Capítulo 1

Los dos hombres rodearon la masa de matorrales.

—Bueno, ahí la tiene —dijo Raymond West—. Ésa es.

Horace Bindler contuvo la respiración, admirado.

—¡Pero si es maravillosa, querido West! —exclamó. Su voz se alzó en un grito de placer estético, bajándola luego, llena de pavor reverente—. ¡Es increíble! ¡No parece de este mundo! Un ejemplar de época de lo más logrado.

—Me pareció que le gustaría —dijo Raymond West, complacido.

—¿Gustarme? Querido... —Horace no encontró palabras. Soltó la correa de su cámara fotográfica y entró en acción—. Ésta será una de las joyas de mi colección —agregó alegremente—. Encuentro divertidísimo esto de tener una colección de monstruosidades. Se me ocurrió la idea una noche en el baño, hace siete años. Mi última joya auténtica fue la que hice en el camposanto, en Génova, pero creo de verdad que ésta le gana. ¿Cómo se llama?

—No tengo la menor idea —confesó Raymond.

—¿Pero tendrá un nombre?

—Debe tenerlo. Pero es el caso que por aquí todo el mundo la llama «La locura de Greenshaw».

—¿Greenshaw sería el hombre que la construyó?

—Sí. En mil seiscientos ochenta o mil seiscientos sesenta aproximadamente. La historia del triunfador local de aquel entonces. Un chico descalzo que alcanzó una prosperidad enorme. La opinión local está dividida respecto a por qué construyó esta casa: unos dicen que fue un alarde de riqueza y otros que lo hizo por causar impresión a sus acreedores. Si tienen razón los últimos, no lo consiguió. Greenshaw quebró o algo parecido. De ahí le viene el nombre, «La locura de Greenshaw».

Se oyó el chasquido de la cámara de Horace.

—Ya está —dijo con voz satisfecha—. Recuérdeme que le enseñe el número trescientos diez de mi colección. Una repisa de chimenea, en mármol, al estilo italiano. Completamente increíble —y añadió mirando la casa—: No comprendo cómo pudo ocurrírsele eso al señor Greenshaw.

—Algunas cosas están bastante claras —dijo Raymond—. Había visitado los castillos del Loira, ¿no cree? Esas torretas... Luego, por desgracia, parece que viajó por Oriente. La influencia del Taj Mahal* es inconfundible. Me gusta el ala mora —añadió— y las reminiscencias de palacio veneciano.

[*Famoso mausoleo construido en Agrá (India) en el siglo XVII por Shah Jaban, para su esposa favorita]

—Se maravilla uno de que haya conseguido un arquitecto que pusiera en práctica estas ideas.

Raymond se encogió de hombros.

—No creo que haya tenido dificultad con eso —dijo—. Probablemente el arquitecto se retiró con una bonita renta vitalicia, mientras el pobre Greenshaw se arruinó por completo.

—¿Podríamos verla desde el otro lado —preguntó Horace— o estamos quizá metiéndonos en terreno prohibido?

—Desde luego que estamos metiéndonos en terreno prohibido —dijo Raymond—, pero no creo que importe gran cosa.

Se dirigió hacia la esquina de la casa y Horace le siguió a paso vivo.

—Pero, ¿quién vive aquí, querido Raymond? ¿Huérfanos o turistas? No puede ser un colegio. No hay campos de deportes ni eficiencia...

—Ah, sigue viviendo un Greenshaw —dijo Raymond por encima del hombro—. La casa no se perdió en el desastre. La heredó el hijo del viejo Greenshaw. Era bastante tacaño y vivía aquí, en un rincón de la casa. Nunca gastó un penique. Probablemente nunca lo tuvo para gastarlo. Ahora vive aquí su hija. Una señora mayor... muy excéntrica.

Mientras hablaba, Raymond iba felicitándose de haber pensado en «La locura de Greenshaw» para entretener a sus invitados. Aquellos críticos literarios andaban siempre proclamando lo que suspiraban por un fin de semana en el campo, y luego, cuando llegaban al campo, se aburrían muchísimo. Al día siguiente tenían los periódicos dominicales, y para aquel día Raymond West se congratulaba de haber propuesto una visita a «La locura de Greenshaw», para que Horace Bindler enriqueciera con ella esa famosa colección de monstruosidades.

