El sueño

(The Dream)

Hércules Poirot fijó en la casa una mirada apreciativa. Sus ojos vagaron un momento por los edificios vecinos, las tiendas, la gran fábrica a la derecha, los bloques de pisos baratos en la acera de enfrente. Luego volvió de nuevo sus ojos a Northway House, reliquia de otros tiempos, de unos tiempos de espacios amplios y de ociosidad, cuando verdes campos circundaban su señorial arrogancia. En la actualidad, Northway House era un anacronismo, sumergida y olvidada en el torbellino febril del Londres moderno, y ni un hombre de entre cien podría decir dónde se encontraba.

Aún es más, muy pocos sabrían a quién pertenecía, aunque su dueño figurara entre los diez hombres más ricos del mundo. Pero el dinero, del mismo modo que puede conseguir publicidad, puede hacerla callar. Benedict Farley, el excéntrico millonario, había preferido no anunciar su residencia. A él mismo se le veía pocas veces, ya que muy raramente aparecía en público. De cuando en cuando se le veía en reuniones de Consejos de Administración, dominando fácilmente a los demás consejeros con su figura enjuta, su nariz aguileña y su voz áspera. Aparte de esto, no era sino una famosa figura de leyenda. Se hablaba de sus extrañas mezquindades, de sus generosidades increíbles, así como de otros detalles más íntimos, como su famosa bata de trozos de distintos colores, a la que se le calculaban veintiocho años, su invariable régimen de sopa de col y caviar, su odio a los gatos. Todas estas cosas las sabía el público.

Hércules Poirot también las sabía. Era todo lo que sabía del hombre a quien iba a visitar en aquel momento. La carta que llevaba en el bolsillo de su abrigo decía poco más.

Después de contemplar en silencio durante uno o dos minutos aquella melancólica reliquia del pasado, subió los peldaños que conducían a la puerta principal y pulsó el timbre, mirando la hora en su pulcro reloj de pulsera, que había acabado por sustituir al voluminoso reloj de cadena, compañero suyo durante tantos años. Sí, eran exactamente las nueve y media. Como siempre, Hércules Poirot llegaba exactamente en punto.

La puerta se abrió después de un intervalo prudencial. Contra el iluminado vestíbulo se recortaba la silueta de un ejemplar perfecto del género de los concienzudos mayordomos.

—¿Mister Benedict Farley? —preguntó Hércules Poirot.

La mirada impersonal del mayordomo le miró de pies a cabeza, sin intención ofensiva, pero de un modo eficaz.

«En gros et en detail» aprobó Poirot para sus adentros.

—¿Ha sido usted citado, señor? —preguntó la suave voz del mayordomo.

—Sí.

—¿Su nombre, señor?

Monsieur Hércules Poirot.

El mayordomo se inclinó, haciéndose a un lado. Hércules Poirot entró en la casa y el mayordomo cerró la puerta tras sí.

Pero todavía faltaba cumplir otra formalidad antes que las diestras manos del mayordomo cogieran el sombrero y el bastón del visitante.

—Le ruego me perdone, señor. Tengo que pedirle la carta.

Con parsimonia, Poirot sacó de su bolsillo la carta doblada y se la tendió al mayordomo. Éste se limitó a pasarle la vista por encima, devolviéndosela luego con una inclinación. Hércules Poirot la guardó de nuevo en el bolsillo. Su texto era muy sencillo:

Northway House, W. 8.

Monsieur Hércules Poirot.

Muy señor mío:

Mister Benedict Farley quisiera entrevistarse con usted para pedirle su valioso consejo. Le agradecería que se sirviera pasar por la dirección arriba indicada a las 9,30 de la noche, mañana (jueves), si ello no supone molestia para usted.

Atentamente.

Hugo Cornworthy, Secretario.

P. S.: Tenga la bondad de traer consigo esta carta.»

Con ademanes diestros, el mayordomo liberó a Poirot de su sombrero, bastón y abrigo.

—¿Quiere tener la bondad de subir al despacho de mister Cornworthy? —dijo.

Le condujo por la ancha escalera. Poirot le siguió, dirigiendo miradas de admiración a los objets d'art de estilo rico y recargado. Sus gustos en arte siempre habían sido un poco burgueses.

En el primer piso, el mayordomo llamó con los nudillos a una puerta.

Poirot alzó las cejas muy ligeramente. Aquella era la primera nota discordante. ¡Porque los mejores mayordomos no llaman a las puertas con los nudillos y aquél era, sin duda alguna, un mayordomo de primera!

Era, por decirlo así, el primer contacto con las excentricidades de un millonario.

Una voz gritó algo desde el interior. El mayordomo abrió la puerta y anunció (de nuevo Poirot percibió una deliberada ausencia de protocolo):

—El caballero que usted esperaba, señor.

Poirot entró en la habitación. Era bastante grande, amueblada muy sencillamente en un estilo funcional. Archivadores, libros de consulta, un par de butacones y una gran mesa de aspecto imponente, llena de papeles convenientemente ordenados. Los rincones de la habitación permanecían en la penumbra, porque la única luz provenía de una gran lámpara de mesa con pantalla verde, colocada en una mesita, junto al brazo de uno de los sillones. Estaba colocada de modo que la luz daba de lleno en las personas que se acercaban desde la puerta. Hércules Poirot pestañeó un poco, calculando que la bombilla debía de ser por lo menos de ciento cincuenta vatios o más. En el sillón se sentaba una persona, vestida con una bata hecha de trocitos de distintos colores... Benedict Farley. Tenía la cabeza echada hacia adelante, en una postura característica, sobresaliéndole su nariz ganchuda como si fuera el pico de un pájaro. Un penacho de pelo blanco, semejante a la cresta de una cacatúa, le salía de la frente. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas le relucían los ojos, que escudriñaban con desconfianza a su visitante.

—¡Je! —dijo por último, con voz áspera y chillona—. Conque es usted Hércules Poirot, el famoso detective, ¿verdad?

—A su disposición —dijo Poirot cortésmente, inclinándose, con una mano en el respaldo de la silla.

—Siéntese, siéntese —dijo el anciano, irritado.

Hércules Poirot se sentó, dándole de lleno el resplandor de la lámpara. Desde la penumbra, el anciano parecía estudiarle atentamente.

—¿Cómo sé yo que es usted Hércules Poirot? —preguntó malhumorado—. Contésteme.

De nuevo extrajo Poirot la carta de su bolsillo y se la tendió a Farley.

