiselles de Aquitania.

Más camino

Poyo, Fonfría, Lamas de Viduedo, y ya bajar hacia Triacastela. Vueltas y más vueltas por la estrecha carretera entre xesteiras y uces, el Oribio a la siniestra. Poco a poco se va abriendo el valle de Triacastela. Lo han hecho tres regatos, el de Santalla, el de la Balsa y el de Ramil, que se juntan para hacer el río de Triacastela, que un poco más adelante se llamará el río de Samos, y otro poco más adelante el río de Sarria, hasta que se lo bebe el Neira, que va al Miño. Es un río alegre y molinero, con esbeltos chopos en las orillas, en los que el otoño pone ya manchas de oro. La villa está al pie del monte que llaman Castro, y hay espesos y fecundos castañares en las laderas y verdes prados en la ribera misma. El valle lo cierran por la otra banda los montes que llaman Roxomil y Pena do Sulleiro. Ya nos hemos despedido del alto Cebrero, pero llevamos todavía en los ojos la claridad de aquella inmensa atalaya sobre el mar de redondas cumbres. Un letrero nos dice que estamos en el camino de Santiago, a 151 kilómetros de Compostela, y nos avisa de que en Triacastela hay una iglesia de Santiago. Nos adentramos por la villa, preguntando dónde se podrá almorzar. Nos señalan un café y casa de comidas. Llegamos un poco tarde. Hay que contentarse con unas magras de jamón, unas latas de bonito, una tortilla de chorizo. El chorizo es estupendo. El vino es un leonés áspero y chato. El ama no hace más que lamentarse de que ayer tenía una tartera de cabrito y no vino nadie a comer. Han ido a buscar pan fresco, pero lo traen reseco. Lo trae Manolito Rubio, que es el hijo de la dueña, diez años, espabilado, locuaz. Preguntamos por el señor cura y nos dice la dueña del café que va en un entierro en Vilabella.

—Despois do enterro hai comida. Hasta as cinco ou por ahí non vira.

Pero no hay problema alguno, podremos visitar la iglesia. El señor cura tiene una hermana, la señora Emma, que si no está en la rectoral estará lavando en el río, y Manolito va a buscar las llaves de la iglesia. Estamos echándole las gotas al café cuando regresa con ellas, la llave de la verja del camposanto y la de la puerta de la iglesia.

La iglesia de Santiago

De la primitiva iglesia de Santiago de Triacastela no queda nada. Una inscripción en la torre dice que ha sido reconstruida en 1709. De la hornacina de la torre falta la imagen de Santiago, y el segundo cuerpo aparece decorado con los tres castillos que, al parecer, dieron el nombre a Triacastela. Un camposanto rodea la iglesia. Triunfa el cemento en los nichos y panteones. Un tejo da sombra a un rincón. Donde no es camposanto, junto al ábside, es zarzal. La iglesia es pobre y no está bien tenida. En el altar mayor saludamos a un Santiago de talla ingenua, que apoyándose en el bordón, lee en un libro que tiene en la mano derecha.

Unos vecinos de la iglesia se asoman a la pared de su eirá, atraídos por la novedad de unos forasteros. La mujer, gruesa, blanca, sonriente, quiere saber qué hacemos por aquí. Le explicamos, diciéndole que de aquí vamos a Samos. Interviene el marido.

—¡El camino no pasaba por Samos!

Esto lo oímos cinco o seis veces. La gente de Triacastela no quiere que el camino haya pasado por Samos. Yo explico que si venía peregrino un obispo de Francia, un gran señor borgoñón, un letrado renano, un opulento mercader de Flandes, ¿cómo pasando tan cerca de la ilustre abadía no iría a hacer posada allí, siendo, además, tan de benitos el darla graciosamente? Además que, según Antoine de La Salle, que lo pone en boca del Petit Jehan de Saintré, en todas las abadías benedictinas hay baño...

—Eso sería así, —insiste el marido asentándose los anteojos—, pero el camino no pasaba por Samos.

Preguntamos por el hospital de peregrinos que hubo en Triacastela. Todavía una pequeña plaza se llama del Hospital. Damos con Luis Corral, pequeño, alborotados cabellos, hablador, curioso de antigüedades, de etimologías, de historias.

—O que queda do hospital está na miña casa.

Nos guía, llamando a gritos a la mujer, y llevándonos hacia un patio trasero nos muestra la pared de su casa, en la que se abre una antigua puerta. Las escrituras que Luis Corral posee de su casa dicen que ésta era el hospital. La puerta aparecía medio cegada por el escombro acumulado en el patio, pero Luis está despejando el lugar, y quiere conservarla.