Dieron la vuelta a la esquina de la casa y salieron a un césped descuidado. En uno de los ángulos había un gran jardín con rocas artificiales y, en él, una figura inclinada, a la vista de la cual Horace agarró encantado a Raymond por un brazo, para hacerle fijar la atención.

—¡Querido Raymond! —exclamó—. ¿Ves lo que lleva puesto? Un vestido rameado, como los que llevaban las doncellas... cuando había doncellas. Una de las cosas que recuerdo con más nostalgia es una temporada que pasé en una casa de campo, cuando era muy pequeño, y todas las mañanas le despertaba a uno una doncella de verdad, toda pizpireta con su traje rameado y su gorro. Sí, hijo mío, sí, su gorro. De muselina, con unas cintas colgando. Bueno, puede que la que llevaba las cintas fuera la primera doncella. Pero el caso es que era una doncella de verdad, que me llevaba una jarra de agua caliente. ¡Qué emocionante está siendo este día!

La figura del vestido estampado se había enderezado y estaba vuelta hacia ellos, con una pala en la mano. Era una persona sorprendente. Sobre los hombros le caían mechones descuidados de cabellos grises y llevaba encasquetado un sombrero de paja bastante semejante a los que les ponen a los caballos en Italia. El vestido estampado de colores le llegaba casi a los tobillos. En su cara curtida y no muy limpia, unos ojos agudos les observaban.

—Le ruego me disculpe por haberme metido en su propiedad, señorita Greenshaw —dijo Raymond West, acercándose a ella—, pero a Horace Bindler, que está pasando el fin de semana conmigo...

Horace se inclinó y se quitó el sombrero.

—...le interesan muchísimo... hum... la historia antigua y... hum... las bellezas arquitectónicas.

Raymond West habló con la soltura del escritor famoso que se sabe célebre y se atreve a lo que otras personas no se atreverían.

La señorita Greenshaw se volvió hacia la desparramada exuberancia de «La locura de Greenshaw».

—Sí que es una casa hermosa —dijo con aprobación—. La construyó mi abuelo... antes de nacer yo, por supuesto. Aseguran que decía que deseaba dejar pasmada a la gente del pueblo.

—Estoy seguro de que lo consiguió, señora —asintió Horace Bindler.

—El señor Bindler es un crítico literario muy conocido —se apresuró a decir Raymond.

Evidentemente, a la señorita Greenshaw no le inspiraban ningún respeto los críticos literarios. No pareció impresionarse lo más mínimo.

—La considero —dijo la señorita Greenshaw, refiriéndose a la casa— como un monumento al genio de mi abuelo. Hay gente tonta que viene a preguntarme por qué no la vendo y me voy a un piso. ¿Qué iba a hacer yo en un piso? Ésta es mi casa y aquí vivo. Siempre he vivido aquí.

Se quedó pensativa unos momentos, reviviendo el pasado.

—Éramos tres —prosiguió—. Laura se casó con el pastor protestante. Papá no quiso darle ningún dinero; decía que los clérigos no debían estar apegados a las cosas de este mundo. Se murió al tener un niño. El niño murió también. Nettie se escapó con el profesor de equitación. Papá la borró del testamento, como es natural. Un tipo guapo el tal Harry Fletcher, pero un desastre. No creo que Nettie fuera feliz con él. De todos modos, no vivió mucho, ella. Tuvo un hijo. Me escribe algunas veces, pero, naturalmente, no es un Greenshaw. Yo soy la última de los Greenshaw.

Enderezó con cierto orgullo sus hombros inclinados y se puso derecho el sombrero de paja. Luego, volviéndose, dijo vivamente:

—¿Qué le pasa, señora Creeswell?

Desde la casa se dirigía hacia ellos una mujer de mediana edad que, vista al lado de la señorita Greenshaw, ofrecía con ésta un contraste ridículo. La señora Creeswell llevaba la cabeza maravillosamente arreglada; sus cabellos, con abundantes reflejos azules, se alzaban en una serie de rizos colocados en filas meticulosas. Parecía como si se hubiera arreglado la cabeza para ir a un baile de carnaval disfrazada de María Antonieta. Iba vestida con lo que debía haber sido crujiente seda negra, pero que no era en realidad sino una de las variedades más brillantes de la seda artificial. Aunque no era alta. Tenía un busto voluminoso. Hablaba con una voz de gravedad inesperada y con exquisita dicción, pero titubeando ligeramente ante las palabras empezadas con la «h», palabras que acababa por pronunciar con una aspiración exagerada, lo que hacía sospechar que en su remota infancia debió tener dificultad con esta letra*.