—Sí —concedió de mala gana el millonario—. Eso es. Eso es lo que le dije a Cornworthy que escribiera —la dobló y se la tiró—. Conque es usted el hombre, ¿verdad?

Con una ligera ondulación de la mano, Poirot dijo:

—Le aseguro que no hay trampa.

De pronto, Benedict Farley se rió entre dientes.

—¡Eso es lo que dice el prestidigitador antes de sacar la paloma del sombrero! Decirlo es parte del truco, ¿sabe?

Poirot no contestó. Farley dijo de pronto:

—Está pensando que soy un viejo desconfiado, ¿verdad? Sí, lo soy. ¡No confíes en nadie! Ésa es mi divisa. No puede uno fiarse de nadie cuando se es rico. No, no, no conviene.

—¿Quería usted —insinuó Poirot suavemente— consultarme algo?

El anciano asintió.

—Eso es. Compra siempre lo mejor. Ésa es mi divisa. Vete al experto y no mires el precio. Habrá notado usted, monsieur Poirot, que no le he preguntado cuáles son sus honorarios. ¡Y no pienso preguntárselo! Luego me envía usted la cuenta... Por eso no vamos a reñir. Los idiotas esos de la lechería se creían que podían cobrarme los huevos a dos chelines con nueve peniques, cuando el precio del mercado es de dos con siete, ¡pandilla de bandoleros! No consiento que me engañen. Pero tratándose del hombre que está en la cumbre, es otra cosa. Ese hombre vale el dinero que cuesta. Yo también estoy en la cumbre y lo sé.

Hércules Poirot no respondió. Le escuchaba con atención, inclinando un poco la cabeza hacia un lado.

A pesar de su rostro impasible, en su interior se sentía desilusionado. No podía decir exactamente por qué. Hasta aquel momento, Benedict Farley había parecido muy auténtico, es decir, se había ajustado a la idea general que de él se tenía, y, sin embargo..., Poirot estaba desilusionado.

«Este hombre —dijo para sus adentros con profundo desagrado— es un charlatán... ¡nada más que un charlatán!»

Había conocido otros millonarios, también excéntricos, pero en casi todos ellos había encontrado una especie de fuerza, una energía interior que había merecido su respeto. Si hubieran llevado una bata de retazos de colores hubiera sido porque les gustaba llevar una bata así. Pero la bata de Benedict Farley, o al menos así se lo parecía a Poirot, era fundamentalmente un objeto de guardarropía. Así como el hombre era fundamentalmente teatral. Poirot estaba seguro de que cada palabra pronunciada por Farley era dicha para causar impresión.

—¿Quería usted consultarme algo, mister Farley? —repitió con voz desprovista de entonación.

La actitud del millonario cambió bruscamente.

Se inclinó hacia delante. Su voz se convirtió en un gruñido.

—Sí. Sí... Quiero ver qué dice usted, saber lo que piensa... ¡Ir siempre a la cumbre! ¡Ése es mi sistema! El mejor médico..., el mejor detective..., entre los dos está la cosa.

—Hasta ahora, monsieur, no comprendo.

—Claro que no —saltó Farley—. No he empezado todavía a contarle nada.

De nuevo se inclinó hacia adelante y espetó bruscamente una pregunta:

—¿Qué sabe usted, monsieur Poirot, de los sueños?

El detective alzó las cejas. Esperaba cualquier cosa menos aquello.

—Para eso, monsieur Farley, le recomiendo el «libro de los Sueños», de Napoleón..., o la moderna psiquiatría.

Benedict Farley dijo escuetamente:

—He probado ambas cosas...

Se produjo una pausa. Luego, el millonario empezó a hablar, primero con voz que era casi un susurro y que fue subiendo gradualmente de tono.

—Siempre es el mismo sueño, noche tras noche. Y tengo miedo, se lo aseguro; tengo miedo... Siempre igual. Estoy sentado en mi despacho, al lado de éste. Sentado ante mi mesa, escribiendo, hay allí un reloj, lo miro y veo la hora..., exactamente las tres y veintiocho minutos. Siempre la misma hora, ¿entiende? Y cuando veo la hora, monsieur Poirot, sé que tengo que hacerlo. No quiero hacerlo, odio hacerlo, pero tengo que hacerlo...

Su voz se había convertido en un chillido.

Imperturbable, Poirot dijo:

—¿Y qué tiene usted que hacer?

—A las tres y veintiocho minutos —dijo Benedict Farley con voz ronca— abro el segundo cajón de la derecha de mi mesa, saco un revólver que guardo allí, lo cargo y me dirijo a la ventana. Y entonces... y entonces...

—¿Sí?

Benedict Farley dijo en un susurro:

—Entonces me pego un tiro...

Se produjo un silencio. Luego Poirot dijo:

—¿Ése es su sueño?

—Sí.

—¿El mismo todas las noches?

—Sí.

—¿Qué ocurre después de pegarse usted el tiro?

—Me despierto.

Poirot movió lentamente la cabeza, pensativo.

—Por simple curiosidad, ¿tiene usted un revólver en ese determinado cajón?

—Sí.

—¿Por qué?

—Siempre lo he tenido. Es mejor estar preparado.

—¿Preparado para qué?

Farley dijo, irritado:

—Un hombre de mi posición tiene que estar en guardia. Todos los ricos tienen enemigos.

Poirot no continuó con el tema. Permaneció en silencio durante un momento y luego dijo:

—¿Cuál es el verdadero motivo que le hizo llamarme?

—Se lo voy a decir. Primeramente consulté a un médico..., a tres médicos, para ser exacto.

—Siga usted.

—El primero me dijo que todo era culpa de mi régimen alimenticio. Era un hombre mayor. El segundo era un joven de la moderna escuela. Aseguró que todo dependía de cierto hecho que había tenido lugar en mi infancia a aquella hora, a las tres y veintiocho. Dijo que estoy tan decidido a no recordar aquel hecho, que lo simbolizo matándome. Ésa fue su explicación.

—¿Y el tercer médico? —preguntó Poirot.

Benedict Farley, furioso, alzó la voz, que se convirtió en un chillido.

—Es un hombre joven también. ¡Tiene una teoría ridícula! ¡Sostiene que estoy cansado de la vida, que mi vida me resulta tan insufrible que quiero terminar con ella! Pero como reconocer este hecho sería reconocer que soy un fracasado, cuando estoy despierto me niego a aceptar la verdad. Pero estando dormido, todas las inhibiciones son eliminadas y hago lo que realmente deseo hacer: matarme.

