Capítulo 9
El inspector Miller no era hombre fácil de convencer. Pero tampoco era fácil librarse de Poirot hasta que había conseguido lo que quería. El inspector Miller refunfuñó, pero capituló.
—...aunque no sé qué tiene que ver lady Chatterton con todo esto...
—Nada, en realidad. Ha ofrecido cobijo a una amiga; eso es todo.
—¿Cómo supo usted lo de esos Spence?
—¿Que el estilete era de ellos? Fue una suposición nada más. Me dio la idea una cosa que dijo Jeremy Spence. Le indiqué la posibilidad de que el estilete perteneciera a Margharita Clayton. Me demostró que sabía positivamente que no era de ella.
Tras una pausa, preguntó Poirot con cierta curiosidad:
—¿Qué dijeron?
—Reconocieron que se parecía mucho a una daga de juguete que habían tenido, pero que se había extraviado hace unas semanas y no habían vuelto a pensar en ella. Me figuro que Rich la habrá, a buen seguro, cogido de allí.
—Un hombre a quien no le gusta correr riesgos, ese Jeremy Spence —dijo Hércules Poirot. Y murmuró para sí—: Hace unas semanas... Sí, claro, el plan empezó hace mucho tiempo.
—¿Eh, qué dice?
—Ya llegamos —advirtió Poirot.
El taxi se acercaba a la casa de lady Chatterton. Poirot pagó la tarifa.
Margharita Clayton estaba esperándoles en la habitación del piso de arriba. Su rostro se endureció al ver a Miller.
—No sabía...
—¿No sabía usted quién era el amigo a quien me proponía traer conmigo?
—El inspector Miller no es amigo mío.
—Eso depende de si quiere usted o no que se haga justicia. Su marido ha sido vilmente asesinado...
—Y ahora tenemos que hablar de quién lo mató —le interrumpió Poirot rápidamente—. ¿Puedo sentarme, señora?
Lentamente, Margharita se sentó en una butaca de respaldo alto, frente a los dos hombres.
—Les pido que me escuchen con paciencia —dijo Poirot, dirigiéndose a los dos—. Creo que ya sé lo que ocurrió la noche fatal en el piso del comandante Rich... Todos partíamos de una suposición falsa: que sólo dos personas habían tenido oportunidad de meter el cadáver en el cofre, esto es, el comandante Rich y William Burgess. Pero estábamos equivocados; en el piso había aquella noche una tercera persona que tuvo igual oportunidad de hacerlo.
—¿Y quién era esa persona? —preguntó Miller, escéptico— ¿El chico del ascensor?
—No. Arnold Clayton.
—¿Qué? ¿Que escondió su propio cadáver? Está usted loco.
—Un cadáver no, naturalmente; un cuerpo vivo. Dicho en otros términos: se escondió en el cofre. Cosa que se ha hecho muchas veces en la historia. La novia muerta de «La rama de muérdago», Iaquimo, planeando atentar contra la virtud de Imogen, etcétera. Pensé en ello en cuanto vi que hacía muy poco tiempo que habían hecho unos agujeros en el cofre. ¿Por qué? Los hicieron para que pudiera entrar aire suficiente en el cofre. ¿Por qué cambiaron aquella noche el biombo de su sitio de costumbre? Para ocultar el cofre a la vista de las personas presentes en la habitación. Para que el hombre que se había escondido pudiera de cuando en cuando levantar la tapa, y oír lo que se decía.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Margharita, con los ojos muy abiertos por el asombro—. ¿Por qué iba a esconderse Arnold en el cofre?