[*Se insinúa aquí que la señora Creeswell era de origen humilde, ya que son los londinenses poco cultos los que no pronuncian la «h» al principio de las palabras.]

—El pescado, señora —dijo la señora Creeswell—, la raja de bacalao. No ha llegado. Le he dicho a Alfred que vaya a buscarla y se niega a hacerlo.

Inesperadamente, la señorita Greenshaw soltó una carcajada.

—Conque se niega, ¿eh?

—Alfred, señora, ha estado muy poco complaciente.

La señorita Greenshaw se llevó a los labios los dedos manchados de tierra, lanzó un silbido ensordecedor y al mismo tiempo gritó:

—¡Alfred! ¡Alfred, ven aquí!

En respuesta a la llamada apareció un joven, dando la vuelta a una esquina de la casa, con una pala en la mano. Era guapo y tenía una expresión insolente. Al llegar cerca de ellos le lanzó a la señora Creeswell una mirada de odio.

—¿Me llamaba, señorita? —preguntó.

—Sí, Alfred. Acabo de enterarme que no quieres ir a buscar el pescado. ¿Por qué no vas, eh?

Alfred habló con voz áspera.

—Voy por él si usted lo quiere, señorita. Sólo tiene que decirlo.

—Claro que lo quiero. Lo necesito para la cena.

—Muy bien, señorita. Voy corriendo.

Lanzó una mirada insolente a la señora Creeswell, que enrojeció y murmuró en voz baja:

—¡Qué barbaridad! ¡Es insoportable!

—Ahora que caigo —dijo la señorita Greenshaw—, un par de personas extrañas es justo lo que nos hace falta, ¿no le parece, señora Creeswell?

La señora Creeswell pareció quedar un tanto desconcertada.

—No comprendo, señora.

—Para lo que sabe usted —dijo la señorita Greenshaw, meneando la cabeza en sentido afirmativo—. El beneficiario de un testamento no puede ser testigo. ¿Es así, no? —esta última pregunta iba dirigida a Raymond West.

—Exacto —respondió el novelista.

—Sé lo bastante de leyes para saber eso —dijo la señorita Greenshaw—. Y ustedes son dos personas de posición.

Tiró la pala en la cesta de recoger los hierbajos.

—¿Les molestaría venir a la biblioteca conmigo?

—Encantados —dijo Horace con fervor. Pasando por la puerta-ventana, les condujo a través de un enorme salón amarillo y dorado, con paredes recubiertas de brocado descolorido y muebles tapados con fundas; luego por un gran vestíbulo sombrío y escaleras arriba hasta una amplia habitación del primer piso.

—La biblioteca de mi abuelo —anunció la señorita Greenshaw.

Horace miró a su alrededor con profundo placer.

A su modo de ver, la habitación estaba llena de monstruosidades. Cabezas de esfinge surgían de los muebles más inesperados; había un broche colosal, que le pareció representaba a Pablo y Virginia, y un enorme reloj con motivos clásicos, del que estaba deseando tomar una fotografía.

—Una hermosa colección de libros —dijo la señorita Greenshaw.

Raymond estaba ya mirando los libros. Por lo que pudo ver en una inspección rápida, no había allí ningún libro que ofreciera el menor interés; en realidad, no parecía que ninguno de ellos hubiera sido leído. Eran colecciones de los clásicos, encuadernados maravillosamente, de las que se vendían hace noventa años para llenar las estanterías de los señores de alcurnia. Había también algunas novelas antiguas, pero tampoco éstas parecían haber sido leídas.

La señorita Greenshaw estaba rebuscando en los cajones de un escritorio enorme. Finalmente, sacó de él un testamento de pergamino.

—Mi testamento —explicó—. Tiene uno que dejarle el dinero a alguien..., eso dicen, por lo menos. Si muriera sin hacer testamento, supongo que se lo llevaría todo el hijo de aquel tratante de caballos. Un muchacho guapo, el tal Harry Fletcher, pero un bribón donde los haya. No veo por qué razón había de heredar su hijo esta casa. No —prosiguió, como contestando a una oposición tácita—, estoy decidida. Se lo dejo a Creeswell.