—Su punto de vista es que usted, aunque sin saberlo, desea suicidarse, ¿no? —dijo Poirot.

Benedict Farley chilló:

—Y eso es imposible, ¡imposible! ¡Soy completamente feliz! ¡Tengo todo lo que quiero, todo lo que el dinero puede comprar! ¡Es fantástico, es increíble que a alguien se le ocurra mencionar siquiera semejante cosa!

Poirot le miró con interés. El temblor de las manos, la estridencia vacilante de la voz, parecían indicar que quizá la negativa fuera demasiado vehemente, que la misma insistencia en negar era sospechosa. Pero se limitó a decir:

—¿Y cuando intervengo yo, monsieur?

Benedict Farley se calmó de pronto y se puso a dar golpecitos enérgicos en la mesa que tenía al lado.

—Existe otra posibilidad. Y, si es cierta, usted es el hombre indicado. ¡Es usted famoso, ha tenido usted cientos de casos fantásticos, inverosímiles! Si alguien puede saberlo, ese alguien es usted.

—¿Saber el qué?

Farley bajó la voz, hasta convertirla en un susurro.

—Supongamos que alguien quisiera matarme... ¿Podría hacerlo de esta manera? ¿Podría hacerme soñar ese sueño, noche tras noche?

—¿Quiere usted decir por hipnotismo?

—Sí.

Hércules Poirot estudió la cuestión.

—Me figuro que sería posible —dijo por fin—. Es más bien asunto para un médico.

—¿No ha encontrado usted ningún caso así en su vida profesional?

—De ese tipo precisamente, no.

—¿Comprende usted adonde quiero ir a parar? Me obligan a que sueñe siempre lo mismo, noche tras noche, noche tras noche..., hasta que un día la sugestión sea demasiado fuerte... y la siga. Haga lo que tantas veces he soñado: matarme.

Hércules Poirot movió la cabeza lentamente.

—¿No lo cree usted posible? —preguntó Farley.

—¿Posible? —Poirot movió de nuevo la cabeza—. Ésa es una palabra que no me gusta.

—Pero ¿lo cree usted improbable?

—Sumamente improbable.

Benedict Farley murmuró:

—El médico dijo lo mismo...

Luego, alzando de nuevo la voz, chilló:

—Pero ¿por qué tengo ese sueño? ¿Por qué? ¿Por qué?

Hércules Poirot movió la cabeza, pensativo.

Benedict Farley dijo bruscamente:

—¿Está usted seguro de que nunca ha tropezado con un caso como éste?

—Nunca.

—Eso es lo que quería saber.

Con delicadeza, Poirot se aclaró la garganta.

—¿Me permite que le haga una pregunta? —dijo.

—¿Qué pregunta? ¿Qué pregunta? Diga lo que quiera.

—¿De quién sospecha usted que quiere matarle?

Farley saltó:

—De nadie. De nadie en absoluto.

—Pero ¿se le pasó la idea por la imaginación? —insistió Poirot.

—Quería saber... si existía la posibilidad.

—Hablando según mi experiencia personal, yo diría no. Por cierto, ¿le han hipnotizado alguna vez?

—Por supuesto que no. ¿Cree usted que me prestaría a semejante payasada?

—Entonces creo que podemos decir que su teoría es decididamente improbable.

—Pero ¿y el sueño, hombre, y el sueño?

—El sueño es muy extraño, ciertamente —dijo Poirot pensativo. Permaneció en silencio un instante y luego dijo—: Me gustaría ver la escena de este drama, la mesa, el reloj y el revólver.

—Naturalmente; vamos a la habitación de al lado.

Recogiendo los pliegues de su bata, el anciano se enderezó a medias en su sillón. Luego, de súbito, como si una idea le hubiera asaltado de pronto, volvió a sentarse.

—No —dijo—. No hay nada que ver allí. Le he contado todo lo que hay que contar.

—Pero me gustaría verlo por mí mismo...

—No hace falta —saltó Farley—. Me ha dado usted su opinión. Eso es todo.

Poirot se encogió de hombros.

—Como guste —dijo levantándose—. Siento, mister Farley, no haberle podido ayudar.

Benedict Farley tenía la vista fija enfrente de él.

—No quiero rollos ni tonterías —gruñó —. Le he dicho a usted los hechos, usted no puede sacar nada en limpio de ellos..., asunto liquidado. Puede usted enviarme la cuenta por la consulta.

—No dejaré de hacerlo —dijo el detective secamente, encaminándose luego hacia la puerta.

—Espere un momento —llamó el millonario—. La carta..., démela.

—¿La carta de su secretario?

—Sí.

Poirot alzó las cejas. Metió la mano en el bolsillo, sacó una hoja doblada y se la tendió al anciano. Éste la examinó detenidamente, poniéndola luego en la mesita, con un gesto de asentimiento.

Hércules Poirot se dirigió de nuevo a la puerta. Estaba desconcertado. En su imaginación le daba vueltas y más vueltas a la historia que le acababan de contar. Sin embargo, en medio de su preocupación mental, le molestaba la sensación de algo mal hecho, y no por Benedict Farley, sino por él.

Con la mano en el tirador de la puerta, se hizo la luz en su mente. ¡Él, Hércules Poirot, había cometido un error! Entró de nuevo en la habitación.

—¡Mil perdones! ¡Interesado por su problema, he cometido una tontería! La carta que le di..., por error, metí la mano en el bolsillo de la derecha, en vez de hacerlo en el de la izquierda...

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

—La carta que acabo de darle..., una disculpa de mi lavandera con respecto al trato que da a mis cuellos...

Sonriendo en son de disculpa, Poirot hundió la mano en el bolsillo izquierdo.

—Ésta es su carta —dijo.

Benedict Farley se la arrebató gruñendo.

—¿Por qué diablos no se fija en lo que hace?

Poirot recobró la comunicación de su lavandera, se disculpó cortésmente una vez más y salió de la habitación.

Durante un momento se detuvo en el descansillo de la escalera. Era de buen tamaño. Directamente enfrente de él había un gran banco de roble, de respaldo alto, y una mesa larga. En la mesa había revistas. Había también dos butacas y una mesa con flores. Le recordó un poco la sala de espera de un dentista. El mayordomo estaba abajo, en el vestíbulo, esperando para abrirle la puerta.

—¿Le busco un taxi, señor?

—No; gracias. Hace buena noche. Iré andando.

Hércules Poirot se detuvo en la acera, esperando un momento en que el tráfico fuera menos intenso para cruzar la calle. Una arruga surcaba su frente.