—¡Pra enseñála cando pasen os peregrinos!

Luis insiste en que esto es todo lo que queda del hospital. Está en las escrituras que posee y éstas no mienten. Yo apoyo mi mano en las humildes dovelas de aquel arco, que vieron pasar bajo ellas, buscando albergue, pan y el calor del fuego, a los peregrinos del tiempo pasado. No queda más que esto, de aquellas horas floridas, en Triacastela.

Una vez un peregrino...

Un poeta francés se hizo mendigo y cumplió varias peregrinaciones y romerías. Fue a Rocamador y a Santa Ana en Bretaña, a Roma y Santiago. Hizo a pie los caminos. Entre peregrinación y romería se sentaba a pedir limosna a la puerta de las iglesias de Pro venza. El sol le calentaba los pies. Y en un tomo de cartas de él que han publicado sus amigos, hay una fechada en Triacastela. El peregrino se llamaba Germain Nouveau, y era un gran poeta, lleno de humor y fantasía. Llegó a Triacastela y encontró albergue en una casa, en la que le permitieron sentarse en la cocina, donde ardía un gran fuego. Germain Nouveau, en su escaso castellano, se hizo entender, contestando a las preguntas de los huéspedes, que era, a veces, poeta, y hacía canciones. Un viejo que estaba sentado a su lado le pidió que recitase alguna. Y Germain Nouveau las dijo, varias, mirando para el fuego que ardía ante él. Las dijo en su francés, claro está, pero los que estaban allí, el viejo, otros dos hombres, unas mujeres, unos niños, lo entendieron. Lo entendieron sin saber francés, naturalmente, porque el camino de Santiago, concluía Germain Nouveau, tiene el don de lenguas...

—¿En qué casa sería? —le preguntó a Luis Corral.

Se rasca la cabeza. Le pido, por favor, que averigüe qué posadas había entonces en Triacastela, hace cuarenta años, y si una tenía no más entrar una cocina terrena con tres bancos alrededor de la lareira. Me gustaría que se diera con aquélla para poner allí una lápida, que la regalaría yo mismo, y que dijese que en aquel lugar fueron oídos los versos de Germain Nouveau. Lo que fue, siendo entendidos por quienes no sabían francés, un pequeño milagro en el camino del Señor Santiago...

Antes de dejar Triacastela pregunto si la carretera a Samos pasa por Pena Partida. Me dicen que no, que por Pena Partida pasaba el camino antiguo. Caminamos hacia Samos, en medio de la tarde dorada, por el estrecho valle, junto al río, que está feliz con las alegres, coloreadas lanzas de sus chopos. De despedida, otro paisano, me advierte:

—¡O camiño no pasaba por Samos!

No deben estar muy a bien los de Triacastela con dom Mauro. Pero yo, que hago el camino, voy a vísperas a Samos.

Tierras de difícil vivir

Pronto, siguiendo el camino peregrino, comienzan a hacernos compañía las aguas que corren. Nosotros bajamos buscando los valles que han de llevarnos al Miño en Portomarín, dejando atrás Triacastela, Samos, Sarria, Paradela, Loyo... Agua que corre —escasa en este largo y seco estiaje—, al Miño va, por entre los altos montes. Tierras desnudas y pobres, donde sólo medra bien la xesta, que en los días invernales se convierte en fuego en el hogar. Pocas más patatas dan que las que se siembran, algo de centeno, un poco de huerta. Los de Triacastela dicen que los del Cebrero hicieron cuartos con el ganado. Pero los jóvenes se van. Ya hay gente de por aquí en Alemania, en Francia, en Suiza... Solitarias aldeas perdidas en las cumbres, algunas no tienen luz eléctrica. Casas nuevas han ido sustituyendo a las antiguas pallazas, y las humildes iglesias presiden ahora un rebaño de tejados de fina pizarra azulada. Es un país maravilloso, sin duda, cuya belleza montesía pone una grave emoción en el corazón del viajero, máxime si le añade al profundo encanto del paisaje la imaginación del camino que fue, y por estas cumbres se hizo paso a paso, con carne humana y esperanza. Pero son tierras de muy difícil vivir. Atrás queda el santuario con la hermosa historia del milagro eucarístico. Todo lo que se haga por darle honor y decoro a esa posada del camino —hay que decirlo, no hay otra más noble desde París a Compostela—, será poco. Y también por estas gentes nuestras que habitan las cumbres abesías, y guardan el largo y fatigoso camino. Debe de ser una bella hora para todas estas gentes la hora de la resurrección del camino de Santiago.

El pasajero en Galicia
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