—¿Su ama de llaves?

—Sí. Ya se lo he explicado a ella. Hago testamento dejándole a ella todo lo que tengo y entonces no necesito pagarle ningún sueldo. Me ahorro muchos gastos y la hace andar derecha. Así no me dejará plantada cuando menos lo piense. ¿Es muy empingorotada, verdad? Pero su padre era un fontanero muy modesto. No tiene motivo alguno para darse aires.

Había desdoblado el pergamino. Cogió una pluma, la mojó en el tintero y firmó: Katherine Dorothy Greenshaw.

—Eso es —dijo—. Los dos me han visto firmarlo y ahora lo firman ustedes y ya es legal.

Le tendió la pluma a Raymond West. El escritor titubeó un momento, sintiendo una aversión inesperada a hacer lo que se le pedía. Luego, rápidamente, garabateó su conocida firma, que todos los días solicitaban por correo lo menos seis personas.

Horace cogió la pluma de mano de Raymond y añadió su diminuta firma.

—Ya está —dijo la señorita Greenshaw.

Se dirigió a las estanterías y se quedó mirándolas, indecisa; luego abrió una de las puertas encristaladas, sacó un libro y deslizó dentro el pergamino doblado cuidadosamente.

—Tengo mis escondites —les comunicó.

—«El secreto de lady Audley» —observó Raymond West, viendo el título del libro cuando la señorita Greenshaw lo volvía a su sitio.

La señorita Greenshaw soltó otra carcajada.

—Uno de los libros más populares de su época —observó—. No como sus libros, ¿eh?

Le dio a Raymond un codazo amistoso en las costillas. Al novelista le sorprendió que supiera que escribía. Aunque Raymond West era muy conocido en los círculos literarios, no podía considerársele como un escritor popular. A pesar de haberse suavizado algo al aproximarse a la edad madura, sus libros se ocupaban del lado sórdido de la vida.

—¿Podría sacar una foto del reloj? —preguntó Horace, conteniendo la respiración.

—No faltaba más —dijo la señora Greenshaw—. Creo que vino de la Exposición de París.

—Es muy probable —dijo Horace. A continuación hizo la foto.

—Esta habitación no se ha usado mucho desde tiempos de mi abuelo —dijo la señorita Greenshaw—. Este escritorio está lleno de viejos diarios suyos. Deben ser interesantes. Yo ya no tengo vista para leerlos. Me gustaría publicarlos, pero me figuro que habría que trabajar mucho con ello.

—Podría usted encargárselos a alguien —sugirió Raymond West.

—Sí, es una idea. Lo pensaré.

Raymond West consultó su reloj.

—No debemos abusar más de su amabilidad —dijo.

—Encantada de haberles visto —dijo la señorita Greenshaw graciosamente—. Creí que era el policía, cuando le oí venir, dando la vuelta a la casa.

—¿Por qué un policía? —preguntó Horace, que nunca tenía inconveniente en hacer preguntas.

La señorita Greenshaw les sorprendió cantando alegremente:

—Si quiere usted saber la hora, pregunte a un policía.

Y, con esta muestra de ingenio victoriano, le dio un codazo a Horace en las costillas y soltó una sonora carcajada.

—Ha sido una tarde maravillosa —suspiró Horace, camino de la casa de Raymond—. La verdad es que en esa casa no faltaba nada. Lo único que necesita esa biblioteca es un cadáver. Esos asesinatos en la biblioteca de las novelas policíacas antiguas... estoy seguro de que los autores tenían en la imaginación una como ésa.

—Si quiere usted hablar de asesinatos, tiene que hacerlo con mi tía Jane —dijo Raymond.

—¿Su tía Jane? ¿Se refiere usted a la señorita Marple?

Horace estaba un poco desconcertado. La encantadora anciana, producto de un mundo ya desaparecido, a quien le habían presentado la noche anterior, le parecía incapaz de tener la menor relación con asesinatos.

—Sí, sí —afirmó Raymond—. Los asesinatos son su especialidad.

—¡Mi querido Raymond, qué intrigante! ¿Qué quiere usted decir exactamente con eso?