«No —dijo para sí—. No entiendo nada. Nada tiene sentido. Es lamentable tener que reconocerlo; pero yo, Hércules Poirot, estoy completamente desconcertado.»

Eso fue lo que podríamos llamar el primer acto de drama. El segundo acto tuvo lugar una semana después. Empezó con una llamada telefónica de un tal doctor John Stillingfleet.

El doctor dijo, con notable falta de decoro profesional:

—¿Es usted, Poirot, viejo zorro? Le habla Stillingfleet.

—Sí, amigo mío. ¿De qué se trata?

—Le hablo desde Northway House, la casa de Benedict Farley.

—¡Ah!, ¿sí? —la voz de Poirot se animó—. ¿Y qué tal está... mister Farley?

—Farley ha muerto. Se pegó un tiro esta tarde.

Permanecieron un momento en silencio. Luego Poirot dijo:

—Siga.

—Ya veo que no le ha sorprendido mucho. Sabe usted algo del asunto, ¿eh, viejo zorro?

—¿Qué le hace a usted pensarlo así?

—Bueno; no se trata de ninguna deducción brillante de telepatía, ni de nada por el estilo. Encontramos una nota de Farley dirigida a usted, citándole para hace cosa de una semana.

—Comprendo.

—Tenemos aquí un inspector de Policía inofensivo; hay que andarse con cuidado cuando uno de estos millonarios se quita de en medio. Pensé que a lo mejor nos aclararía usted algo. ¿Podría dejarse caer por aquí?

—Voy inmediatamente.

—Así se habla, viejo. Un trabajito sucio, ¿verdad?

Poirot se limitó a repetir que iba inmediatamente para allá.

—¿No quiere usted levantar la liebre en el teléfono? Muy bien. Hasta ahora.

Un cuarto de hora más tarde Poirot estaba sentado en la biblioteca, en una habitación larga, baja de techo, situada en la parte de atrás del piso bajo del Northway House. En la habitación había otras cinco personas: el inspector Barnett, el doctor Stillingfleet, mistress Farley, viuda del millonario; Joanna Farley, su única hija, y Hugo Cornworthy, su secretario particular.

El inspector Barnett era un hombre discreto, de aspecto militar. El doctor Stillingfleet, cuyos modales profesionales eran completamente distintos de su estilo telefónico, era un joven de treinta años, alto y de rostro alargado.

Mistress Farley, evidentemente mucho más joven que su marido, era una mujer hermosa y morena. Ni su boca dura ni sus ojos negros dejaban traslucir la menor emoción. Parecía completamente dueña de sí. Joanna Farley era rubia y pecosa. Había heredado de su padre la nariz ganchuda y la barbilla saliente. Tenía una mirada inteligente y aguda. Hugo Cornworthy era un hombre un poco anodino, vestido muy correctamente. Parecía inteligente y eficiente.

Tras los saludos y las presentaciones de rigor, Poirot relató sencilla y claramente los incidentes de su visita a Northway House y la historia que le había contado Benedict Farley. No pudo quejarse de falta de interés por parte de sus oyentes.

—¡La historia más extraordinaria que he oído en mi vida! —dijo el inspector—. Un sueño, ¿verdad? ¿Sabía usted algo de esto, mistress Farley?

Ella hizo un ademán de afirmación.

—Mi marido me habló de ello. Le tenía muy disgustado. Yo..., yo le dije que era mala digestión..., su régimen alimenticio, ¿sabe? Era muy raro, y le propuse que llamara al doctor Stillingfleet.

El joven negó con la cabeza.

—No me consultó a mí —dijo—. Según lo que cuenta monsieur Poirot, presumo que fue a Harley Street*.

[*Calle de Londres donde viven muchos médicos de fama]

—Me gustaría conocer su opinión al respecto, doctor —dijo Poirot—. Mister Farley me dijo que había consultado a tres especialistas. ¿Qué opina usted de las teorías que expusieron?

Stillingfleet frunció el ceño.

—Es difícil decirlo. Tiene usted que tener en cuenta que lo que él le dijo a usted no fue exactamente lo que le dijeron a él. Era la interpretación de un profano.

—¿Quiere usted decir que cambió la terminología?

—No precisamente eso. Quiero decir que le habrán dado su parecer en términos técnicos, él habrá tergiversado un poco el sentido y luego lo refunde con sus propias palabras.

—¿De modo que lo que me dijo a mí no fue exactamente lo que los médicos le dijeron?...

—Sí; eso viene a ser. Lo interpretó todo un poco mal, no sé si me entiende.

Poirot asintió pensativo.

—¿Se sabe a quién ha consultado? —preguntó.

Mistress Farley negó con la cabeza, y Joanna Farley observó:

—Ninguno de nosotros tenía la menor idea de que hubiera consultado a nadie.

—¿Le habló a usted de su sueño? —preguntó Poirot.

La chica negó con la cabeza.

—¿Y a usted, mister Cornworthy?

—No; no me dijo ni una palabra. Yo tomé una carta que me dictó para usted, pero no tenía la menor idea de por qué quería consultarle. Creí que podría tener relación con alguna irregularidad de algún negocio.

Poirot preguntó:

—¿Y ahora puedo saber los detalles de la muerte de mister Farley?

El inspector Barnett interrogó con la mirada a mistress Farley y al doctor Stillingfleet, tomando luego la palabra.

—Mister Farley tenía costumbre de trabajar en su despacho del primer piso todas las tardes. Tengo entendido que se proyectaba una fusión de negocios muy importante.

Miró a Hugo Cornworthy, quien dijo:

—Autobuses de Línea Unidos.

—En relación con ese acuerdo —continuó el inspector—, mister Farley había accedido a conceder una entrevista a dos periodistas. Muy pocas veces concedía entrevistas; aproximadamente una vez cada cinco años, según tengo entendido. En consecuencia, dos periodistas, uno de Asociación de la Prensa y otro de Periódicos Unidos, llegaron aquí a las tres y cuarto, hora para la que habían sido citados. Esperaron en el primer piso, a la puerta del despacho de mister Farley, que era donde solían esperar las personas citadas por él. A las tres y veinte llegó un mensajero de las oficinas de Autobuses de Línea Unidos con unos papeles urgentes. Fue introducido en el despacho de mister Farley, donde entregó los documentos. Mister Farley le acompañó a la puerta y desde allí dijo a los dos periodistas: «Siento hacerles esperar, señores, pero tengo que ocuparme de un asunto urgente. Haré lo posible por terminar pronto.» Los dos periodistas, mister Adams y mister Stoddart, manifestaron que esperarían lo que hiciera falta. El volvió a su despacho, cerró la puerta... y nadie volvió a verle vivo.