—¿Y lo pregunta usted, señora? Su marido era un hombre celoso. Era, además, hombre de pocas palabras. «Reconcentrado», como dijo su amiga la señora Spence. Sus celos fueron aumentando. ¡Le torturaban! ¿Era usted o no era usted amante de Rich? ¡No lo sabía! Tenía que saberlo. Por eso lo del telegrama de Escocia, el telegrama que nadie envió y que nadie vio. Mete unas cuantas cosas en una maleta pequeña y se la deja «olvidada» ex profeso en el club. Posiblemente se entera de que Rich no va a estar en casa y se presenta en el piso. Le dice al criado que va a escribir una nota. En cuanto se queda solo, hace los agujeros en el cofre, corre el biombo y se mete dentro del mueble. Aquella noche sabrá la verdad. A lo mejor su mujer se queda después de marcharse los demás; a lo mejor se marcha, pero después vuelve... Aquella noche, aquel hombre desesperado y atormentado por los celos sabrá la verdad...
—¿No estará usted insinuando que se apuñaló a sí mismo? —dijo Miller, con voz que denotaba incredulidad—. ¡Tontería!
—No, no, le mató otra persona. Una persona que sabía que estaba allí. ¡Ya lo creo que fue un asesinato! Un asesinato planeado con mucho cuidado y con mucho tiempo. Piensen en los demás personajes de «Otelo». Es de Yago de quien teníamos que habernos acordado. Envenenando sutilmente la mente de Arnold Clayton con insinuaciones, sospechas... ¡El honrado Yago, el amigo fiel, el hombre a quien siempre se cree! Arnold Clayton le creyó. Arnold Clayton dejó que se sirviera de sus celos y los estimulara, hasta hacerlos llegar al paroxismo. ¿Fue idea de Arnold Clayton el esconderse en el cofre? Puede que haya creído que lo era... ¡es probable! La escena está dispuesta. El estilete, robado unas semanas antes, está preparado. Llega la noche. La luz es discreta, el gramófono está sonando, dos parejas bailan y el hombre sin pareja está ocupándose de los discos, que se guardan en un mueble junto al cofre español y al biombo que lo oculta. Deslizarse detrás del biombo, levantar la tapa y clavar el estilete... ¡Un golpe audaz, pero muy sencillo, a más no poder!
—¡Clayton hubiera gritado!
—Si estaba narcotizado, no —dijo Poirot—. Según dijo el criado, el cadáver estaba «en la postura de un hombre dormido». Clayton estaba dormido, narcotizado por el único hombre que pudo haberlo hecho: el mismo hombre con quien tomó una copa en el club.
—¿Jock? —la voz de Margharita se alzó con sorpresa infantil—. ¿Jock? ¡Es imposible! ¡Pero si conozco a Jock de toda la vida! ¡No puede ser! ¿Por qué iba Jock...?
Poirot se volvió hacia ella.
—¿Por qué se batieron en duelo dos italianos? ¿Por qué se suicidó un muchacho? Jock Maclaren es hombre de pocas palabras. Puede que se haya resignado a ser amigo fiel de usted y de su marido, pero entonces surge el comandante Rich. ¡Es demasiado! Atormentado por el odio y el deseo, traza un plan que estuvo muy cerca de ser el crimen perfecto... un doble crimen, porque era casi seguro que el comandante Rich sería culpado del asesinato. Y, ya libre del comandante y de su marido, cree que es posible que por fin se vuelva usted hacia él. Y quizás lo hubiera hecho muy pronto, ¿verdad?
Margharita tenía clavados en Poirot sus ojos muy abiertos por el horror.
Casi sin darse cuenta de lo que decía, susurró:
—Puede que sí..., no lo sé...
El inspector Miller habló con autoridad:
—Todo esto está muy bien, Poirot. Es una teoría y nada más. No hay la menor prueba. Lo probable es que no hay nada de cierto en todo ello.
—Todo es cierto.
—¡Pero no hay pruebas! No hay nada en que fundarse.
—Se equivoca. Creo que si se lo dice así a Maclaren, confesará. Con tal de que se le haga ver claramente que Margharita Clayton lo sabe...
Poirot hizo una pausa y añadió:
—Porque en cuanto Maclaren sepa eso, está perdido... El asesinato perfecto habrá sido inútil.