—Lo que he dicho —dijo Raymond, y explicó—: Unos cometen asesinatos, otros se ven envueltos en ellos y a otros les son impuestos. Mi tía Jane está incluida en la tercera categoría.

—Está usted bromeando.

—En absoluto. Puede usted preguntárselo al ex comisario de Scotland Yard, a varios jefes de policía y a uno o dos laboriosos inspectores pertenecientes al C.I.D.*.

[*Departamento de Investigación Criminal]

Horace dijo alegremente que nunca terminaba uno de maravillarse.

Mientras tomaban el té, les refirieron los acontecimientos de la tarde a Joan West, la mujer de Raymond, a Lou Oxley, sobrina de éste, y a la anciana señorita Marple, contándoles detalladamente todo lo que la señorita Greenshaw les había dicho.

—Yo creo —terminó diciendo Horace— que se respira allí algo siniestro. Aquella mujer de aires de duquesa, el ama de llaves..., ¿qué les parece arsénico en la tetera, ahora que sabe que su señora ha hecho testamento a su favor?

—Dinos, tía Jane —preguntó Raymond—, ¿se cometerá un asesinato o no? ¿Tú qué crees?

—Creo —dijo la señorita Marple, devanando su lana con expresión severa— que no debías reírte de estas cosas como acostumbras a hacerlo, Raymond. El arsénico, desde luego, es muy posible. ¡Es tan fácil de conseguir! Probablemente lo tienen en el cobertizo de las herramientas, en los preparados para matar las malas hierbas.

—Pero querida tía —intervino Joan West con afecto—. ¿No crees que eso sería demasiado fácil?

—De mucho vale hacer testamento —dijo Raymond—. No creo que la pobre mujer tenga nada que dejar, aparte de esa monstruosidad de casa, ¿y quién va a querer eso?

—Una compañía cinematográfica, posiblemente —sugirió Horace—, o un colegio, o una institución benéfica, o un hotel.

—La querrían comprar por una miseria —replicó Raymond.

Pero la señorita Marple, pensativa, estaba meneando la cabeza.

—Querido Raymond, no estoy de acuerdo contigo. Quiero decir respecto al dinero. El abuelo está probado que era uno de esos manirrotos que hacen dinero fácilmente, pero son incapaces de conservarlo. Puede que haya perdido su fortuna, como dices, pero no pudo quebrar, porque en ese caso su hijo no hubiera heredado la casa. El hijo, en cambio, cosa muy frecuente, era completamente distinto a su padre. Un avaro. Un hombre que ahorraba todo penique que se le venía a las manos. Seguramente ahorró una bonita suma en el transcurso de su vida. Esta señorita Greenshaw parece que ha salido a él; no le gusta gastar ni un céntimo. Sí, creo que es muy probable que tenga un capitalito guardado.

—En ese caso —interpuso Joan West— puede que... ¿no podría Lou...?

Todos miraron a Lou, que permanecía sentada en silencio junto al fuego.

Lou era la sobrina de Joan West. Su matrimonio acababa de deshacerse, dejándola con dos niños pequeños y el dinero indispensable para mantenerlos.

—Quiero decir —aclaró Joan— que si esa señorita Greenshaw quiere en serio que una persona repase todos esos diarios y los prepare para publicarlos...

—Es una buena idea —aprobó Raymond.

Lou dijo en voz baja:

—Sería de mucha ayuda.

—Le escribiré —prometióle Raymond.

—¿Qué querría decir la anciana con aquello del policía? —preguntó intrigada la señorita Marple, pensativa.

—¡Ah, fue sólo una broma!

—Me recordó —dijo la señorita Marple, afirmando con la cabeza—, sí, me recordó mucho al señor Naysmith.

—¿Quién era el señor Naysmith? —preguntó Raymond con curiosidad.

—Era apicultor y tenía mucha habilidad para hacer los acrósticos de los periódicos dominicales. Y le gustaba dar a la gente impresiones falsas, sólo por gracia, pero algunas veces se vio metido en líos por esta afición suya.

Todos guardaron silencio, pensando en el señor Naysmith, pero como no parecía que hubiera ningún punto de semejanza entre él y la señora Greenshaw, llegaron a la conclusión de que la pobre tía Jane debía estar empezando a chochear.