—Continúe —dijo Poirot.

—Un poco después de las cuatro —prosiguió el inspector—, mister Cornworthy salió de su despacho, contiguo al de mister Farley, y se sorprendió al ver que los dos periodistas aún seguían allí. Quería que mister Farley firmara algunas cartas y le pareció conveniente recordarle también que aquellos dos señores estaban esperando. Por consiguiente, entró en el despacho de mister Farley. Con gran sorpresa por su parte, al principio no pudo ver a mister Farley y creyó que la habitación estaba vacía. Entonces vio una bota que salía de debajo de la mesa (la mesa está colocada frente a la ventana). Se dirigió rápidamente a la mesa y encontró a mister Farley en el suelo, muerto, con un revólver al lado. Mister Cornworthy salió corriendo de la habitación y dio instrucciones al mayordomo para que telefoneara al doctor Stillingfleet. Aconsejado por éste, mister Cornworthy informó también a la policía.

—¿Oyó alguien el disparo? —preguntó Poirot.

—No. El tránsito es muy ruidoso aquí y la ventana del descansillo de la escalera estaba abierta. Con todos los camiones que pasan y con las bocinas hubiera sido muy improbable que alguien lo hubiera oído.

Poirot asintió pensativo.

—¿A qué hora se supone que murió? —preguntó.

Stillingfleet dijo:

—Examiné el cadáver tan pronto llegué aquí, es decir, a las cuatro y treinta y dos minutos. Mister Farley llevaba muerto por lo menos una hora.

Poirot tenía una expresión muy grave.

—Entonces parece posible que su muerte haya ocurrido a la hora que me dijo..., es decir, a las tres y veintiocho minutos.

—Exacto —dijo Stillingfleet.

—¿Había huellas en el revólver?

—Sí; las suyas.

—¿Y el revólver?

El inspector cogió la palabra.

—Era el que guardaba en el segundo cajón de la derecha de su mesa, tal y como le dijo a usted. Mistress Farley lo ha identificado. Además, la habitación sólo tiene una puerta, la que da al descansillo. Los dos periodistas estaban sentados exactamente enfrente de la puerta y juran que nadie entró en la habitación desde que mister Farley les habló hasta que mister Cornworthy entró, un poco después de las cuatro.

—¿De modo que todo parece indicar que mister Farley se ha suicidado?

El inspector Barnett sonrió.

—No habría la menor duda, a no ser por un detalle.

—¿Que es...?

—La carta que le escribió a usted.

Poirot sonrió a su vez.

—¡Comprendo!... ¡Donde interviene Hércules Poirot surge inmediatamente la idea de asesinato!

—Exacto —dijo el inspector brevemente—. Sin embargo, después de haber aclarado usted la situación...

Poirot le interrumpió.

—Un momentito —se volvió hacia mistress Farley—. ¿Había sido hipnotizado alguna vez su marido?

—Nunca.

—¿Había estudiado hipnotismo? ¿Estaba interesado en el asunto?

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No lo creo.

De pronto su autodominio pareció venirse abajo.

—¡Aquel sueño tan horrible! ¡Es tan extraño! ¡Eso de que haya soñado lo mismo noche tras noche..., y luego..., es como si..., como si hubiera sido acosado, empujado a la muerte!

Poirot recordó lo que Benedict Farley le había dicho: «Hago lo que realmente deseo hacer: matarme

—¿Se le había ocurrido alguna vez —preguntó Poirot— que su marido tuviera deseos de suicidarse?

—No... bueno, algunas veces estaba un poco raro...

Intervino airada Joanna Farley, con voz clara y despectiva:

—Papá nunca se hubiera suicidado. Tenía demasiado cuidado de su persona.

El doctor Stillingfleet dijo:

—La gente que amenaza suicidarse, miss Farley, no suele ser la que realmente se suicida. Por eso muchos suicidios parecen inexplicables.

Poirot se puso en pie.

—¿Se me autoriza ver la habitación donde ocurrió la tragedia? —preguntó.

—Por supuesto. Doctor Stillingfleet...

El doctor acompañó a Poirot escalera arriba.

El despacho de Benedict Farley era mucho más grande que el de su secretario. Estaba lujosamente amueblado con amplios butacones tapizados de cuero, una gruesa alfombra de lana y una mesa espléndida, de tamaño extraordinario.

Pasando detrás de la mesa, Poirot se dirigió al lugar, delante de la ventana, en que la alfombra mostraba una mancha oscura. Recordó las palabras del millonario: «A las tres y veintiocho minutos abro el segundo cajón de la derecha de mi mesa, saco un revólver que guardo allí, lo cargo y me dirijo a la ventana... Y entonces..., y entonces me pego un tiro.»

Movió la cabeza pensativo. Luego dijo:

—¿Estaba abierta la ventana como ahora?

—Sí; pero nadie pudo entrar por ahí.

Poirot asomó la cabeza. No había antepecho alguno, ni balaustrada ni cañería. Ni siquiera un gato hubiera podido entrar por aquel lado. Enfrente se alzaba la desnuda pared de la fábrica, una pared sin ventanas. Stillingfleet dijo:

—¡Vaya habitación para despacho de un millonario, con esa vista! Es como mirar a la pared de una cárcel.

—Sí —dijo Poirot. Retiró la cabeza y se quedó mirando a la masa de sólido ladrillo—. Creo que esa pared es importante.

Stillingfleet le miró con curiosidad.

—¿Quiere usted decir... psicológicamente?

Poirot se había acercado a la mesa. Sin propósito definido, al parecer, cogió un par de pinzas extensibles. Apretó las asas y las pinzas se extendieron en toda su longitud. Con cuidado, Poirot cogió una cerilla usada que había junto a un butacón, a cierta distancia, y la depositó en el cesto de los papeles.

—Cuando haya terminado usted de jugar con eso... —dijo Stillingfleet irritado.

Hércules Poirot murmuró:

—Un invento ingenioso.

Y colocó de nuevo las pinzas en la mesa. Luego preguntó:

—¿Dónde estaban mistress y miss Farley a la hora de... la muerte?

—Mistress Farley estaba descansando en su habitación, en el piso de encima de éste. Miss Farley estaba pintando en su estudio, en el último piso de la casa.

