Capítulo 5
Los Spence vivían en una casa diminuta en Chelsea. Linda Spence recibió a Poirot con grandes muestras de alegría.
—Cuénteme —dijo—. ¡Cuénteme todo lo que hay de Margharita! ¿Dónde está?
—No estoy autorizado para decirlo, señora.
—¡Se ha escondido bien! Margharita es muy hábil para estas cosas. Pero me figuro que la llamarán para prestar declaración en el juicio, ¿no? No puede librarse de eso.
Poirot la miró con atención. Admitió de mala gana que era atractiva al estilo moderno (lo que equivalía a parecer una niña huérfana muerta de hambre). No le gustaba ese tipo. Recortaba su cabeza una melena corta, esponjada y artísticamente despeinada, y un par de ojos agudos miraban a Poirot desde una cara no muy limpia, en la que el único maquillaje era el rojo cereza de la boca. Llevaba un enorme jersey amarillo pálido, que le colgaba casi hasta las rodillas, y pantalones negros muy ceñidos.
—¿Qué papel tiene usted en todo esto? —preguntó la señora Spence—. ¿Sacar del aprieto al amiguito? ¿Es eso? ¡Qué esperanza!
—Entonces, ¿cree usted que es culpable?
—Claro. ¿Quién otro podría ser?
Ése era el problema, se dijo Poirot. Salió del paso haciendo otra pregunta.
—¿Qué le pareció la actitud del comandante Rich en la noche fatal? ¿Como suele ser de costumbre, o distinta?
Linda Spence entornó los ojos, como si meditara profundamente.
—No, no parecía el mismo. Estaba... distinto.
—¿Distinto en qué sentido?
—La verdad, acabando de matar a un hombre a sangre fría...
—Pero usted no sabía entonces que acababa de matar a un hombre a sangre fría.
—No, claro que no.
—Entonces, ¿cómo se explicó su actitud? ¿En qué consistía la diferencia de actitud?
—Pues estaba... distrait. Bueno, no sé. Pero, pensando después en ello, llegué a la conclusión de que decididamente había algo.
Poirot suspiró.
—¿Quién llegó primero?
—Nosotros, Jim y yo. Y luego Jock. La última fue Margharita.
—¿Cuándo se mencionó por primera vez el viaje a Escocia del señor Clayton?
—Cuando llegó Margharita. Le dijo a Charles: «Arnold ha sentido muchísimo no poder venir, pero tuvo que salir corriendo para Escocia en el tren de la noche.» Charles replicó: «¡Qué fastidio!» Y entonces Jock añadió: «Perdona. Creí que ya lo sabías.» Después tomamos unas copas.
—¿No mencionó el comandante Rich en ningún momento que hubiera visto al señor Clayton aquella noche? ¿No dijo nada de que hubiera pasado por su casa, camino de la estación?
—Yo no oí nada.
—¿No le pareció extraño lo del telegrama? —continuó preguntando Poirot.
—¿Qué tenía de extraño?
—Era falso. Nadie en Edimburgo sabe nada de él.
—¡Conque era eso! Me extrañaba.
—¿Tenía usted alguna idea sobre el telegrama?
—Me parece que salta a la vista.
—¿Qué quiere usted decir exactamente?
—Señor mío, no se haga el inocente —dijo Linda—. El engañador desconocido quita de en medio al marido. Aquella noche, por lo menos, no habría moros en la costa.
—¿Quiere usted decir que el comandante Rich y la señora Clayton pensaban pasar la noche juntos?
—¿No ha oído hablar de esas cosas? —Linda parecía divertida.
—¿Y el telegrama lo mandó uno de ellos?
—No me sorprendería.
—¿Cree usted que el comandante Rich y la señora Clayton sostenían relaciones amorosas?
—Digamos que no me sorprendería. Seguro no lo sé, desde luego.
—¿Sospechaba el señor Clayton?
—Arnold era un hombre extraordinario. Era muy reconcentrado; no sé si me entiende. Yo creo que sí lo sabía. Pero era incapaz de dejarlo ver. Todo el mundo diría que era un palo seco, sin sentimientos de ninguna clase. Pero yo estoy casi segura de que en el fondo no era así. Lo raro es que me hubiera sorprendido mucho menos que Arnold hubiera matado a Charles que no al revés. Tengo la impresión de que Arnold era en realidad un hombre celosísimo.
—Es interesante eso.
—Aunque lo más natural hubiera sido que matara a Margharita. Como en «Otelo». No sé si sabe usted que tiene un éxito enorme con los hombres Margharita.
—Es una mujer bien parecida —dijo Poirot con moderación.
—No es sólo eso. Tiene algo. Entusiasma a los hombres y luego se vuelve a mirarlos sorprendida, abriendo mucho los ojos y los vuelve tarumbas.