Distraídamente, Hércules Poirot tamborileó con los dos dedos en la mesa durante un minuto o dos. Luego dijo:

—Me gustaría ver a miss Farley. ¿Podría usted decirle que viniera aquí un momento?

—Si usted quiere...

Stillingfleet le miró con curiosidad, saliendo luego de la habitación. Transcurridos unos dos minutos la puerta se abrió y entró Joanna Farley.

—¿Tiene usted inconveniente, mademoiselle, en que le haga unas cuantas preguntas?

Ella le miró con serenidad.

—Pregunte todo lo que guste.

—¿Sabía usted que su padre tenía un revólver en su mesa escritorio?

—No.

—¿Dónde estaban usted y su madre..., es decir, su madrastra, no es así?

—Sí; Louise es la segunda mujer de mi padre. Sólo es ocho años mayor que yo. ¿Iba usted a decir?

—¿Dónde estaban ustedes el jueves de la semana pasada? El jueves por la noche, quiero decir.

Ella pensó un momento.

—¿El jueves? Espere que piense. ¡Ah, sí! habíamos ido al teatro. A ver El perrito que se rió.

—¿No mostró su padre deseos de acompañarlas?

—Nunca iba al teatro.

—¿Qué solía hacer por las tardes?

—Se sentaba aquí y leía.

—¿No era hombre muy sociable?

La chica le miró directamente a los ojos.

—Mi padre —dijo— era una persona sumamente desagradable. Nadie que viviera en estrecho contacto con él podría tenerle el menor cariño.

—Eso, mademoiselle, es hablar con claridad.

—Le estoy ahorrando tiempo, monsieur Poirot. Me doy perfecta cuenta de lo que busca usted. Mi madrastra se casó con mi padre por el dinero. Yo vivo aquí porque no tengo dinero para vivir en otro sitio. Hay un chico con el que me quiero casar, un chico pobre; mi padre le hizo perder su empleo. Quería, ¿comprende?, que me casara bien..., cosa muy fácil, porque voy a ser su heredera.

—¿Pasa a usted la fortuna de su padre?

—Sí. Es decir, dejó a Louise, mi madrastra, un cuarto de millón de libras, exentas de impuestos, y hay algunos otros legados; pero el resto viene a parar a mí —sonrió de pronto—. Conque ya ve usted, monsieur Poirot, que tenía muchos motivos para desear la muerte de mi padre.

—Ya veo, mademoiselle, que ha heredado usted su inteligencia.

Ella dijo, pensativa:

—Mi padre era inteligente... Sentía uno su poder, su fuerza conductora...; pero se había vuelto amargo, áspero..., no le quedaba nada de humanidad...

Hércules Poirot dijo en voz baja:

Gran Dieu, pero ¡qué imbécil soy!...

Joanna Farley se volvió hacia la puerta.

—¿Algo más?

—Dos preguntitas. Estas pinzas —cogió las pinzas extensibles—, ¿estaban siempre en la mesa?

—Sí. Papá las usaba para coger cosas. No le gustaba agacharse.

—Otra pregunta. ¿Tenía su padre buena vista?

Ella se le quedó mirando.

—No...; no podía ver nada, es decir, no podía ver sin las gafas. Había tenido mala vista desde que era un chiquillo.

—Pero ¿veía bien con sus gafas?

—¡Ah!, sí; con las gafas veía muy bien, naturalmente.

—¿Podía leer periódicos y letra pequeña?

—Sí, sí.

—Eso es todo, señorita.

Joanna Farley salió de la habitación.

Poirot murmuró:

—He sido un estúpido. He tenido la solución todo el tiempo delante de las narices. Y, como estaba tan cerca, no pude verla.

Una vez más se asomó a la ventana. Abajo, en el estrecho espacio que separaba la casa de la fábrica, vio un pequeño objeto oscuro. Hércules Poirot movió la cabeza, satisfecho, y bajó de nuevo la escalera. Los demás seguían en la biblioteca. Poirot se dirigió al secretario.

—Mister Cornworthy, quiero que me relate usted con detalle todas las circunstancias relacionadas con la carta que me escribió mister Farley. Por ejemplo, ¿cuándo la dictó?

—El miércoles por la tarde, a las cinco y media, si no recuerdo mal.

—¿Le dio instrucciones especiales para echarla al correo?

—Me dijo que la llevara yo mismo.

—¿Y lo hizo usted así?

—Sí.

—¿Le dio instrucciones especiales al mayordomo respecto al modo de recibirme?

—Sí. Me dijo que le dijera a Holmes (Holmes es el mayordomo) que iba a venir un señor a las nueve y media. Tenía que preguntarle el nombre y pedirle que le enseñara la carta.

—Unas precauciones un poco extrañas, ¿no le parece?

Cornworthy se encogió de hombros.

—Mister Farley —dijo, escogiendo las palabras— era un hombre bastante raro.

—¿No dio más instrucciones?

—Sí. Me dijo que podía salir, que tenía el resto de la tarde libre.

—¿Y lo hizo usted?

—Sí. En seguida de cenar me fui al cine.

—¿Cuándo regresó usted?

—Volví a las once menos cuarto.

—¿Volvió usted a ver a mister Farley aquella noche?

—No.

—¿Y no mencionó el asunto a la mañana siguiente?

—No.

Poirot hizo una pausa; luego prosiguió:

—Cuando vine no me pasaron al despacho de mister Farley.

—No. Me dijo que le dijera a Holmes que le pasara a usted a mi despacho.

—¿Por qué? ¿Lo sabe usted?

Cornworthy negó con un movimiento de cabeza.

—Nunca discutía las órdenes de mister Farley —dijo fríamente—. Le hubiera molestado que lo hiciera.

—¿Solía recibir a sus visitas en su propio despacho?

—De costumbre, sí, pero no siempre. Algunas veces las recibía en mi despacho.

—¿Había alguna razón para ello?

Hugo Cornworthy consideró la cuestión.

—No..., no lo creo...; nunca me paré a pensar en ello.

Volviéndose hacia mistress Farley, Poirot preguntó:

—¿Me permite usted que llame a su mayordomo?

—Desde luego, monsieur Poirot.

Muy correcto, muy cortés, Holmes acudió a la llamada.

—¿Llamaba la señora?

Mistress Farley señaló a Poirot con un gesto. Holmes se volvió hacia él muy atento.

—Usted dirá, señor.

—¿Qué instrucciones recibió usted, Holmes, la noche del jueves en que vine yo aquí?

Holmes se aclaró la garganta y luego dijo:

—Después de cenar, mister Cornworthy me comunicó que mister Farley esperaba a monsieur Hércules Poirot a las nueve y media. Yo tenía que averiguar el nombre del señor y comprobarlo mirando una carta. Luego tenía que conducirlo al despacho del secretario mister Cornworthy.

—¿También le dijeron que llamara a la puerta con los nudillos?

Al rostro del mayordomo asomó una expresión de desagrado.

—Ésa era orden de mister Farley. Tenía que llamar a la puerta siempre que introdujera alguna visita..., alguna visita de negocios, se entiende —añadió.

—¡Ah, eso me tenía perplejo! ¿Recibió usted alguna otra instrucción con respecto a mí?

—No, señor. Cuando mister Cornworthy me dijo lo que acabo de repetirle a usted, salió a la calle.

—¿Qué hora era?

—Las nueve menos diez, señor.

—¿Vio usted a mister Farley después de eso?

—Sí, señor. Le llevé un vaso de agua caliente a las nueve, como de costumbre.

—¿Estaba entonces en su despacho o en el de mister Cornworthy?

—En su despacho, señor.

—¿No observó usted nada fuera de lo normal en la habitación?

—¿Fuera de lo normal? No, señor.

—¿Dónde estaban mistress y miss Farley?

—Habían ido al teatro, señor.

—Gracias, Holmes. Eso es todo.

Holmes se inclinó y salió de la habitación. Poirot se volvió hacia la viuda del millonario.

—Otra pregunta, mistress Farley. ¿Veía bien su esposo?

—No. Sin gafas, no.

—¿Era muy corto de vista?

—¡Oh!, sí; no podía valerse sin sus gafas.

—¿Tenía varios pares de gafas?

—Sí.

—¡Ah! —dijo Poirot. Y se echó hacia atrás—. Creo que con esto concluye el caso...

Se hizo el silencio en la habitación. Todos miraban al hombrecillo, que se acariciaba el bigote con expresión complacida. El rostro del inspector mostraba perplejidad, el doctor Stillingfleet fruncía el ceño, Cornworthy se limitaba a mirar sin comprender; mistress Farley parecía atónita y Joanna Farley anhelante. Mistress Farley rompió el silencio.

—No comprendo, monsieur Poirot —dijo irritada—. El sueño...

—Sí —dijo Poirot—. El sueño era muy importante.

Mistress Farley se estremeció.

—Nunca creí en nada sobrenatural —dijo—; pero ahora... soñarlo noche tras noche...

—Es extraordinario —dijo Stillingfleet—. ¡Extraordinario! Si no fuera usted quien lo dice, Poirot, y si no lo supiera de buena tinta... —tosió turbado, volviendo a adoptar su actitud profesional—. Perdón, mistress Farley; si el propio mister Farley no le hubiera contado a usted la historia...

—Exacto —dijo Poirot. Sus ojos, que había tenido entornados, se abrieron de pronto. Parecían muy verdes—. Si Benedict Farley no me lo hubiera dicho...

Hizo una pausa, dirigiendo una mirada al círculo de rostros atónitos que le rodeaba.

—Algunas de las cosas que ocurrieron aquella noche me parecían completamente inexplicables. Primero, ¿por qué insistir tanto en que trajera conmigo la carta en que me citaron?

—Identificación —sugirió Cornworthy.

—No, no, querido joven. Esa idea es ridícula. Tiene que haber alguna otra razón de mucho más peso. Porque mister Farley no se limitó a pedir que yo presentara la carta, sino que de modo tajante me pidió que la dejara aquí. Y aún es más, ¡ni siquiera la destruyó! La encontraron esta tarde entre sus papeles. ¿Por qué la conservó?

La voz de Joanna Farley interrumpió, diciendo:

—Quería que, si le pasaba algo, se conocieran los detalles de su extraño sueño.

Poirot hizo un ademán de aprobación.

—Es usted sagaz, mademoiselle. Ése debe ser, no tiene más remedio que ser, el motivo de haber guardado la carta. Cuando mister Farley muriera tenía que conocerse la historia de aquel extraño sueño. Aquel sueño era muy importante. Aquel sueño, mademoiselle, era vital. Voy a ocuparme ahora —continuó— del segundo extremo. Después de escuchar su historia le pedí a mister Farley que me mostrara la mesa y el revólver. Parecía a punto de levantarse para hacerlo, y de pronto se niega. ¿Por qué se niega?

Esta vez nadie anticipó la respuesta.

—Haré la pregunta de otra manera. ¿Qué había en el cuarto contiguo que mister Farley no quería que yo viera?

Todos continuaron en silencio.

—Sí —dijo Poirot—; es difícil contestar a esta pregunta. Y, sin embargo, había una razón, una razón muy importante, para que mister Farley me recibiera en el despacho de su secretario y se negara en redondo a llevarme a su propio despacho. Algo había en aquel cuarto que no podía dejarme ver. Y ahora llego a la tercera cosa inexplicable que ocurrió aquella noche. Mister Farley, en el momento en que me marchaba, me pidió que le entregara la carta que me había escrito. Inadvertidamente le di una comunicación de mi lavandera. La miró y la puso en la mesa que tenía al lado. Ya en la puerta, me di cuenta de mi error y lo rectifiqué. Después de hacerlo salí de la casa y, lo confieso, estaba completamente desconcertado. Todo aquel asunto, y especialmente el último incidente, me resultaba del todo inexplicable.

Pasó la mirada de uno a otro.

—¿No comprenden?

Stillingfleet dijo:

—No veo qué tiene que ver su lavandera con el asunto, Poirot.

—Mi lavandera —dijo Poirot— tuvo mucha importancia. Esa desgraciada que estropea los cuellos de mis camisas, por primera vez en su vida fue útil a alguien. Pero tienen que verlo ustedes..., ¡es tan claro! Mister Farley echó una mirada a aquella comunicación; una mirada debía haberle bastado para ver que aquélla no era la carta que quería..., y no se enteró. ¿Por qué? ¡Porque no pudo verla bien!

El inspector Barnett dijo vivamente:

—¿No tenía puestas las gafas?

Hércules Poirot sonrió.

—Sí —dijo—. Tenía puestas las gafas. Por eso precisamente es tan interesante este punto.

Se inclinó hacia adelante.

—El sueño de mister Farley era muy importante. Soñó que se suicidaba, y poco después se suicidó. Es decir, estaba solo en una habitación y fue encontrado allí con un revólver a su lado, y nadie entró en la habitación ni salió de ella a la hora en que se produjo el disparo. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que tiene que tratarse de un suicidio, ¿verdad?