—Une femme fatale.
—Sí, ése será el nombre extranjero.
—¿La conoce usted bien?
—Claro, es una de mis mejores amigas... ¡Y no me fío ni un pelo de ella!
—¡Ah! —exclamó Poirot y, dejando el tema, pasó a hablar del teniente Maclaren.
—¿Jock? ¿El perro fiel? Es un cielo de hombre. Ha nacido para ser el amigo de la familia. Él y Arnold eran amigos de verdad. Creo que era la persona con quien Arnold tenía más confianza. Además, claro, es el perro fiel de Margharita. Hace muchos años que está enamorado de ella.
—¿Y estaba también celoso de él el señor Clayton?
—¿Celoso de Jock? ¡Qué idea! Margharita le tiene verdadero cariño a Jock, pero nunca le ha dedicado un pensamiento de otra clase. No creo que nadie se lo haya dedicado... yo no sé por qué. ¡Es una lástima, porque es un auténtico sol!
Poirot pasó a hablar del criado. Pero, aparte de decir vagamente que sabía mezclar bien los cócteles, Linda Spence no parecía tener ninguna idea respecto a Burgess; apenas se había fijado en él.
Pero comprendió en seguida.
—Está usted pensando que tuvo igual oportunidad que Charles para matar a Arnold, ¿verdad? Me parece de una improbabilidad enorme.
—Sus palabras me deprimen, señora. Pero también me parece, aunque probablemente no estará usted de acuerdo conmigo, que también es altamente improbable no que el comandante Rich haya matado a Arnold Clayton, sino que lo haya matado del modo especial en que lo hizo.
—¿Con el estilete? Sí, desde luego; está fuera de lugar. Hubiera sido más natural utilizar un instrumento romo. O podía haberle estrangulado.
Poirot suspiró.
—Otra vez Otelo. Sí, Otelo... Acaba de darme usted una pequeña idea.
—¿Sí? ¿Qué...? —se oyó el ruido de una llave al girar en una cerradura y el de una puerta al abrirse—. Ah, ahí está Jeremy. ¿Quiere usted hablar también con él?
Jeremy Spence era un hombre de aspecto agradable, de unos treinta y tantos años, bien vestido y de una discreción que casi resultaba jactanciosa. La señora Spence murmuró que le era preciso ir a echar un vistazo a un guiso que tenía en la cocina y se marchó, dejando solos a los dos hombres. Jeremy Spence no mostró nada de la encantadora sinceridad de su mujer. Se veía claramente que le desagradaba en grado sumo el verse envuelto en aquel asunto y tenía buen cuidado en contestar con reserva. Hacía tiempo que conocía a los Clayton; a Rich no tan bien. Parecía un hombre agradable. En la noche en cuestión, Rich le había parecido el de siempre. Clayton y Rich parecían estar siempre en buenos términos. Todo aquello había resultado completamente incomprensible para él.
Durante la conversación, Jeremy Spence daba a entender claramente que esperaba que Poirot se marchara pronto. Le trató con la amabilidad indispensable para no ser grosero.
—Me parece que no le gustan estas preguntas —dijo Poirot.
—Hemos tenido una buena sesión de todo esto con la policía. Me parece que ya está bien. Hemos dicho todo lo que sabemos y todo lo que hemos visto. Ahora... me gustaría olvidarlo.
—Lo comprendo perfectamente. Es de lo más desagradable el verse mezclado en una cosa así, que le pregunten a uno no sólo lo que sabe o ha visto, sino también lo que piensa.
—Mejor no pensar.
—Pero, ¿puede uno evitarlo? Por ejemplo, ¿cree usted que la señora Clayton está complicada en el asunto, que planeó con Rich la muerte de su marido?
—¡Qué barbaridad! ¡Qué voy a creerlo! —Spence parecía escandalizado y espantado—. No tenía idea de que estuvieran pensando en semejante posibilidad.
—¿No la ha sugerido su mujer?
—¡Ah, Linda! Ya sabe usted cómo son las mujeres..., siempre ensañándose unas con otras. Margharita no cuenta con muchas simpatías entre su sexo..., es demasiado atractiva. Pero esta teoría de Rich y Margharita planeando el asesinato... ¡es fantástica!
—No sería la primera vez. El arma, por ejemplo. Es más probable que un arma así pertenezca a una mujer que a un hombre.
—¿Quiere usted decir que la policía ha probado que el arma era de ella? ¡No es posible! Quiero decir que...
—No sé nada —dijo Poirot, lo cual era verdad.
Y se escabulló apresuradamente.
A juzgar por la consternación del rostro de Spence, le había dejado a aquel caballero algo en que pensar.