—Sí —dijo Stillingfleet.

Hércules Poirot movió la cabeza en sentido negativo.

—Por el contrario —dijo—. Se trata de un asesinato. Un asesinato fuera de lo corriente y planeado con gran habilidad.

De nuevo se inclinó hacia adelante, dando golpecitos en la mesa y con los ojos muy verdes y muy brillantes.

—¿Por qué no me permitió mister Farley que pasara a su despacho aquella noche? ¿Qué había allí que no debía dejárseme ver? Creo, amigos míos, que allí estaba... ¡Benedict Farley en persona!

Poirot sonrió a los rostros atónitos que le circundaban.

—Sí, sí; no digo ninguna tontería. ¿Por qué mister Farley, con el que yo había estado hablando, no se dio cuenta de la diferencia entre dos cartas completamente distintas? Porque, mes amis, era un hombre de vista normal, que llevaba puestas unas gafas de cristales muy gruesos. Esas gafas dejarían prácticamente ciego a un hombre de vista normal ¿No es así, doctor?

Stillingfleet murmuró:

—Así es..., naturalmente.

—¿Por qué tuve la impresión al hablar con mister Farley de estar hablando con un charlatán, con un actor que estuviera representando un papel? ¡Porque estaba representando un papel! Imaginen la escena. El cuarto en penumbra; la luz, bajo la pantalla verde, vuelta en sentido contrario a la figura de la butaca. ¿Qué vi yo? La famosa bata de retazos de colores, la nariz ganchuda (fabricada con esa sustancia tan útil, la masilla), el mechón de cabellos blancos, los gruesos cristales que ocultaban los ojos... ¿Qué pruebas tenemos de que mister Farley tuviera aquel sueño? Sólo la historia que se me contó a mí y las palabras de mistress Farley. ¿Qué pruebas tenemos de que Benedict Farley guardara un revólver en su mesa? Igual que antes, sólo lo que se me dijo a mí y la palabra de mistress Farley. Dos personas llevaron a cabo esta superchería, mistress Farley y Hugo Cornworthy. Cornworthy me escribió la carta, dio instrucciones al mayordomo, salió aparentando ir al cine, pero volvió en seguida, entrando con su llave; se fue a su cuarto, se caracterizó y representó el papel de Benedict Farley. Y con esto llegamos a esta tarde. Llega por fin la oportunidad que había estado esperando mister Cornworthy. En el descansillo hay dos testigos que podrán jurar que nadie entró ni salió del despacho de Benedict Farley. Cornworthy espera hasta que está a punto de pasar una gran cantidad de coches. Entonces se asoma a su ventana, y con las pinzas extensibles que ha cogido de la mesa del despacho contiguo sostiene un objeto contra la ventana de este cuarto. Benedict Farley se acerca a la ventana. Cornworthy retira rápidamente las pinzas, y mientras Farley se echa hacia fuera y por la calle pasan los camiones y coches, dispara contra él el revólver que tiene dispuesto. No puede haber testigos del crimen. Cornworthy espera más de media hora, luego coge unos papeles, esconde entre ellos las pinzas extensibles y el revólver y sale al descansillo, dirigiéndose a la habitación contigua. Coloca de nuevo las pinzas en la mesa, deja el revólver en el suelo, después de apretar contra él los dedos del muerto, y sale corriendo con la noticia del «suicidio» de mister Farley. Dispone las cosas de modo que aparezca la carta dirigida a mí y que llegue yo con mi historia, la historia oída de labios de mister Farley, sobre su extraordinario «sueño» y la extraña fuerza que le arrastraba al suicidio. Algunos crédulos discutirían la teoría del hipnotismo, pero la consecuencia primordial de la historia será probar sin lugar a dudas que la mano que había disparado el revólver había sido la de Benedict Farley.

Hércules Poirot dirigió sus ojos al rostro de la viuda, un rostro ceniciento, abatido, aterrorizado...

—Y a su debido tiempo —terminó suavemente— hubiera llegado el final feliz. Un cuarto de millón de libras y dos corazones latiendo al unísono...

John Stillingfleet y Hércules Poirot iban andando por el costado de Northway House. A su derecha se alzaba la elevada pared de la fábrica. Sobre ellos, a su izquierda, las ventanas de los despachos de Benedict Farley y Hugo Cornworthy. Hércules Poirot se agachó y cogió un pequeño objeto, un gato negro de peluche.

Voila! —dijo—. Esto es lo que Cornworthy sostuvo con las pinzas extensibles contra la ventana de Farley. ¿Recuerda usted que odiaba los gatos? Naturalmente, corrió a la ventana.

—¿Por qué diablos no salió Cornworthy a recogerlo después de haberlo tirado?

—¿Cómo iba a hacerlo? Hubiera sido muy sospechoso. Después de todo, si alguien encontraba este objeto, ¿qué creería? Que algún niño había estado jugando por aquí y se le había caído.

—Sí —dijo Stillingfleet suspirando—. Eso es probablemente lo que hubiera pensado una persona corriente. Pero el bueno de Poirot, no. ¿Sabe usted, viejo zorro, que hasta el último minuto pensé que iba usted a ir a parar a alguna teoría muy sutil sobre un asesinato «sugerido», psicológico y retumbante? Apuesto algo a que esos dos pensaban lo mismo. ¡Buena pieza la Farley! ¡Qué barbaridad, cómo estalló! Cornworthy pudo haberse salvado si ella no se hubiera puesto nerviosa, abalanzándose sobre usted y tratando de estropear su bello físico con las uñas. ¡Le libré de ella en el momento justo!

Hizo una pausa y luego dijo:

—Me gusta la chica. Es valiente y tiene cabeza. Me figuro que me tomarán por un cazadotes si hiciera alguna tentativa...

—Llega usted tarde, amigo. Ya hay alguien sur le tapis. La muerte de su padre ha allanado para ella el camino de la felicidad.

—Pensándolo bien, tenía un buen motivo para quitar de en medio a su desagradable padre.

—El motivo y la oportunidad no bastan —dijo Poirot—. ¡Hay que tener también mentalidad criminal!

—Me gustaría saber si sería usted capaz de cometer un crimen, Poirot —dijo Stillingfleet—. Apuesto algo a que saldría muy bien parado. En realidad, sería demasiado fácil para usted, quiero decir, sería completamente antideportivo.

—Esa —dijo Poirot— es una idea típicamente inglesa.